Alfredo Chacón / Alexis Pérez-Luna©

Por JOSÉ PULIDO

Se puede entender perfectamente la existencia como poeta de Alfredo Chacón, leyendo cualquiera de sus poemas. Es evidente. Él va dejando en su mapa discursivo una señal para que no se extravíe jamás el lector. Para que el lector suministre a su alma la posibilidad de intuir ese universo, en cuyas dimensiones se mueve la meditación de un hombre que ha visto la maravilla y ha querido compartirla. Como en este poema:

La voz de un poeta

se escucha en la espesura

de todos los poemas

y se llama dicción.

La prueba de la existencia de un poeta

se encuentra

en la invención que hace su voz

de la palabra.

Como la voz de un poeta

no se puede escuchar

sino en una palabra

inventada por el silencio de esa voz,

tengo la prueba

de la existencia de un poeta

de la invención que él y yo hacemos

del poema

en la espesura de su voz.

Alfredo Chacón siempre ha estado preparado para responder a cualquier interrogante. Es un hombre serio. Lo que llamaba seriedad Soren Kierkegaard, quien se conformaba con ser “simplemente un poeta, un mero cantor de lo verdadero”. El hombre que es superior a sí mismo, como diría Platón.

En 1975 ya se había consolidado como un poeta apegado a la sinceridad, completamente dispuesto a decir lo que creía y sentía. Nunca fue de palabra superficial o vana. En la revista Poesía, respondiendo a una encuesta nacional, expresó lo siguiente:

“En nuestras relaciones secretas —las únicas que hemos mantenido por más de seis años— la poesía y yo nos atenemos a una especie de pacto: no damos ni pedimos nada menos de lo que a ambos se nos ha metido en la cabeza que es lo más que podemos y debemos esperar el uno del otro. De allí esta consecuencia tan dispareja: ella sigue gozando de la misma bonanza de siempre, exaltada a más y mejor por los más admirables talentos, mientras que yo no he hecho nada por demostrar (me) que sigo en el control de la situación. Y como en todo este tiempo he tenido que forjar una respuesta para cuando se me pregunta por mi trabajo poético o alguien recuerda que, antes, además de antropólogo yo era poeta, hoy quisiera aprovechar ese pequeño esfuerzo ya cumplido.

Pasa que después de Saloma y Materia Bruta no he podido escribir lo que quiero y que lo que pudiera escribir, no me interesa. Y si esto pasa, es en realidad porque me han pasado otras cosas, de las cuales evoco sólo una. Es que en cierto momento me descubrí sentado en las rodillas de la poesía, y la encontré horrible; es decir, sentí que la poesía (no el concepto que se escribe con P grande, sino aquella con la que me topaba en mi camino) había llegado a ser, desde hace tiempo y en mil maneras aparentemente diferentes, sin que hasta entonces me hubiese dado cuenta de verdad y sin que lo que yo había escrito escapara enteramente del desastre, un deleznable parapeto de musicalidades embalsamadas y espavientos necios, una ilustre maniobra para uso de almas sensibles en el mismo acomodo de todo el mundo a la porquería ambiente, o estructura o proceso”.

En aquella ocasión, ante la pregunta: ¿cuáles son los libros de poesía venezolana que más han gravitado sobre su propio trabajo? Alfredo respondió:

“Sólo puedo saber que hubo algunos libros de poesía que, como le pasa a todo el mundo, gravitaron sobre mi nacimiento como poeta, o más realistamente, sobre mi opción por la poesía en el intento de hacerla. Algunos de esos libros son venezolanos: Poemas de Ida Gramcko, De la Casa Arraigada de Alfredo Silva Estrada y Los espacios cálidos de Vicente Gerbasi. Debo agregar que en ese entonces yo había escrito ya unos cuantos poemas y conocía muy poco de la poesía venezolana, por no nombrar las otras”.

En una conversación que tuvimos hace tiempo respondió a unas interrogantes que sirven para complementar esta entrevista:

¿Alguien influyó en ti para que leyeras o para que escribieras?

—Más que eso, mis padres me criaron dejándome y ayudándome a ser la persona que siempre he sido: una persona que nunca se ha visto abandonada por las pasiones de la lectura y la escritura, y el afecto y la dignidad en el trato con los demás. Pero, claro, de esa crianza sin duda formó parte el respeto que mis padres tenían por las cosas que iban más allá de las presiones de cada día. Entre los contados materiales de los que mi madre se sirvió para enseñarme a leer y escribir, recuerdo un librillo de dibujos para colorear; y nunca he olvidado el primer libro que cayó en mis manos: Nuestro lindo país colombiano, un volumen para los escolares que mi padre recibió de sus amigos de Puerto Carreño.

—¿Cómo transcurrió la escritura de los poemas de tu primer libro, Saloma (1961)?

—La escritura de Saloma fue larga, entrecortada y difícil: una experiencia que yo no cambiaría por nada. Antes sólo había escrito cinco poemas que no hicieron parte de ningún libro aunque sí se publicaron, y nada menos que en Cruz del Sur, una revista que yo apreciaba mucho desde que tuve la fortuna de encontrarme con ella en la Biblioteca del Liceo Pedro Gual. Esos poemas los escribí desde la admiración que me produjo la gran exposición de Wifredo Lam que, por esos días, se celebraba en el Museo de Bellas Artes, y quise entregárselos a él en persona, pues varias veces llegué a verlo en la exposición, pero no me atreví.

