Escribo para acompañar la decisión del Papel Literario de conmemorar el décimo aniversario de la muerte de Alfredo Silva Estrada, y con la vista puesta en la obra de poeta y pensador de la poesía asociada con su nombre.

Lo conocí en 1953, a poco de aparecer su primer libro, De la casa arraigada, gracias a la intermediación del sin par Oswaldo Trejo; a él debo también el inicial acercamiento con quienes iban a ser, desde aquellos mismos días, mis entrañables Ida Gramcko, Antonia Palacios, Elizabeth Schön, Elsa Gramcko, Sonia Sanoja y Roberto Guevara. La hechura biográfica silvaestradiana es fácil de resumir: caraqueño de origen y destino, hijo de llanera y de oriental, compartió el seno familiar con dos hermanos y una hermana, y fue el sobrino predilecto de la poeta Luisa del Valle Silva. El resto fueron sus estudios universitarios de filosofía en Caracas y París, y sus personalísimas lecturas y meditaciones de la poesía moderna y contemporánea en lenguas castellana, italiana y francesa; así como el fecundo arraigo de esta experiencia a todo lo largo de su vivir venezolano, de su primer contacto juvenil con Europa a través de Italia, y de las dos prolongadas permanencias parisinas que vinieron después. Lo demás es su obra, surgida desde un solo centro germinal y que alcanzó a cobrar cuerpo en las dos inseparables dimensiones de su irradiación: la experiencia del poema y el pensamiento de la poesía.

Un centro único para tal obra dúplice, esto fue precisamente lo que le aportó su pasión por la poesía como máxima posibilidad de la elocuencia humana y desafío supremo de la existencia, así como el coraje espiritual que le permitió responder a semejante llamado con la proporcional entrega y responsabilidad. En semejante decisión se sustentó su experiencia del poema, alcanzada con la escritura propia y con la re-escritura de numerosos poemas de otros, en virtud de su acendrada actividad de traductor. Con el venturoso resultado de que si sus poemas de la primera instancia llegaron a materializarse bibliográficamente en los diecinueve títulos individuales editados entre 1953 y 2000, también muchos de ellos fueron escogidos por poetas de otras lenguas para ser traducidos, sobre todo al francés y hasta el punto de que en vida se editaron ocho volúmenes de seleciones o poemarios completos, sobre todo en Bélgica. Esta segunda instancia de su experiencia del poema le deparó además la satisfacción de ver editados en nuestro país dieciséis poemarios de autores contemporáneos de lengua francesa, sobre todo belgas.

Con semejante centro generativo se correspondió al mismo tiempo la otra irradiación de la obra de Alfredo Silva Estrada: su pensamiento de la poesía; sin embargo, bibliográficamente hablando aquí alcanzó una cuantía mucho menor que la dimensión poemática, pues sus textos constitutivos, seleccionados de su tesis de grado sobre el Cántico de Jorge Guillén y entre los artículos y ensayos divulgados en publicaciones periódicas, tan solo ocuparon un volúmen: el titulado La palabra transmutada. La poesía como experiencia (1960-1988), del cual hasta el presente se han realizado dos ediciones, la de 1989 y la de 2007, un tanto ampliada.

La profunda sintonía mantenida entre uno y otro ámbito autoral responde al sentido imaginante que los rige tanto como a sus respectivas constelaciones verbales. ¿Cuál es ese sentido? Pues nada menos que la asunción de la poesía como realización de lo máximo posible para la expresividad humana, así como el reconocimiento de la virtualidad significante del lenguaje y la valoración de la palabra como materia viva.

Es lo que se comprueba al leer en los poemas de Alfredo Silva Estrada fraseos como estos:

1

Va libre de mí mismo y de sí mismo

“Y me ilumina y canta

                                 Diario sobrevivir holgura nuestra

Sobre el tropel de la ciudad ahogada en su inmundicia”

***

4

Respiración de la escritura

“Brechas en el insomnio desde ruinas de sueños

Hacia futuros horizontes en la memoria movediza”.

O cuando uno lo lee decir decir acerca de la poesía:

“…la palabra transmutada no es la metáfora inmóvil sino la acción transmutante del hacer poético en el tiempo, suscitando sus propios esplendores y desastres, provocando la acción mediante su fuerza, a la vez creadora y destructora”.

Y de un poeta:

“No se trataba para él de comenzar por querer ser poeta, concebir luego una teoría y un método y ser poeta después. El querer serlo era serlo ya, verdadera, activamente. La voluntad se confundía con la acción y ninguna posición teórica las precedía. La toma de conciencia en plena acción no es teoría ni especulación mental, sino vigilia, tensión, espera viva”. 


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