ÁNGEL GUSTAVO INFANTE, CORTESÍA DEL AUTOR

Por ÁNGEL GUSTAVO INFANTE

1

A los cincuenta años quedé sin amigos. Los pocos que tuve se fueron borrando como las figuras en las fotos expuestas al sol. La verdad es que nunca me preocupé por las amistades, ni siquiera en la juventud, cuando salir a divertirse era una necesidad.

Algunos compañeros de estudio crecieron junto a mí como plantas parásitas. Me asfixiaban con sus tonterías, con sus cuitas y genialidades. Los evité hasta donde pude. Aprendí a cambiar de acera. Ejercicio que, por cierto, aún practico.

Cuando comenzó este siglo me localizaron por las redes sociales y me invitaron a un reencuentro. Quizá les inspiraba pena el pobre Ascanio, el raro, a quien habría que reinsertar en la sociedad. O acaso era la única pieza que les faltaba en el juego del antes y el después y habían apostado por mi grado de deterioro, ansiosos por saber si el tiempo se había encargado de cobrarme tantos desaires.

Asistí por simple curiosidad. Aquello era el planeta de los simios: los hombres de un lado y las mujeres de otro devoraban todo a su paso, bebían y repetían —o escuchaban con fingido interés— las trivialidades de siempre apoyados por la banda sonora de nuestra adolescencia. Una vez superados los interrogatorios decidí ponerme a tono. Despaché alrededor de ocho whiskies y, sin embargo, no pude lograrlo.

Me esfumé antes de medianoche tan lúcido como había llegado, graznando nevermore nevermore, como el cuervo de Poe.

La diversión pronto se convirtió en un deber de pareja que debí cumplir consciente de que no impediría el desamor o el olvido. Como de hecho ocurrió. Siempre evadí los paseos en grupo y los planes colectivos. Nunca sentí envidia por el alma de la fiesta ni la necesidad de rodearme de gente íntima y amable; es decir, no compartí la fantasía de los más allegados. Preferí la penumbra y la conversación serena junto a un buen vino, cuando aún tenía la sensibilidad para disfrutar el placer de la compañía y podía, a mi vez, brindarla.

Hubo ocasiones, pocas por fortuna, en las que me tocó sonreír para el retrato de familia. La última pose fue junto a gente de la oficina hace algunos años.

2

Ocurrió en el ministerio. Roberta me invitó y no pude negarme. Era una mujer divina, flotaba sobre las cosas y era el centro de todo. A su alrededor giraba el buen gusto. Solía combinar muy bien las amistades, como su ropa, según el estado de ánimo o los cambios climáticos. Seleccionaba su personal con el criterio de una curadora: las piezas de la colección mostraban belleza, sensibilidad, inteligencia o talento. Ella venía de trabajar en el Museo de Arte Contemporáneo Sofía Imber. Resistió hasta donde pudo después del desmantelamiento que, en el año 2006, comenzó  por eliminar el nombre de su creadora y arruinaba el museo a paso de vencedores con la anulación de programas y proyectos, los desvíos de partidas e, incluso, con el extravío de obras. Logró que la mandaran en comisión de servicio para cubrir los pocos años que le faltaban para la jubilación y ya tenía tiempo armando el grupo cuando la conocí en el departamento de recursos humanos.

En el Ministerio del Poder Popular para la Cultura se hablaba muy mal de la élite de  Roberta. Eso me interesó. En aquel desierto vertical,  las torres del Centro Simón Bolívar, imperaba el mal gusto. Los que no querían a Roberta eran los empleados de medio pelo: esa masa que conspira en el fondo sin atreverse a levantar la voz. Los obreros sólo vivían pendientes de dos cosas: una, de buscar el modo de evadir la asistencia a las marchas, y dos, de cobrar los bonos por la asistencia a las marchas. La clase dirigente o alta gerencia, como se autodenominaba esa suerte de micropoder plagado de viceministros, cuando podía distraerse de sus tareas que, invariablemente, consistían en la planificación de nuevas estrategias en programas socioculturales que, de una vez por todas, lograran incorporar al pueblo a la defensa de la revolución, coqueteaba con Roberta con la esperanza de ser convocada alguna vez para obtener el brillo que sus amplios recursos económicos no eran capaz de brindarle.

Roberta Albornoz tenía sesenta y cinco años y vivía sola. Cuando enviudó ya sus hijos se habían mudado del país. Primero se fue Pablo Andrés a Sidney y luego Alejandra a Panamá. Esta la acompañó durante los tres meses posteriores a la  muerte repentina de Pablo, el padre, y quiso quedarse a su lado para siempre. Roberta no estuvo de acuerdo y la convenció para que continuara su vida junto a su impaciente novio. Pablo Andrés, muy a su pesar, llegó dos días después de la cremación y se marchó apenas concluyó el novenario.

