Antonio Pasquali en 2017 / Archivo

Por PAOLA PASQUALI 

«Serán cinco mil caracteres con espacios», me dijo Tulio Hernández para indicarme la longitud que debía tener mi aportación. Me siento delante de mi ordenador y tengo las cenizas de mi papi en la habitación de al lado. Busco el espacio de silencio para escribir, tal y como hacía él, y encuentro que se me hace abrumador. Espacio es lo que sobra. Es la primera vez que escribo una pieza no científica que no pasará por su revisión. Era mi corrector más severo y cumplido. Me devolvía los textos casi el mismo día y no infrecuentemente, el número de observaciones eran tales que llegaba incluso a molestarme. Luego, entraba en razón y asumía mis errores y terminaba agradecida por sus aportes. Ambos quedábamos con la misma emoción a la espera de la publicación.

Me viene la imagen de una caja de rompecabezas de cinco mil piezas desperdigadas sobre la mesa. No sé por dónde empezar. Es un puzzle sin tan siquiera el borde recto que me ayude. Repentinamente, me encuentro que mi papi, hombre del futuro, se ha convertido en un instante en mi pasado. Un cambio de verbo que me coloca ante un abismo. Y con el verbo en pasado, el terror al olvido.

Veo a mi papi abriendo la puerta del apartamento donde vivíamos, y yo con mis escasos 6 o 7 años. Está recibiendo un paquete de libros de Francia, de su librero con quien conservaba contacto desde su época de estudiante de doctorado en la Sorbona. Son libros de filosofía. Mi trabajo oficial era sentarme con un libro por delante, cuchillo en mano, a separar las hojas impresas en grandes folios que incluían cuatro páginas y que muchas veces habían quedado sin separar al encuadernar. Las hojas quedaban rasgadas por los bordes y al pasar el dedo me encantaba sentir la irregularidad en el borde del papel. Al terminar aquella disección, él los colocaba cuidadosamente en la repisa de la biblioteca, feliz con su nuevo tesoro. Yo me limitaba a visitarlos de vez en cuando y caminaba con la cabeza inclinada leyendo los lomos: Aristóteles, Platón, Sócrates, Epicuro. Todos aquellos nombres se convertirían en parte de mi familia, una suerte de tíos lejanos que uno nunca llegó a conocer. Décadas después, cuando visité, con mi esposo Alí, el Partenón de Atenas, tuve que detenerme tan solo entrar y sentarme en una roca y llorar. En la noche le llamé y le pregunté porque me había sentido así. Me respondió: «Es que venimos de allí». Quizás más de lo que él imaginaba.

Era el senex, el Mago que disfrutó iluminando la vida de otros. Puso el mismo empeño escribiendo un ensayo de comunicación que preparando un platillo u organizando un viaje. Crecí en un hogar en donde el silencio era importante para trabajar, dormir una siesta o permitir que los pandoros navideños crecieran en paz. El silencio en mi casa tenía olor a mantequilla y azúcar.

Viajar era un antes, durante y después.  «Viajar sin prepararse es como viajar con la cabeza en un saco», decía; visitaba amigos, monumentos y restaurantes con igual entusiasmo. Las anécdotas de aquellas andanzas fueron parte de nuestros pousse café.

Aprendí a recitar como un mantra los nombres de los monumentos que se veían desde el comedor de nuestra morada temporal en Florencia en aquellos años 70 de la renovación universitaria: «Palazzo Vecchio, il campanile di Giotto, la cúpula del Brunelleschi». Se definía como hombre del Renacimiento. Con los años, cuando me visitaba en mi abarrotado apartamento no dejaba de decir: «Tengo una hija con horror vacui. ¿Como puede ser que yo, hombre del Renacimiento, haya tenido una hija del Barroco?». Le respondía: «¿Y por qué no? acaso el Barroco no fue posterior?».

El convivium fue siempre central en su vida. Viajaba para buscar ingredientes con que preparar sus comidas en casa y compartir con sus amigos o para rellenar sus chocolatines. Se autodenominaba «buitre de viajeros», porque no perdía oportunidad de pedir que le trajeran alguna exquisitez de tierras remotas. Orégano del mercado de San Juan en México, vainilla de Papantla, crema de pistacho de Bronte, queso Stilton de Londres. Los buenos oficios de mi gran amigo, el profesor Alireza Firooz, de Teherán, permitieron que tuviese en casa el que consideraba el mejor azafrán del mundo, el iraní. Ya debilitado y enfermo, pocos días antes de morir, nos preparó un inolvidable  risotto alla Milanesa.

Escuchó mucha música. Se dejaba transportar por el universo sonoro de Mahler que escuchaba en la radio, su medio favorito, con el mismo deleite con que escuchaba la versión de Sophisticated Lady, de Duke Ellington, interpretada por su nieta Leonor, llenándole de orgullo.  Poco antes de morir me dijo: «He tenido una buena vida».

En varias ocasiones me hizo referencia a la Escuela de Palo Alto y sus aportes a la problemática de la comunicación. Solía usar como ejemplo la incongruencia del pedirle al interlocutor «quiero que me ames». De modo que aprovechaba para provocarlo y le decía continuamente: «Papi, dime que  me amas. ¡Palo Alto dixit!», y él se reía.

Pocos días antes de morir, lo vi fijando la mirada, con sus bellos ojos verdes tristes, en unas petunias que me hizo sembrar en el jardín de casa. Le ronronee al oído y le dije, «Papi, dime que me amas», esperando sacarlo de su ensoñación. Se giró, me besó y me dijo: «Ámote».


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