Alirio Rodríguez no vivió para llegar a ser un transitorio recuerdo. Más bien, vivió para dejar el permanente testimonio de un compromiso humano y artístico. No fue uno de los que recorren el tiempo de una manera lineal y horizontal, porque su mirada siempre estuvo hacia arriba y desde arriba sin dejar de ver hacia adentro y abajo. A partir de su cosmos visualizaba el drama del globo terráqueo pero insistiendo en su propia interioridad. Así como Hofmannsthal estaba convencido de que en la superficie se esconde la profundidad, Alirio Rodríguez pensaba que lo profundo se sedimenta en el inconsciente humano y que este solo puede ser descubierto cuando se ve hacia el cosmos y cuando se ve desde el cosmos. En el marco de esta perspectiva centró su angustia existencial en el registro simbólico de dos aspectos. Por una parte, la denuncia visual del malestar humano asociado a los excesos de la sociedad contemporánea enceguecida y desbordada, así como a los acosos de una tecnología alienadora y delirante. Por la otra, la proposición verbal de un nuevo humanismo de carácter espiritual e integral en tanto que, inspirado en Jacques Maritain, debía pretender la realización de todo el hombre y de todos los hombres. Hablamos de “denuncia visual” y de “propuesta verbal” porque Alirio Rodríguez siempre se apoyó en las alas que le proporcionaban la pintura y la escritura. Él pintaba lo que no podía decir con la palabra y escribía lo que no podía ilustrar con las imágenes. La “nueva figuración” le servía de fundamento para desplegar la expresión desgarradora y sugerente de un ser humano empujado a la ausencia de sí mismo y con ciertos atisbos de destrucción. Los gestos de horror y miedo, en su caso, gritan y se desplazan con una aceleración que incentiva los ecos que los espacios siderales proporcionan. Generalmente, algunos de sus entes flotan, otros están suspendidos y orbitan, también encontramos los que alternan efectos de rotación y traslación con pronunciados destellos de vehemente proyección. Estos personajes no se deslastran de los cauces producidos por los arrebatos emocionales, ni de los contenidos filosóficos y los soplos espirituales. En síntesis, son seres finitos desafiados por un espacio infinito que reclaman esfuerzos sin eliminar renovadas esperanzas. También ellos asumen la conciencia dramática de sus realidades pero entienden que deben luchar porque es imposible permanecer ahí. Así surge una disposición de renacimiento, de reinicio, de resurrección. La idea de “nueva humanidad” que Alirio Rodríguez defendió anhelaba la paz como superación del poder y la justicia como proscripción de la fuerza.

La muerte de Alirio Rodríguez reivindica y redimensiona la sustancia de ese legado. Sin duda la vigencia de su obra así como la plenitud de su pensamiento se robustecen en el marco de su ausencia física e, incluso, se acrecientan por el marco de la realidad sociopolítica pisoteada por una poderosa soberbia primitiva. Sin duda, esta circunstancia atormentaba su alma y sacudía su espíritu, sin embargo, nunca procesó la tentación de las posiciones panfletarias propias de los efectismos ideologizados. Supo manejar los grados de su indignación con la dignidad, consistencia y coherencia propias de un temperamento imperturbable. Además, su inteligencia siempre lo conducía hacia pensamientos propositivos que no se aislaban de un acento optimista. Con Roland Barthes, pensaba que el cristianismo debía sobrepasar la cruz, razón por la cual se resistía a la resignación y apostaba a alternativas deseables. Al final estaba consciente de que no podía hacer obras de gran formato, pero eso no limitaba el ejercicio de una insistente e íntima producción dibujística que mantuvo la potencia de su expresividad estética. Igualmente insistió hasta el último momento en la divulgación de su pensamiento, y prueba de ello fue la publicación de su libro Alirio Rodríguez. De su pintura y su letra, editado en España hace algo más de un escaso año. Además de su célebre Carta a nadie, en este tomo se compilan sus conferencias y ponencias, así como sus artículos y reflexiones con los cuales comparte sus aportes y reitera sus planteamientos esperanzadores. Oportuno es, en este sentido, recordar la idea de Karl Jaspers según la cual el hombre es, al mismo tiempo, impotente y poderoso. Es impotente ante la naturaleza y poderoso respecto a sí mismo. Esta idea, que permanentemente lo acompañó, es quizá el mejor tributo que podemos dispensarle a su memoria. Pero la devoción de los recuerdos y de los tributos solo tiene validez si la complementamos con el empeño de aceptar ese legado que nos entregó para proseguir en una incansable lucha que le devuelva la paz, la justicia y la democracia al país. Nuestro querido amigo defendió con denodada pasión y con profunda convicción ese compromiso. Ahora solo nos queda prometerle a su memoria que compartiremos y divulgaremos su testimonio sin olvidar jamás el cósmico umbral de la esperanza.


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