La viuda aprovechó para volver con las amistades. Ella siempre mostró esa tendencia: de joven se mantuvo rodeada de gente de todas las edades; pero después se lo impidió el equilibrio que debía mantener entre la casa, los hijos, el trabajo y el marido. Pablo era un viejo prematuro. Tenían la misma edad cuando se conocieron en la universidad. Se casaron una vez graduados y él envejeció de inmediato. Vivía en una nube de humo. Era un arquitecto introvertido a quien solo le importaban sus proyectos y sus cigarros. Cuando quiso salir de la nube se enteró de que tenía un enfisema pulmonar.

Un paro respiratorio lo mató.

Roberta lo amó durante los primeros quince años. Después se acostumbró a esa suerte de soledad compartida gracias a los hijos y a su profesión. Se había formado en El Diario de Caracas. Luego en El Nacional cubrió las fuentes de arte y espectáculos y terminó especializándose en el área cultural. Fue así como conoció a la señora Imber, quien había fundado el museo en agosto de 1973 y llevaba  más de veinte años al frente. Del periódico pasó al museo y del museo al ministerio. Y en el último paso murió el marido.

Cuando la conocí gran parte de su vida había pasado. Corría el año 2008. La troupe en la que invertía su presente tendría en promedio unos sesenta y tres años de edad y estaba conformada por seis mujeres y dos hombres. De ellas sólo dos tenían marido: Denisse y Aquilina. El resto vivía entre el acecho y la esperanza: Ana, Martica y Xiomara. Ellas siempre fueron más divertidas que ellos: el Licenciado Abilio, un portugués teórico de la educación a distancia, devoto de San Antonio de Padua y del poeta Fernando Pessoa, y Jorge, un antropólogo gay con ínfulas de sommelier.

Mi incorporación se celebró con un almuerzo en casa de Roberta. Fue un sábado de impecable mediodía en Santa Mónica. Dejé la avenida Teresa de la Parra, crucé en la Reynaldo Hahn y subí hasta la calle Gil Fortoul. Abril se mezclaba entre las acacias amarillas, las trinitarias multicolores flotaban sobre las paredes de los jardines y a lo largo de la calle las sombras de los árboles se recortaban con majestuosa precisión. El punto de referencia era un flamboyán cuya copa  semejaba un dulce incendio.

Por fortuna no fui el primero en llegar. Roberta, acompañada de Jorge, salió a recibirme y me indicó dónde estacionar. Era una mujer blanca, menuda, bien proporcionada, que sabía perfumarse. No parecía estar interesada en un hombre como yo, veinte años menor y un divorcio en su haber que lo devolvió a casa de sus padres a bordo de un carro viejo, el único bien que pudo salvar de la catástrofe. Quizá no tenía carencias afectivas o sexuales y se sentía plena, feliz. Al menos eso transmitía. Llevaba una camisa blanca arremangada, un jean nuevo y sandalias beige donde sobresalían  las uñas  rojas. Hasta entonces no tenía noticias de sus refrescamientos faciales, solo sabía lo que tenía enfrente: una piel bien cuidada, un rostro sin ojeras ni párpados caídos ni papada, una mujer atractiva.

Jorge dispuso mis dos botellas de vino en la cocina, estudió las etiquetas y no pudo disimular el mohín. Me sentí como un alumno aplazado.

—¿Es un mal vino, doctor? —le pregunté con ánimo de entrar en ambiente.

—En modo alguno, querido, solo que es una uva fuerte y necesitamos algo más ligero para acompañar la comida; pero no te preocupes: nuestra anfitriona debe tener algo adecuado —contestó sonriendo y mirándome la frente. Él siempre tuvo ese problema de enfoque: apuntaba a lo alto, nunca se centraba en la cara del interlocutor y negaba ligeramente con la suya mientras hablaba.

—¡Ay, Pedro Luis, no le hagas caso a Jorgito, él es medio maniático con los vinos! —dijo Roberta tomándome del brazo para mostrarme la casa. De la cocina nos devolvimos a la sala-comedor, de allí pasamos a la biblioteca donde, pese a mi interés, no me detuve para no demorar el rito; después me mostró la habitación amplia y austera que por muchos años compartió con su marido, seguida de dos puertas que guardaban antiguas pertenencias de sus hijos. El tour concluyó en la terraza donde había una tumbona de lona blanca, exclusiva para contemplar el Ávila cuya silueta se apreciaba al norte.

