Néstor Mendoza | José Antonio Rosales

Por MARTA JAZMÍN GARCÍA

La palabra es el único pájaro que puede ser igual a su ausencia, afirma un poema de Roberto Juarroz. Algo así como un milagro, la palabra y su revés ocurren al unísono: intentar transcribir la memoria; construir en el aire otros cimientos para que el futuro no crezca demasiado en su cauce. Es la tesitura de vivir al borde. Oscilar entre la huida y el retorno.

Ojiva es la forma de algo que alimenta y que destruye. ¿Alucinación o abastecimiento?: “El huevo que traza una parábola”. ¿Es un cuerpo que hace acto de presencia o el que “busca consuelo desde un alto piso?”. También es el ojo que, con asombro, irrumpe en la realidad. Como la icónica escena de Luis Buñuel: el párpado que deviene en rasgadura. Esos parajes donde la surrealidad se vuelve estética.

El lector percibe cómo la imposibilidad anestesia los pasos y el vértigo. Acaso sea la perspectiva de los muertos, de alguien que es capaz de mirar sin defenderse: “Los paseantes siguen acumulando/ las rutinas en pequeños y manejables/ frascos de cristal sin sospecha/ alguna de la detonación”. Quizás, como en los textos sagrados, sea preciso convocar la fe para entender cabalmente. Mirar con los ojos cerrados. Estrechar la geografía. La ruina que transcurre en Venezuela acontece en todas partes. El otro que se configura con la mirada nostálgica, la posibilidad de ser o lo que fuimos. En el dolor todos somos fugitivos.

En este poema de Néstor Mendoza rondamos la apoteosis de un desencuentro. Quien denuncia esgrime la sensorialidad. El cuerpo duele más cuando se va haciendo transparente. Mira sin poder abrazar, ni retener, ni persuadir. Los versos son el registro de su impotencia. Alguien debería gritarlo. [¿La palabra?]  Porque aquí, también la destrucción puede ser igual a su ausencia: el nacimiento.

Ojiva nos remite a la forma de un proyectil. Igual nos recuerda otras palabras e imágenes: hemos dicho el ojo, pero también un óvulo, el hambre cóncava, una grieta, el ovoide de un estallido. La imprecisión anuncia lo que acontece al margen del sentido y de las voluntades. Por eso, en este poema la referencialidad es dispersa. Conjuntamente con la devastación protagonista, se va deconstruyendo el lenguaje. La extensión de los versos hilvana este retroceso. Dígase un antigénesis que narra el advenimiento de la nada: “Por eso ahora/todo es blanco”. Pues, si bien en las primeras páginas del texto bíblico “el abismo estaba sumido en la oscuridad”, en estos versos la luz demarca el detrimento.  Una mancha blanca.  Donde ya no quedan las formas; tan siquiera la antigua manera de encontrarlas.  La ojiva no desciende de forma vertical.  “La ojiva se movía con diversos ritmos”. Es una dictadura de la suspensión, porque delante del horror sobran las premoniciones.

El huevo simulaba una cicatriz

en el lienzo del cielo; podía ser cualquier cosa

menos el artefacto en el cual tripula la destrucción;

podía ser un anuncio benigno, la llegada del

redentor en una nave ovalada…

Curiosamente, no son los habitantes del poema quienes perciben el gran advenimiento. Como una escena que se rebobina en ritmo acuciante y a la vez viscoso, es con la perspectiva afuerina que puede apreciarse una muchedumbre impasible. El lector completa la fotografía como posicionado en un techo. Casi que fuera necesario desconocer los hechos que se articulan. Ser un extranjero es agudizar la perspectiva de los otros para deconstruir los límites. Un buen resumen sería decir que Ojiva es un poema bengala: la voz de un naufragio que envía sus señales al cielo.

El hambre materializa la nada. Los cuerpos involucionan. La blancura recuerda el color de un esqueleto; también la cavidad de los estómagos vacíos. Ojiva consume los ojos porque representa el gran ojo. Un nuevo orden que desmiente la historia y los afectos.  La forma de la antibelleza, porque es eso que ocurre antes del asombro; esa gran ironía de mirar el dolor con los ojos incrustados de avispas. Decir: “Qué hermosa su pobreza”. Antítesis de una realidad que distorsiona la libertad y los altos ideales. Porque el hambre no siempre es la falta de comida: “Sino la tristeza de estar solo y hambriento”. Si lo contrario de la cumbre son las raíces, los cuerpos son tubérculos. Esa nueva naturaleza que emerge al ritmo de una imposición, de la violencia. Como cuando las flores ya no insisten; ojiva es el reverso de lo que debería ser.

En este libro, el acto de nombrar supone un enfrentamiento. El poeta es el espectador y también el convocante. Urde la perspectiva de quien mira la ceguera, pero no se limita a esbozarla. Si los ojos no existen habrá que inventarlos. Arriba y abajo es el febril parpadeo que transcurre en estas páginas.  Ya como símbolos de la conciencia, también es la desgarradura.  El cuerpo que ya no resiste y se lanza desde lo alto para redimir la tierra. La vida arriba y la muerte abajo: “El hombre también busca cómo irse y solo encuentra una opción en la caída”.  Y ciertamente, así es cómo han comenzado todos los mitos.  La vacuidad, el color blanco, la incertidumbre son también imágenes de la posibilidad.  Siempre, quizás. El suspenso.  Algún día, parece decir en entrelineas el poema, puede que estalle un pájaro de eso que miramos ovoide.


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