Ana Teresa Torres | Roberto Mata©

Por DIAJANIDA HERNÁNDEZ Y VIOLETA ROJO

Un escenario del deterioro, en donde lo siniestro, lo absurdo y el control se vuelven parte de la cotidianidad. No hay lugar para el disenso; el pensamiento y las ideas diferentes son objeto de sospecha. Es el Reino de la Alegría y los personajes que lo habitan viven entre el miedo, el desconcierto y la carencia. Estamos ante un mundo distópico y atemorizante. La reciente novela de Ana Teresa Torres, Diorama, plantea una reflexión sobre los mecanismos y efectos de la opresión. El texto inaugura la Colección Narrativa Contemporánea de la editorial venezolana Monroy Editor. Conversamos con la autora sobre el origen del libro, la relación con la literatura misma, con su propia experiencia y de algunas ideas que se exponen a lo largo de la historia.

—La génesis de Diorama ¿tiene relación con los eventos que están sucediendo en Venezuela o en el mundo?

―Encuentro muy difícil escribir (y vivir) fuera de las circunstancias que nos rodean, no solo de lo más inmediato sino también del espíritu del tiempo que nos ha tocado. El siglo XX, en el que transcurrió la mayor parte de mi vida, fue el tiempo de las utopías y de los grandes relatos: la democracia, el socialismo, la paz de las naciones, los derechos humanos, el progreso tecnológico. En Venezuela, en particular, el período democrático (1958-1998) constituyó una gran promesa generacional.

En la década de los noventa todo empieza a cambiar: la gran utopía del socialismo real colapsa, se impone la democracia liberal en el mundo occidental, y al mismo tiempo comienza su crisis de representación; el progreso tecnológico alcanza un desarrollo inusitado, pero grandes masas se ven excluidas de los avances y beneficios de la sociedad de consumo y de la información; resurgen los movimientos populistas, la exacerbación de viejos males, como el racismo y la xenofobia, los nacionalismos, los neoautoritarismos, en fin, un conjunto de síntomas que muestran que en el siglo XXI las grandes utopías sociales han dejado de serlo para dar paso a las distopías. Ese es el mundo que percibo hoy y esa percepción me llevó sin duda a la ficción distópica que se desarrolla en Diorama. Se trata de una narración que no está situada en ninguna parte, aunque los personajes y algunas situaciones pueden remitirnos a Venezuela; en todo caso no pretende ser una crónica sino una indagación acerca del poder de manipulación política para crear falsas realidades: utopías que esconden distopías.

—En Diorama hay influencias literarias de escritores conocidos y de otros poco conocidos, también del cine. ¿Cómo influenciaron esos escritores y esas películas a Diorama?

―Comenzando el siglo XXI, que coincide con la instalación en Venezuela de un régimen de difícil caracterización, pero que por entonces proclamaba la “revolución bolivariana”, se asomaron signos de afinidad con los regímenes comunistas del pasado y del presente. Esta percepción me inclinó a buscar respuestas en los escritores de Europa del Este y por supuesto de la Unión Soviética. De alguna manera, mis lecturas y aficiones cinematográficas se inclinaron hacia esos autores y entré en un mundo extraordinario de creadores que, desde Occidente, no eran tan conocidos. Fue como una revelación, no solo por lo que escribían sino por descubrir tardíamente un mundo cultural extraordinario. Muchos de esos libros se podían entonces conseguir en las librerías de Caracas y durante algunos años me dediqué casi exclusivamente a esas lecturas.

En Diorama inserto citas de algunos de los que me resultaron más importantes: el húngaro Lázsló Krasznahorkai, el checo Bohumil Hrabal, el ruso Vasili Grossman, el albano Ismaíl Kadaré, pero también resuenan en el texto Danilo Kiss, Varlam Shalámov, Ivan Klíma, Adam Zagajewski, Andrzej Stasiuk, Ivo Andric. Quizá sea el húngaro Bela Tarr el director que más me ha impresionado. Puede verse en estas producciones lo que vivieron y pensaron, y cómo eran los escenarios en que se desarrollaban estas sociedades; eso me permitía trazar semejanzas y diferencias con la situación de los intelectuales venezolanos. Estas exploraciones me llevaron más lejos y de ese modo hice con la poeta Yolanda Pantin seis viajes al mundo poscomunista, recogidos en Viaje al poscomunismo (2020).

—Citas a Carson en el libro, ¿podrías ahondar en esa gran paradoja de escribir con placer sobre algo trágico?

