Antonio López Ortega / Vasco Szinetar ©

Por DIAJANIDA HERNÁNDEZ Y VIOLETA ROJO

Preámbulo es el nombre del título que recién acaba de publicar el autor venezolano Antonio López Ortega. En esta narración, López Ortega echa mano de la autoficción para armar un relato memorioso sobre su familia. En el devenir de esa historia personal, el escritor también vuelve a un tiempo, a unos lugares y a unos personajes de nuestro país; ese regreso le permite reflexionar sobre nuestra compleja relación con la tradición y con la modernidad. En esta conversación, López Ortega profundiza en algunos de esos tópicos presentes en su obra.

—A lo largo de Preámbulo hay un relato y una memoria del llano (de Zaraza) y de Caracas. Se va construyendo una memorabilia de costumbres, comidas, palabras, creencias, lugares, etc. ¿Ese relato del “antiguo país”, de su transformación, fue parte de la intención de tu novela?

—Sí, ese relato era consustancial a la novela, era parte integrante. La familia Flores, oriunda de Zaraza, dependía de una pensión de viajeros: esa casona era el centro de sus vidas, como también el sustento. Pero al ser una residencia de paso, los viajeros la enriquecían con sus cuentos y relatos: venían de todas partes del país, sobre todo de Caracas y Angostura, y ahí se cruzaban destinos e intereses. De hecho, uno de esos viajeros, agente ferretero, se enamora de la hija predilecta de Victoria Chacín, la dueña, y ese matrimonio es, al final, el pasadizo para que la familia vaya emigrando paulatinamente a Caracas, en parte porque Zaraza se empobrecía. Eran tiempos en los que la economía cambiaba a favor de la concentración urbana y los poblados del país comenzaban a vaciarse.

—Tu novelística (Ajena, 2001, y ahora Preámbulo, 2021) hace énfasis en las mujeres, ya sea como narradoras o protagonistas. En Preámbulo las mujeres son fuertes, aguerridas y son las que organizan el mundo y manejan la economía. ¿Cambió tu visión de los personajes femeninos en estos 20 años?

—No creo que haya cambiado. La narradora de Ajena, que no tiene nombre, es una adolescente enamorada, que se abre al mundo en función del sentimiento: toda la novela descansa en sus cartas, las que escribe minuciosamente a su amante, que se ha ido a estudiar a Europa. El lector podría pensar que ella se debilita porque, a partir de un momento, ya no se siente correspondida, pero a mí me parece que se fortalece, porque el dolor la vuelve más madura. Al final, ella es dueña de su destino. En el caso de Preámbulo, el narrador es masculino, pero el personaje principal es femenino: su madre Raquel. Y el lector irá descubriendo que ella es la figura fuerte, decisiva, que se impone el mandato de salvar a su familia. Que lo logre o no, es otro asunto, pero a esa causa se entrega. Lo cierto es que, entre aquella mujer adolescente y esta matrona zaraceña, hay semejanzas: ambas luchan contra la adversidad y, también, ambas están muy determinadas. Más allá de las diferencias de edad y época, yo diría que se parecen. De Raquel no llegamos conocer sus primeros amores, salvo el que tenía por su madre Victoria, pero quién sabe si alguna decepción amorosa de la adolescencia le templó el carácter.

—¿Hay diferencias entre asumir la autoficción o autobiografía en la novela y asumirla a través del diario?

—En un diario no podría haber autoficción: si la hay, entonces es otra cosa (un relato o una novela), pero no un diario. La convención genérica nos dice que el diario literario, desde Gide hasta Cheever, es un cuaderno íntimo, personal, de un escritor que apunta sus vivencias o reflexiones. Es el revés de la creación literaria, en la que sí se puede ficcionalizar. Si la ficción es la capacidad de fabular, entonces no cabe en el diario, porque, en principio, en un diario no se debe mentir. Fabular es inventar, y en un diario no se inventa; más bien atestiguamos o nos confesamos. Ahora bien, que un autor elija el formato del diario para novelar, como lo hace Yourcenar en Memorias de Adriano, es otro asunto. De la autoficción se viene hablando mucho en las últimas décadas, como si fuera un gran descubrimiento, pero yo me preguntaría: ¿qué narrador no hace autoficción? Finalmente, escribimos con nuestros recuerdos, sentimientos, impresiones, ideas, decepciones. Incluso aquellas historias que nos cuentan los más cercanos, cuando les vemos potencial, siempre pasan por el tamiz propio. Lo que sí admitiría es que la autoficción tiene gradaciones, es decir, a veces se siente muy cercana y a veces muy lejana. En el caso de Preámbulo yo trabajé con una trama que tenía bien documentada, pero frente a eso la ficción reacciona de manera muy variable: a veces puede ser muy fiel, y a veces no. Lo que finalmente importa es el resultado final, la pieza que terminas por construir. Eso es lo que queda, sin que nadie vea o sospeche todos los intersticios que han quedado en el camino.