El licenciado Abilio llegó con Ana y Martica. Cuando lo vi en el porche, despeinado, junto a un arbusto de nim estremecido por el viento, pude advertir que sólo la sonrisa, especialmente dirigida a Martica, lo distinguía del viejo Pestana, un panadero de mi infancia en Maiquetía, de resto era idéntico: entradas prolongadas y cejas entrecanas contenidas por los anteojos de pasta, camisa manga corta a rayas y guarda camisa.

Al rato el grupo estuvo completo. Entendí que Aquilina, una morena larga como un suspiro, era la repostera; que Denisse no probaba el alcohol por su tendencia a la depresión; que las tetas de Xiomara eran naturales y que Jorge tenía razón: el cabernet sauvignon no armonizaba con el pescado. Hasta ese momento ignoraba el menú. Roberta sirvió un chardonnay para acompañar el lenguado y me pidió que en algún momento, cuando me sintiera cómodo, pronunciara algunas palabras. Aún me entusiasmaban los discursos, pero no me sentía en condición: apenas tenía en mi haber dos cervezas de bienvenida, un jerez de aperitivo y la copa a medias con la que acababa de brindar. De modo que luego de agradecer la invitación me dediqué a disfrutar la comida y a compartir los elogios a la cocinera.

El inolvidable tiramisú bajó perfecto con ron seco. Después de una larga sobremesa pasamos a la terraza, previamente acondicionada por Jorge para disfrutar el resto de la tarde. En el trayecto me quedé a la zaga para contemplar ciertas imágenes que me habían llamado la atención: en el salón, al lado de una litografía de Jacobo Borges, unos bocetos de Claudio Perna y en el rincón un retrato a lápiz de Pascual Navarro; luego, en la biblioteca, colgaban dos serigrafías: una prueba de artista de Cruz Diez y otra de una larga serie de Mercedes Pardo.

Entonces comencé a sentirme cómodo. De pronto, como en esos sueños en los que conocemos el origen de las cosas sin explicación previa, comprendí que el recuerdo y la imaginación ocupaban habitaciones contiguas, que podía pasar de una a otra libremente y que había un espacio entre ambas donde se borraban las fronteras. Y así, imperceptiblemente, al pasar del living a la biblioteca llegué a mis días de estudiante de arte y vi reflejado en los cristales los galpones de la escuela Cristóbal Rojas, los pasillos interminables de Parque Central y la magra figura del profesor Luis Guevara Moreno, cuya mirada, objetiva e intensa,  aprovechaba el deslizamiento de los lentes hasta la punta de la nariz para hurgar escéptica entre los caballetes.

En éxtasis llegué a la terraza y pedí la palabra. Roberta tenía rato en la tumbona con un Martini en la mano, trató de incorporarse y quedó como Francisco de Miranda en la célebre versión de Michelena. Hice una performance sobre la amistad. No podía aguarles la fiesta, era incapaz de sopesar la importancia de esta ilusión en la tercera edad. Alguno de ellos podría más bien darme una lección sobre la materia. Además, la reunión tenía su encanto, la gente era grata: la piel de las mujeres portaba recuerdos de belleza y en sus frases asomaban, en código sensual, señales de inteligencia; el contraste entre los hombres era divertido: la acidez de Jorge lograba desequilibrar a ratos la mesura de Abilio. En otras palabras, no había espacio para la amargura, no había razones. Y yo aún no había perdido la capacidad de reconocerlo.

Entonces conté la anécdota del planeta de los simios y la audiencia se relajó. Después me refugié en un par de historias leídas, saqué mi mejor sonrisa y me detuve en todos y en cada uno de los asistentes hasta que mi mirada se extravió en la hendidura abierta entre las copas de Xiomara. A partir de ahí comencé a titubear y cerré descolocado y agradecido. Jorge se acercó de inmediato.

—Me gustó tu discurso, Ascanio —dijo bajando la mirada hasta mi entrecejo. Chocó mi copa y agregó: —Y me encanta tener otro miembro en el grupo; pero no te fíes, recuerda las palabras de Antístenes: “Hay que prestar atención a nuestros amigos, porque son los primeros en descubrir nuestras debilidades”. Luego me hizo un guiño y fue a la cocina.

De pronto el licenciado Abilio se paró, se quitó los lentes y con los ojos cerrados recitó:

Vivemos nas encostas do abandono

Sem verdade, sem dúvida nem dono

Boa é a vida mas melhor é o vinho

O amor é bom, mas melhor o sono

(Vivimos en las laderas del abandono

Sin verdad, sin duda ni dueño

Buena es la vida, pero mejor es el vino

El amor es bueno, pero es mejor el sueño)

—¡Saúdi!