―La cita de Anne Carson se produjo al azar. Cuando obtuvo el premio Princesa de Asturias de las Letras leí Nox, que me impresionó mucho. Es una indagación poética y documental sobre su hermano desaparecido y prematuramente fallecido, en la que expresa una paradoja: “Escribir con placer sobre algo trágico”. Pensé que, salvando las insalvables distancias con la poeta, yo me encontraba en una situación parecida. Creaba situaciones trágicas y dolorosas y al mismo tiempo experimentaba el placer que supone la escritura.

—En el libro se asoma uno de los mecanismos de la opresión: ofrecer un para siempre, un lugar inmortal y eterno pero que también implica una espera infinita, es decir, nunca llega. Eso va unido a la idea de lo normal, de lo normalizado ¿Podrías ahondar en ese mecanismo?

―El mecanismo utópico es mantener la permanente esperanza a cambio de la obediencia. Aquellos que no creen en esa felicidad imposible son castigados, esa es la más importante desobediencia, no creer en la promesa que ofrecen los que tienen el poder. Parte de esa política, si es que puede llamarse así, es normalizar lo que ocurre, banalizar el deterioro, la escasez, darle nombres que lo dignifican (“período especial”, se llamó en Cuba la carencia generalizada que se desarrolló a partir de la pérdida de ayuda de la URSS).

La oferta de la utopía es una característica común a los regímenes autoritarios y totalitarios, y por supuesto es un lugar y un tiempo que nunca llegan. En esa espera indefinida se encuentra el secreto y el engaño. Ismaíl Kadaré muestra esto en su novela La pirámide. La construcción de una gran pirámide será la meta de la máxima felicidad. Me inspiró la idea de la construcción de dioramas para mostrar una armonía y bienestar inexistente que oculta la miseria de la vida real.

—Diorama también pone sobre la mesa la idea del final, «al final, que todavía no es del todo el final». ¿Allí hay una invitación a repensar ese concepto?

―Creo que la noción de un final impreciso, impredecible, tiene que ver con el principio de incertidumbre que se ha instalado en el mundo. Es paradójico porque, al mismo tiempo que el conocimiento científico es capaz de cada vez mayores predicciones, la realidad del individuo común es cada vez más imprevisible.

—Ha escrito novelas históricas, criminales, psicológicas, ¿qué relación tiene Diorama con el resto de su narrativa, y en especial con Nocturama?  

―Me parece que Diorama pertenece al universo narrativo que se describe en la pregunta, es decir, forma parte de la historia, de lo que ocurre, se cometen crímenes y los personajes hablan y actúan desde sus mundos interiores. Pero pensando en el lugar que ocupa la novela dentro de mi narrativa, la veo como una consecuencia de lo que mencioné anteriormente: el espíritu del tiempo. A fines de los años noventa publiqué Vagas desapariciones (1995) y Los últimos espectadores del acorazado Potemkin (1999); son relatos de la decepción y del final de las utopías. Luego vinieron El corazón del otro (2005) y La fascinación de la víctima (2008), en género policial, que como es frecuente muestra las oscuridades de la sociedad. La Caracas de esas novelas es ya francamente la ciudad del deterioro y el abandono. Y, por último, La escribana del viento (2013), novela histórica que pudiera parecer descontextualizada, pero para mí fue la oportunidad de hacer la crónica del poder despótico y la violencia contra los ciudadanos en la lejana Venezuela del siglo XVII que remite alegóricamente a la contemporánea.

En cuanto a Diorama el origen podría situarlo en 1999, en un artículo publicado en el desaparecido semanario Verbigracia, “El reino de la alegría”, que es ahora el título de uno de los capítulos de la novela. En aquel artículo, más bien un ejercicio de ficción breve, quería expresar lo que percibía entonces como una avalancha comunicacional que promocionaba la eterna felicidad y bienestar que se auguraba para el país, y que me parecía una fachada que ocultaba lo contrario. Posteriormente, comencé la escritura de Nocturama (2006), que hace un juego de espejos con Diorama; aunque son dos novelas independientes que no guardan una secuencia narrativa pero, sin duda, obedecen a un mismo imaginario.

En el caso de la primera, el título hace alusión a los escenarios replicados del mundo nocturno (animales, especies, paisajes) y los episodios de la novela transcurren en la oscuridad, a veces literalmente, otras metafóricamente en la imposibilidad de comprender las situaciones, empezando por el protagonista, que no sabe quién es ni de dónde proviene ni adónde se dirige. Cuando la escribí me parecía que un proceso devastador ocurría en la oscuridad, y era difícil o imposible percibirlo a la luz del día, de las circunstancias visibles. Ahora, en Diorama, la situación es a la inversa, todo está a la luz; tan a la luz que se presenta un mundo replicado de felicidad artificial para ocultar la oscuridad que subyace en la infelicidad de las personas.


*Diorama. Ana Teresa Torres. Monroy Editor. Caracas, 2021.


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