—El petróleo es visto en esta novela de manera poco habitual. Por lo general, en nuestra narrativa se muestra el cambio del campo agrario por el petrolero, pero en Preámbulo se habla del petróleo como la solución profesional para los caraqueños. ¿Es la tuya una visión diferente por haber vivido en un campo petrolero? ¿Es la visión del petróleo del siglo XX desde el siglo XXI?

—Siento que el tópico petrolero aparece al final, cuando el narrador-personaje Antonio consigue una posición en una de las empresas operadoras del Zulia. No es exactamente azaroso, pero tampoco sabemos lo que ocurre después de ingresar. Para el narrador, tras sus estudios interrumpidos en Estados Unidos, entrar en una de estas empresas es señal de estabilidad, sobre todo cuando en su fuero interno necesitaba alejarse de la familia: él representa un cambio mientras sus parientes representaban una antigüedad venida a menos. Pero tampoco señalo que ese paso sea “la solución profesional”: sencillamente, era una buena opción, entre otras, cuando el país se urbanizaba y crecía económicamente. Ciertamente, la industria petrolera era buena empleadora, pero como se manejaba con altos rangos de eficiencia el número de empleados era estable… Ahora bien, el peso del referente petrolero en nuestra narrativa no me parece significativo. Es decir, creo que tenemos novelas de tema petrolero, pero no una novelística petrolera. En Colombia se habla de la novela del café, en Chile de la novela del cobre, pero nosotros no tenemos una novela del petróleo. Esto quizás podría explicarse porque nuestra clase intelectual, desde siempre, satanizó el petróleo: Uslar lo quería sembrar, como si no estuviera en el subsuelo, y luego lo llamaron “excremento del diablo”, que peor no podría ser. Una nación que aborrece su principal recurso económico tiene que ir al diván: algo no estamos pensando bien. El colmo de esa visión la tenemos ahora, cuando hemos destruido completamente la industria petrolera, nuestra principal riqueza… Por razones familiares, yo nací en un campo petrolero de Falcón, y hasta los 14 años viví en campos del Zulia. De niño, llegué a sumergirme en pozos petroleros. Mi relación con esa sustancia viscosa fue cotidiana. Por lo tanto, mi visión es muy distinta a la que prevalece. En varios libros míos, como Naturalezas menores (1991), he abordado ese referente desde ángulos muy distintos. Para mí la gran novela del petróleo como épica civil está por contarse.

—En Preámbulo, los lugares (Zaraza, El Conde, Panteón, San Agustín, San Bernardino) tienen características tan definidas que son casi otros personajes. ¿Los ves así?

—En cuanto a lugares, creo que la novela insiste más en los cabos de ese largo recorrido: al inicio, Zaraza y, al final, la urbanización San Bernardino. Todos los otros, sin dejar de ser importantes, son accidentales, de corta permanencia. En Zaraza, incluso, lo significativo no es la ciudad, que se venía a menos, sino la pensión de viajeros, que concentraba miles de relatos: las noticias del país y del mundo llegaban por los distintos interlocutores, y también por don Lisandro (¿Alvarado?), que aseguraba una tertulia vespertina. San Bernardino tampoco se destaca como urbanización sino como hogar, porque en ese escenario la familia comienza a desintegrarse: la mentalidad de esos zaraceños no siempre comulgó con los modelos y formas cambiantes de la gran metrópolis en auge. Debatiéndose entre la tradición y la modernidad, muchos se quedaron con la primera, que a fin de cuentas también dejó de existir. Al final de sus vidas, peleaban con fantasmas.