Martica suspiró. Denisse fue por hielo. Roberta buscó una pieza de Bebo Valdés en el ipod y me hizo un gesto con la cabeza.

—Los hombres duros no bailan —le dije.

Ella igual me tendió la mano, se rió y contestó:

—Eso lo leí en alguna parte.

La tomé por la cintura y me siguió hasta donde pudo. Bajé el ritmo y le dije al oído:

—Tienes unos grabados interesantes. Se soltó, dio media vuelta tratando de imitar a una rumbera y me dijo:

—Más tarde te muestro otras cosas.

Antes hubiese tomado esas palabras como una insinuación; pero al entrar a aquella casa en Santa Mónica había accedido a un lugar especial y a otro tiempo, donde las cosas no eran ni directas ni inmediatas, poseían ciertos matices que exigían la superación de mis limitaciones. Conocer a Roberta era imaginar otra edad —o recordarla—, era proyectarse en un espacio desconocido —donde me encuentro ahora— y eso me animó a contarle una parte de mi vida. A estas alturas ella ya me había hablado de la suya y pensó que, pese a nuestras diferencias, quizá tendríamos amigos comunes, lejos de saber mi opinión al respecto.

Pensaba entonces que las amistades compartidas acaso servían para romper el hielo y ahuyentar la desconfianza inicial y que no había peor manera de conocerse sino a través de ellas, quienes podrían tener una visión distorsionada de nosotros. En el mejor de los casos hacían un marco de referencia para, al hablar de ellas, hablar de nosotros indirectamente o, simplemente, las usábamos para no aburrirnos.

Sin embargo, le seguí el juego a Roberta porque a una mujer  que en una bella tarde de sábado va por el tercer Martini no se le niega nada.

Elegí un caso lo más remoto posible a ver si teníamos suerte:

—En 1983 salía con Patty. Ella era hija de una profesora de la Escuela de Artes de la Central que tenía muchos amigos famosos. Yo tenía 20 años y Patty un poco menos. Ella vivía en Chuao con su mamá y siempre me invitaba a su casa para que conociera a la pléyade, como decía ella que decía Nelly, su mamá. Y estaba en lo cierto: ahí se reunía lo mejor del teatro venezolano. Era la segunda casa de Cabrujas y de  Chocrón. Qué tal.

—¡José Ignacio, Isaac, claro, eran amigos míos! Los conocí gracias a Sofía.

—Pero no míos, yo no los conocí, los vi de lejos. Con quien hablé cuando por fin pude ir a aquella casa fue con Rafael Briceño: un tipazo de lo más sencillo el gran actor, brindamos con cubalibre en la cocina.

—A él también lo conocí. Sí, era un hombre encantador, sin duda; pero a uno le parecía estar hablando con el general Gómez cuando se lo encontraba, por el personaje…

—Sí, bueno, a mí me emocionó tanto que no me acordé de El Benemérito. La mamá de Patty le tenía un cariño muy especial.

—Y la mamá de tu novia, la profesora, ¿cómo me dijiste que se llamaba?

—Nelly.

—¿Y el apellido?

—Barbieri, así como Gato Barbieri, el saxofonista.

—¿Quééé, Nelly Barbieri? ¡No puede ser! Yo la adoro. Qué maravilla, mi querida Nelly. Tengo tiempísimo sin verla. Antes solíamos visitar los museos y al final terminábamos en la barra del Tarzilandia donde preparaban los mejores Martini de Caracas. ¿Ves? Ya aparecieron las primeras. Qué me iba a imaginar que Patty era la hija menor de Nelly. Creo que Patty, Patricia, tiene la misma edad de mi hija Alejandra.

—A lo mejor —dije tomando mi copa— con las mujeres nunca se sabe. En aquella época tenía 18, yo le llevaba 2. Ahora tengo 45 y ella quizá no supere los 30. Concluí. Y entre risas brindamos a la salud de las Barbieri.

Entonces Roberta me dijo:

—La vida debía ser esto: reír y brindar, ¿no te parece Pedro Luis? Pero nada, hay tanta gente aburrida…

Y me dio pie para el segundo caso remoto, cuando Néstor, un compañero de clases, me llevó a una fiesta en la casa de su amigo Kako, en la avenida Los Mangos de La Florida:

—De esa rumba salí como entré: sin conocer a nadie; pero, eso sí, más allá del bien y del mal, por la liga de todo lo que bebí. Al día siguiente tenía una imagen que aún conservo nítida en la memoria: la de Alirio Palacios con una copa de vino blanco que le duró toda la noche. En un momento, Kako, que era fotógrafo, nos lo presentó y no superamos el saludo de rigor. Yo tuve un ataque de timidez, me quedé de una pieza: coño, Roberta, mírame, era Alirio Palacios, nada más y nada menos. Eso fue todo.

