JOHNNY GAVLOVSKI, POR @CIPOYO

Por JOSÉ BALZA

Un secreto poderoso recorre la Ifigenia de Teresa de la Parra, algo que tal vez ni siquiera la misma autora concibió con claridad y que casi pasa desapercibido a sus lectores de los últimos cien años. Ese mismo eco sostiene la excelente pieza teatral, La casa, que Ramón Díaz Sánchez estrenó en 1945. Muy recientemente Krina Ber vuelve al tema a través de la niña protagonista de Nube de polvo. Y, ¿cómo no decirlo?, es el evidente y conmovedor hilo conductor de la narración Ana, recuerdos de la casa verde, que Johnny Gavlovski publicó en 1994.

Aunque parezca obvio, porque hasta lo hallamos en algunos de estos títulos, ese secreto es una casa, casa caraqueña o de sus proximidades, aparentemente natural en narraciones con personajes urbanos. Solo que tengo la impresión de que tales ámbitos no han sido motivo de detenimiento por parte de sus lectores.

¿Es aquella casa de la Caracas de comienzos del siglo XX, que recibe a una jovencísima María Eugenia Alonso cuando llega desde París, únicamente un nuevo hogar? Habría que atender a la ventana protectora (de virginidades, dignidad, tradiciones), al pasillo, la sala de la abuela y tía Clara; al cuarto con espejo de tres lunas de la chica y, sobre todo, a la cocina y al patio donde la independiente Gregoria ejerce su sacerdocio y su libertad. Entonces la casa comenzaría a sugerir o a revelarnos algunos de sus matices: sus tentáculos visibles o recónditos con el resto de la ciudad, con Mercedes Galindo, con el poder político, con la proximidad del dinero y el petróleo y, sobre todo, con el alma múltiple de María Eugenia Alonso.

En cuanto a la poliédrica venta de una casa, debatida por los personajes de Díaz Sánchez, ¿qué representan esas discusiones e indecisiones, cuál es el suelo real del inmueble, qué vínculos tiene con familias y pasado, cómo se asoma el futuro de la ciudad?

Algo de esto, con humor, picardía e inocencia, trasluce la nube de polvo que produce la demolición de otra casa. Y ya estamos en la actualidad, en la serena e implacable mirada de Krina Ber ante nuestra ciudad.

Johnny Gavlovski (Caracas, 1960) es experto en imágenes: parece haber recorrido los museos y galerías del mundo como habitante permanente. Se interesa tanto por los remotos trazos del milenario arte japonés como por sus “artistas” actuales; puede interpretar a Kahlo o a O’Keefe y a las huellas de diosas egipcias; recorre a Reverón con la misma pasión que a Munch o a Rothko.

Y en libros o en pacientes (¿no son lo mismo?) parece hurgar dentro de esos fugaces y obsesivos conglomerados psíquicos que revelan una personalidad, un conflicto, soluciones. Conglomerados que, como insistencias o relámpagos, también constituyen imágenes, visibles o no.

Todo lo cual nos remite al complejo sistema perceptivo y analítico de un profesional: Gavlovski es psicoanalista; desde hace décadas se dedica a la psicología clínica, lo cual indica su paso y su reflexión sobre intuiciones que deben derivar de Sófocles, Eurípides y Cervantes  y conducen a teorías y métodos de Freud y Jung, de Lacan, de Klein. Como si el universo de las percepciones e interpretaciones de lo psíquico hubiese acudido a él, y no a la inversa. Mucho de estas proximidades son el cordón que conduce su libro de ensayos Sublimaciones, Psicoanálisis y Arte (2018). A donde también acuden sus diferencias, adaptaciones y apreciaciones personales acerca de algunos de aquellos autores.

Se formó en dirección teatral en la Escuela Juana Sujo con  Herman Lejter; cursó dramaturgia con Juan Carlos Gené y Rodolfo Santana; estudió  escultura y dibujo; y análisis de materiales en la Escuela Federico Brandt, en Caracas.

Actualmente miembro del personal docente de la Universidad Metropolitana, imparte cursos sobre Historia del Arte, Fotografía. Es también editor y  director de teatro, guionista para televisión. Su carrera internacional ha recibido numerosos reconocimientos y su propio alumnado de la Universidad Metropolitana lo ha considerado recientemente como un maestro.

Poeta, prosista, también  recibe distinciones en estas disciplinas. Y desde la crisis de la pandemia —aunque, como vemos, según sus preferencias expresivas, ese destino lo esperaba siempre— creó e inició en julio del 2020, junto a Valerie Bouchara, la plataforma de educación virtual Cultura Mundis, de notable éxito. Allí se realizan “cursos sobre arte, música, psicología, cine, historia, literatura, política y otros temas              vinculados a la cultura”.

Como hemos dicho, escribe teatro, poesía, ficción, ensayo. Johnny Gavloski E. firma el libro Ana, recuerdos de la casa verde. En esta,  su narración central consta de once breves capítulos, los cuales combinan con libertad la prosa y frases muy breves. El narrador se funde en un  adulto actual y en el niño que va viviendo las experiencias (“Un niño venía a reclamarle al adulto en que se convirtió, la vida perdida de sus sueños”); una leve frontera los separa, quizá para aumentar la identificación del lector con ambos.