Los poemas de Saloma los comencé el año siguiente, 1956, conmocionado por esa palabra, que encontré en mi lectura de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier y cuyo significado me reveló el sentido de lo que se estaba moviendo en mí, sin yo saberlo todavía. Saloma se llama el canto que los laboradores hacen para aunar y ritmar su esfuerzo común. Entonces caí en cuenta: ¡lo que en mí estaba tomando cuerpo era un canto para sustentar y ritmar el esfuerzo de ser!

Cuando ya había escrito los tres primeros poemas de la primera parte del libro, entré de lleno en el asunto, o eso creí yo: unos poemas que dieran el comienzo de todo lo que existe sin tomar como punto de partida ni asidero a nada ya existente. Pero lo que escribí durante los dos años siguientes no llegó al llegadero, se me transformó en una fallida arquitectura informe, en la que, además, pesaba una sensible influencia de las sonoridades de la poesía de mi entrañable Alfredo Silva Estrada: así me lo hicieron ver, en sendas cartas, Oswaldo Trejo, el primero de los amigos entrañables que gracias a él tuve en Caracas, y el propio Alfredo.

De todo eso salvé el fragmento que aparece en el libro como el cuarto de los Preludios, y continué con éstos hasta terminarlos justo antes de mi viaje de estudios de postgrado a París. A poco de llegar a esta ciudad y a esta anhelada experiencia de vida, la tentación de escribir mi Saloma se apoderó nuevamente de mí. Y a poco de regresar a Venezuela, dos años después, terminé al largo poema que le da título al libro.

—¿Qué le aportó a tu poesía la estadía en París?

—Mi estadía en París le aportó a mi poesía lo que le aportó a mi vida: los dos años sin par de una experiencia larga e intensamente anhelada. Quiero decir, el embrujo de la ciudad misma como la más espléndida escenografía urbana que existe; la continuidad de la amistad fraterna con algunos de los amigos a que me referí: Sonia Sanoja, Antonia Palacios, Alfredo Silva Estrada, Roberto Guevara y Esdras Parra, así como un mayor acercamiento a otros poetas y artistas venezolanos por entonces radicados en París, como Pedro Espinoza Troconis, Elizabeth Burgos y Manuel Espinoza. Y, por supuesto, la posibilidad, garantizada por mi condición de graduado generosamente becado por su Universidad, la Central, de disfrutar la riqueza literaria, artística y política de la Ciudad.

—¿Qué ha cambiado en tu búsqueda poética?

—Al principio, en Saloma, mi búsqueda del poema se sustentaba en una fuerte necesidad de alianza entre la contextura y el ritmo del poema; luego, me condujo al otro extremo: la búsqueda de la materialidad libre y expansiva de la palabra misma que consta en Entre afueras y centros; y a partir de allí me situó en la necesidad de conciliar contextura, ritmo y libertad verbal. Dentro de esta última secuencia, que va de Materia bruta en adelante, ha habido cambios que posiblemente no son más que la misma oscilación, aunque ahora menos desproporcionada, entre los mismos extremos del comienzo.

—¿Para qué sirve la poesía en estos tiempos de comunicaciones globalizadas, de tuits instantáneos?

—En estos tiempos de multiplicación y expansión planetaria de los recursos y usos mediáticos, la poesía sirve y no sirve para lo mismo que siempre ha servido y ha dejado de servir: sirve para hacer más humano y vitalmente más pleno nuestro contacto con nosotros mismos, con los demás, con lo demás y con el lenguaje que hablamos y nos habla; no sirve para el trato indigno, o sea perezoso, cobarde o canalla con uno mismo, con los demás, con lo demás y con el lenguaje, con el mundo.

El descubrimiento del poema

—¿Qué marcó en tu infancia el destino poético?

—El destino que se resume en esta petición de principio comenzó, siendo yo niño, con la repercusión que en mi crianza tuvo la calidad, al mismo tiempo amorosa y mundanal, del habla que en mi casa me anidaba y en el caserío a orillas del río Meta donde vivíamos, me abarcaba. Los primeros trazos de supuesta poesía con que tropecé, o no tuvieron nada que ver conmigo o yo no tuve nada que ver con ellos. El descubrimiento del poema y el apasionamiento por la poesía se me dan junto con el descubrimiento de las artes contemporáneas en la biblioteca del Liceo Pedro Gual en Valencia; con la simpatía que me despertaron, al verlas en la prensa, algunas figuras emergentes de las letras y las artes; y con el encuentro, a través de Oswaldo Trejo, de los amigos que estas preguntas invocan. Mis primeros poemas son de 1955 y fueron generosamente publicados en la revista caraqueña Cruz del Sur.

—Hay gente siempre definiendo lo que es poesía y hasta apropiándose de la poesía, aunque es tan inatrapable. ¿Tienes una idea que te defina lo que es poesía?

—Para mí, y ojalá que en mí, la poesía es un prodigio verbal que sólo se alcanza desde el máximo de exigencia hacia nuestra subjetividad, y el máximo de libertad frente a nuestro idioma.

—¿Qué duele más hoy en día? ¿Qué te conmueve más?

—Lo que más me duele hoy en día es la repercusión que está teniendo, en las condiciones y el sentimiento de la vida de nuestra gente, el proceso de trituración a que está siendo sometido el país.

Lo que más me conmueve es el temple vivaz y solidario que, a pesar de tantos pesares, mucha gente muestra en su trato con los demás y lo demás.


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