Alfredo Armas Alfonzo / Ricardo Armas©

Por VÍCTOR BRAVO

Clarines es, en la obra de Alfredo Armas Alfonso (1921-1990), el lugar del relato. Es el lugar de la infancia, del asombro, del  tejido genealógico que le da a toda su obra una profunda cohesión, acaso la columna vertebral y secreta de una novela, en el mismo momento en que crea un horizonte donde el relato irrumpe y progresa vacía la intensidad y la tensión de la brevedad.

El relato y el límite

Si bien la novela se orienta a la fundación de un mundo, o de un caos, si, en su impulso digresivo puede alcanzar, como lo intuyera Sui Pen, la estructura de un laberinto, el cuento se precipita en un arco tensado: su más íntima vocación no es la duración sino la instantaneidad de lo intenso, el brillo de la temporalidad donde al parecer se coloca la vida.

Si la novela funda mundos en el horizonte poroso de la memoria, y en una abundancia del decir que, a veces, en una de sus más espléndidas elaboraciones para alcanzar alguna forma del silencio —recordemos el deseo de Flaubert de escribir una novela sobre nada—, el cuento parece nutrirse del movimiento  de la repetición, para producir, en sus inflexiones, el asombro y el estremecimiento, el vértigo de lo inesperado, la experiencia de abismo. Y ese movimiento, como trazo de la intensidad, hace del cuento una piel de zapa: en el llamado minicuento parece revertirse la descripción dada por Valéry en el sentido de que el relato es la expansión de la frase; aquí el relato no quiere ir más allá de los límites de la frase.

Y junto a la repetición, que ha sido poco interrogada en el minicuento, es necesario interrogar la noción de límite. Si la novela, que navega por un mar de cientos de páginas; que exige, como diría Proust, de situaciones especiales, como la de una larga enfermedad, para garantizar la consecuencia y la fidelidad del lector; quiere la novela colocar el límite siempre más allá, tal como diría alguna vez Alejo Carpentier, en el sentido de que un novelista no concluye una novela sino que la abandona o la deja inconclusa. Por otro lado, en el horizonte de la brevedad del cuento,  por el imperativo del más absoluto de los límites, el de la vida, en nuestra vida, la de los efímeros, según la expresión de Lezama Lima, considerada como un minicuento, lo importante es el inesperado, sorprendente límite, que no terminaremos nunca de asumir y que nos coloca frente al abismo, en el que en el instante de alguna forma de estremecimiento obliga a mirarlo, y sabemos, desde Nietzsche, que si miramos mucho tiempo el abismo, éste se mira dentro de nosotros. El minicuento (y, en el otro extremo, la nouvelle) es un relato de límite, un relato en abismo, pues, más allá del punto conclusivo no hay sino una experiencia de vértigo o, para emplear una frase de Lukács, una experiencia de desamparo trascendental. Pero si las «sociedades encantadas», religiosas y míticas, intentan o intentaron conjurar ese abismo y ese desamparo con la «promesa de felicidad* de otra vida mis allá del abismo; si la razón optimista colocó allí la utopía o el destino histórico, imaginario quizás de la novela, la mirada escéptica de hoy, modelo quizás, entre otros, del minicuento, parece realizar su conjuro con la ironía, con el humor, con el genio de los juegos de lenguaje. Entre nosotros, tenemos la fortuna de contar con la sabia reflexión de Violeta Rojo, teórica y personaje  de un cuento a la vez breve e infinito

Armas Alfonzo y el minicuento

La narrativa de Armas Alfonzo es, entre otras muchas cosas, una sabia travesía hacia la brevedad.

De Los cielos de la muerte (1949) y La cresta del cangrejo (1951), primeros libros, a El osario de Dios (1969) y Los desiertos del Ángel (1990),  más de una docena de títulos, prodigios de la narración breve, su obra es un registro de recurrencias, a un espectro de temas, que hace concurrir multiplicidad y unidad. Quizás podría decirse que El osario de Dios cazuño de los momentos centrales de esa concurrencia. Julio Miranda, en un importante prólogo a este libro, ha hecho un primer inventario de los personajes, y ha advertido que más de trescientos desfilan por esas páginas; y podría decirse que la primera gravitación de éstos se desprende del nombre. Así Pacífico Tarache, el abuelo Ricardo Alfonzo, Mamachúa abuela, los padres Rafael Armas y Mercedes Alfonso, Máximo Cumache, Zenón Maracuto, Piquijuye, Comándame Uriepero, el sacristán Cielito lindo, el mirón mosquito, la prostituta Yilé; y Sixto (Julio Alfredo Sixto), dador principal del relato, llevan sus nombres como un cifrado destino: a veces esa cifra produce un efecto de humor; así, por ejemplo, en el brevísimo texto:

Engracia Magna Pastora Toribia Rafaela le pusieron a las horas de las aguas y no crecía, mamá lo atribuía a la carga de tamo nombre.