Esta ficción se sostiene en imágenes, expresión favorita del autor, como sabemos. De allí su rara precisión para los detalles (“me incorporé de la cama… abajo estaba el patio, el zaguán, todo lo que nos adhería a la tierra”) y la insistente ambigüedad con que son presentados los lugares (¿se nos habla desde la casa misma o estamos en otro lugar; las descripciones son hechas desde impresiones infantiles o el adulto las recoge, tiempo después?). Por lo tanto, puede ser que visitemos la casa verde en un fluido presente o que estemos semanas (años) después, en la “nueva vida” del narrador, en una calle de Haifa, mientras lo envuelve un olor a rosas, el olor a mujer de la abuela Ana— que está muriendo más allá del Mediterráneo. (“Tu cuerpo era apenas una excusa para justificar que permanecías con vida”). Y sea entonces cuando él se diga: “Es extraño estar hoy escribiendo sobre ti. Siempre pensé hacerlo sobre la Casa Verde, sobre lo vivido, pero sobre ti, Ana, nunca lo imaginé”.

Con él ingresamos a una casa que parece permanecer igual desde muchos años atrás, pero que podríamos estar recorriendo en la década de 1960. Esa es la Casa Verde, construcción de tres plantas situada en la zona de Dos Pilitas, próxima  al cuartel San Carlos, en La Pastora, de Caracas. Muy cerca hay una casa amarilla, habitada por dos señoras un tanto locas, y probablemente otras que constituyen la cuadra, las manzanas, las calles. Vemos una ciudad que se agita, con su tráfico, vecinos, pero fiel a la hora del bus y de la cotidianidad. “Yo entraba a la habitación de la planta baja, abría el gran ventanal y protegido por las rejas veía pasar a esos habitantes de La Pastora que más nunca existirán”.

En esa casa vive Ana, la abuela judía, venida setenta años atrás desde un paisaje con molino, llamado Jotín. El narrador, desde luego, es su nieto, que la ama con profundidad y la reconstruye en mucho de su pasado a la vez que la muestra, anciana y decaída. La figura de esta mujer compite con la imagen de la casa; por momentos son una sola y esto es determinante para la manera como el narrador fusiona ambas.

Asistiremos a la rutina hogareña, pero también a las festividades. Y entonces el vocabulario luce expresiones hebreas, para pequeños actos, comidas, referencias, designaciones familiares. De tal modo que los vocablos se tornan objetos, sabores, calidad de afectos. Y, sobre todo, pervivencia de tradiciones: enlaces con un pasado próximo, pero también milenario; oral pero asimismo escritural. (“La tradición es la tierra que sostiene y alimenta el alma de un pueblo. En ello y en su fe es que se explica cómo el judío se ha mantenido a pesar del exilio y las persecuciones. Incluso, a pesar de sí mismo”).

Desde luego que aparecen el abuelo y un protector hermanito mayor del chico. Pero de manera natural (y por eso sutilmente dominante) varias imágenes imantan con su poder la vida de esos niños. Una es la metamorfosis que adquiere lo externo para materializarse en vida interna: por ejemplo, el bus que va hacia Puerta de Caracas despierta en seguida la resonancia que pueden tener las puertas de la casa o, mejor dicho, los asomos —fascinantes y peligrosos— con que ellas anuncian la vida: lo distante, la ciudad, el futuro. “Yo soñaba… llegar a la puerta de mi ciudad. ¿Cómo sería? Bendita puerta invisible”.

En general, la narración adquiere visos de ingenua acumulación: es un niño quien nos conduce, es él quien atribuye significaciones a una habitación cerrada (inofensiva y con cosas oxidadas) para sugerir grandes misterios; pero es también quien responde por el más poderoso efecto emotivo del texto: el vínculo inmediato y humano con la abuela; el lazo con la ausencia; el paso irreparable de la muerte; la violenta e implacable ingestión que el tiempo impone a los lugares; la terrible sustitución de un inalcanzable Jotín por una casa o una calle de la Caracas única e íntima. El niño ha concebido que la casa “se habría desprendido y flotaba, ascendía sobre el firmamento en dirección a esa inmensa luna de plata” y descubierto que “no era verde, sino color luna” y, de manera desgarradora, que “simplemente era una casa más, una vieja casa verde bajo la medianoche caraqueña”.

Y el adulto —¿o el niño?— se confiesa: “Conozco este dolor. El alma se quiebra, dejando salir una capa nueva de sí. Duele. Lo llamo crecer. Crecer por dentro”.

¿Era solo una casa aquella que María Eugenia Alonso, la protagonista de Ifigenia, recorría en la ficción? ¿O la abuela y la chica rebelde también se han asomado a esta esquina de Dos Pilitas? ¿Presentían los personajes de Ramón Díaz Sánchez que en un futuro próximo la casa de su teatro también sería derrumbada para ser un inmenso hueco urbano? Dice Gavlovski: “La cuadra devastada, convertida en un inmenso cráter, sin vestigios de nada”. ¿No es esa nube de polvo lo que denuncia en la ficción de Krina Ber el punto en que el olvido amenaza a toda una tradición —de la ciudad, de la civilización?

El “momento eterno, fugaz” con que termina Ana, recuerdos de la casa verde, no solo continúa en sus lectores, sino que por alguna de las puertas de esta ciudad —reales o imaginarias, visibles o secretas— se puede hallar otra casa verde, o posible, que recomienza la historia de una muchacha o de un niño, salidos de la imaginación de Johnny Gavlovski o ajenos a él, pero pertenecientes a la extensión de su escritura.


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