—El gran Alirio. Es muy reservado. Y, aunque no lo parezca, tan tímido como tú. Hace un par de años tuve la fortuna de tomarme un café con él en la galería Freites, donde preparaba una exposición.

Entonces Martica hizo sonar su copa y nos pidió que posáramos para la foto, no con la idea de inmortalizar el momento, sino más bien para estrenar la cámara del celular que el licenciado Abilio le había regalado.

3

Cuando Roberta tomó la decisión, ambos entendimos que ya no nos volveríamos a ver. Poco tiempo después de aquel almuerzo un sentimiento desconocido nos tomó por sorpresa  y se instaló entre nosotros en un punto lejano al deseo, la fantasía o la costumbre. Fue una suerte de amor ágape que nos condujo a un estado de gracia donde pudimos vivir la “satisfacción desinteresada” que, según los filósofos, sólo la belleza puede brindar. Éramos inseparables. A tal punto que hoy puedo sostener, parafraseando a Borges, que mi tiempo era medido por la necesidad de estar con ella. Junto a ella. A su lado. Ni arriba ni abajo ni detrás. A su lado simplemente, celebrando la dicha de sentirla viva, respirando a mi alrededor.

No intenté persuadirla. Roberta no improvisaría en un aspecto tan delicado y trascendental (su destino ahora en manos de sus hijos) y tratar de convencerla era una empresa destinada al fracaso. Acepté la decisión en silencio imaginando un cuadro ajeno, una tela que se iría pintando a quince mil kilómetros de aquí, en el extraño clima de Oceanía y sus noches pobladas de preguntas.

Desde ese momento no nos separamos hasta el día del viaje: entre ambos escogimos la inmobiliaria para vender la casa, seleccionamos los muebles y otros artefactos y despachamos los cachivaches.

Ana y Denisse la ayudaron a colocar los grabados y dibujos en el mercado del arte. Jorge se encargó de la  venta de garaje y diseñó un bazar atractivo por donde desfiló media Caracas.

Durante seis fines de semana su casa se convirtió en el punto de encuentro. Como en una elegía rural todos llegaban sin anunciarse,  con algo bajo el brazo: un postre,  pan o algunas botellas, como para irse haciendo a la idea de la ausencia de Roberta o, por lo menos, para ir ensayando la despedida.

Todos sabíamos, aunque nadie se atreviera a comentarlo, que una vez sin su presencia el grupo se disolvería.

A mí eso me tenía sin cuidado, la verdad. Aquellas veladas acaso fueron trámites donde forcé varias sonrisas, estaba consciente de que esta vez el fin no justificaría los medios; pero mi lugar era ese y no otro: en esa mujer que borraba con un gesto los límites entre la imaginación y el recuerdo.

El día que recibió el oficio de la jubilación la invité a unas cervezas en la avenida Baralt. Entramos a un cuchitril chino atestado de funcionarios del Saime, para comprobar lo que decía todo el mundo: sin duda allí despachaban las cervezas más frías de El Silencio y sus alrededores. Después nos sentamos en un banco de la plaza Miranda y vimos  tres niños trepados a un contenedor de basura comiendo algo parecido a un pasticho oscuro.

Entonces Roberta pudo llorar.

Esa noche hablamos hasta tarde y luego, por primera vez, dormimos juntos. Uno al lado del otro. Ni arriba ni abajo ni adelante ni atrás: al lado. Me acomodé donde las distintas sábanas habían borrado el lugar del marido y permanecí inmóvil para tratar de detener el tiempo.

Así dormimos varias noches, hasta el final.

Cuando entregó la casa, sentados en la acera de enfrente compartimos un chocolate oscuro. La calle estaba tapizada de acacias rojas. Ella me señaló la casa vecina y me dijo:

—Ahí vivió Wolfgang Larrazábal, el presidente.

Era una quinta amplia con rasgos de abandono. Detrás de una breve selva donde alguna vez hubo un jardín, se veían las paredes tapizadas de musgo. Al fondo una ventana oscura, tipo macuto, y nada más.

—Ahora fíjate bien, ¿ves la ventanita? No dejes de mirar.

Entonces por unos segundos me pareció ver el rostro espectral de una anciana, con el pelo recogido por un pañuelo blanco.

—¿La viste?, ¿ahora me comprendes? Por eso me voy. No quiero quedar atrapada como ella.


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