Sin duda que la narrativa de Armas Alfonzo recorre el amplio registro de las lógicas de la diferencia de la representación narrativa moderna: la paradoja y el absurdo, la irrupción de lo fantástico…, en una fiesta de la incongruencia que muchas veces se resuelve. Subrayémoslo, en el humorismo. Así, por ejemplo, Dolores Anato, que no paría sino ponía huevos; así la insólita lógica que hace secar el manantial, propiedad de juana Párica, a la muerte de ésta, o que deja ciega a Anaminta Birocha, quien, con una «espina de jabillo», «puyó el ojo» en el agua y quedó ciega.

Junto a este registro, la narrativa de Armas Alfonso convoca un espectro temático: el llamado de la sexualidad, la emergencia de la guerra que impone conductas y actitudes, y que establece claros nexos referenciales con una “época de la historia de Venezuela, a la vez que funda el horizonte universalista de ia limitación del hombre en el tropel de la guerra; y la mirada de la infancia, y la muerte, y el tránsito de cadáveres corno experiencia cotidiana; y todo en un ritmo de prosa que igual atraviesa resonancias onomatopéyicas, o juegos representacionales del vacío, fragmentos, estructuras elípticas, etc., que preparan al lector para lo que el relato finalmente otorga: la meticulosa reconstrucción del sentido”.

La narrativa de Armas Alfonzo se instala en el múltiple horizonte del imaginario popular: primero, en la certeza de un imaginario religioso, vivido como modo «natural» de entender el mundo; y, segundo, una imagen del mundo que vive el asombro y lo extraordinario como parte de lo cotidiano. En ese horizonte asistimos a inesperados precipitados del relato, muchas veces por derivación metonímica, como cuando dice: «(tenía) el corazón de patilla de la concha verde, que es la dulce»; o cuándo compara: «Los Teclos eran una gente despegada del suelo y parecían sostener el cielo como las cumbreras el techo de la techumbre»; o asistimos con frecuencia a una suerte de lógica de la catástrofe que hace pasar violentamente a los personajes de un estado a otro, produciéndose el efecto que a partir de la lógica del caos, y como reconocible inflexión microrrelato denominado contar en abismo: todo se precipita a un efecto de catástrofe.

Pero más allá del registro de la representación de la diferencia, ese horizonte propicia lo que podríamos llamar «el regreso a lo real», desde una situación permanente de asombros y hechos extraordinarios. Este «regreso» ya es posible de observar, por ejemplo, en el episodio del galo de Cheshire, en Alicia en el país de las maravillas (1897), de Lewis Carroll. Alicia, en un contexto de lógicas paradojales, se asombra no por éstas (que ya empieza a asumir como una suerte de «normalidad») sino por un hecho «normal», Así, ante la lenta desaparición del gato que deja flotando su sonrisa, Alicia dirá; «—¡Esto si que es bueno! —exclamó Alicia— ¡Una cosa es un gato sin sonrisa pero otra, muy distinta, una sonrisa sin gato! ¡Es lo más raro que he visto en mi vida!».

Muchos textos de Armas Alfonso realizan, mutatis mutandis, este recorrido, produciendo efectos humorísticos. De este modo, por ejemplo, trenzados por la enfermedad, Sotera la epiléptica le paría cada año un hijo a Norberto, comido por la lepra, y de ojos azules: «Todos los años sin faltarle uno solo, Sotera su mujer le paría un hijo entre la candela, porque era epiléptica, hasta que la llaga lo mató, pero Sotera siguió pariendo lo mismo y los muchachitos siguientes sacaban todos el ojo derecho azul». O la  asunción «normal» de la relación causal entre el hecho de que los hijos de Sotera «le salieran con seis dedos y la fertilidad de las mujeres de su familia».

La narrativa de Armas Alfonzo explora de manera festiva el espectro de alteridad del relato e inicia el regreso para redescubrir otros mundos en el seno de lo real, otras atmósferas de asombro; para mostrarse como testimonio de esa multiplicidad de lógicas que es la subjetividad de lo colectivo.

Si Clarines es el lugar del relato de Armas Alfonso, el relato es el lugar para el testimonio y la revelación de las fibras más íntimas de una cultura.


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