—Además de la relación con Sánchez Peláez, ¿cuál otra herencia literaria reconoces para Preámbulo?

—Las influencias que reconozco las veo más en aspectos formales, de técnicas y procedimientos, que en aspectos de fondo. Sé que esta novela se ha nutrido mucho de mis lecturas de poesía venezolana en estos últimos tiempos. Allí he encontrado sentimientos, sensibilidades, visiones, que he terminando trocando en fragmentos de prosa. Esta es una novela de la pérdida: un concepto que ha sido muy bien desarrollado por nuestra poesía. En cuanto a fondo, hay un relato de José Balza, “Los almendrones de enero”, que expone magistralmente una quiebra familiar: unos parientes remotos que tratan de vampirizar al hijo que ha descollado en la ciudad. Cuando lo leí, sentí mucha sintonía con lo que me proponía desarrollar en la novela. En ambas obras, queda claro que la modernidad no puede hablar con la tradición, lo que nos lleva a una instancia aún más compleja: y es preguntarnos si nuestra modernidad es postiza o si nuestra tradición no ha sabido hacerse moderna. En torno a ese dilema, quizás estemos viviendo el momento más oscuro, que se traduce en esta profunda regresión, negadora de todo lo que hemos hecho para progresar, que no ha sido poca cosa.

—A lo largo de la novela el narrador nos dice que la memoria es un territorio nebuloso, de imágenes que se desvanecen, que no son nítidas o que están borrosas. También nos dice que hay otras imágenes producto del relato oral, de lo que nos cuentan. ¿En el proceso de escritura, en ese trabajo de juntar la imagen difusa con la imagen oral y la fábula, se transforma la memoria?

—Alejandro Rossi decía que la memoria no es lo que recordamos, sino lo que decidimos recordar. Y esto es aún más cierto en la creación narrativa. Es decir, hay un proceso permanente, intuitivo o inconsciente, de selección, en el cual una idea atrae a la otras. Es posible que una de esas ideas sea bastante fiel al pasado, otra no lo será tanto, y una tercera puede ser totalmente inventada. Hay que ser fiel al ritmo, al orden, de la ficción, y no tanto a lo que recordamos. En el caso de Preámbulo, como la documentación era extensa, el reto más bien estaba en alejarse de la memoria: no quise ser fiel al recuerdo (no podía) sino al flujo de imágenes que se iba imponiendo. He insistido en la idea de que, como escritor, me sentía viéndome a mí mismo mientras escribía la novela, como si se tratara de un alter ego. Hay ciertas secciones, como las llamadas introito, que no parecen ser escritas por el narrador: pertenecen a otro orden. En síntesis, en los procesos de creación conviene que la memoria sea engañosa.

—¿Revisitar el pasado produce inevitablemente nostalgia?

—A mis alumnos talleristas siempre les digo que en el proceso de creación eviten escribir grandes conceptos como nostalgia, tristeza, melancolía, angustia, etc. Nada ganamos con mencionarlos, porque ya son grandes lugares comunes. Si quiero describir a un personaje nostálgico, tengo que apelar a todo mi instrumental narrativo para crear ese estado sin mencionar la palabra nostalgia. Ese es el reto del escritor. Así que si, por ejemplo, el lector de Preámbulo siente nostalgia frente a ese mundo perdido, estoy seguro de que no será por apelar a esa palabra u otras relacionadas… En mi caso, lo que novela me ha dejado es un sentimiento de extravío, es decir, ese mundo que se describe ha podido derivar hacia un final distinto al que tuvo. Hubo un empeño sostenido que no llevó a nada; hubo buena voluntad e intención, pero alguna fuerza inconsciente se atravesó para no hacerlo posible. Esa imposibilidad es la que me quita el sueño. Y es también el eslabón que me permite hacer una conexión con la deriva del país: si por décadas añoramos y muchos murieron para moldear una república democrática con razonables niveles de prosperidad, ¿qué se atravesó en el camino? ¿Por qué si en un momento fuimos constructores sosegados, también fuimos destructores? Eso, creo, debemos responderlo desde la historia, por no decir desde la psicoterapia, porque se trata de procesos largos y amargos. Mientras tanto, en la cercanía tenemos a los creadores de todos los campos culturales, que intuitivamente asoman respuestas claves, que ya adelantan parte de ese diagnóstico.


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