Dr. Lander, presidente del Metro, Alejandro Otero, Miguel Otero Silva, Héctor Poleo, Mercedes Pardo, Simón Alberto Consalvi en la inauguración del Abra Solar (Caracas, 1983) / Archivo

Por MARÍA ELENA RAMOS

Desde tiempos muy antiguos el hombre ha hecho uso de la fuerza de los vientos —la energía eólica— para desplazarse, y fue la vela de las embarcaciones su instrumento. También para moler cereales o para extraer agua, y aparecieron aquí y allá, sobre los campos, los molinos con sus aspas al vuelo y las bombas mecánicas. Pero hay aspas echadas a volar que no sirven para transportar embarcaciones, ni para extraer agua, moler cereales o para producir energía eléctrica: son las aspas de acero inoxidable de las esculturas cívicas de Alejandro Otero, como su Alo solar, Estructuro solar. Aguja solar, obras que nos muestran cómo el viento puede ser, también, energía alternativa para la creación poética.

Obras construidas para estar en la calle, en la plaza, en el espacio público abierto al aire libre, no podrían concebirse sin recibir el viento y sin tener contacto con el sol, en general con los elementos naturales, la lluvia, la neblina, los cambios atmosféricos. El viento no es siempre uniforme, tiene diferentes velocidades, cambiantes ritmos. Cada fragmento de estas obras tiene directa relación con esos ritmos. Cada fragmento tiene su molino de cuatro aspas. El ritmo del viento determinará que la obra sea cambiante, que su movimiento no sea nunca exactamente igual: a veces se mueve solo un molino; o varios; otras veces se mueve la obra toda, y es que sobre ella pueden actuar las leves brisas o los vientos rápidos; cambiantes o uniformes. Movimientos parciales o totales permitirán entender la obra, a la vez, como un todo: lo que está relacionado. Y como partes específicas: las que son independientes. En todo caso, la obra “sucede”, existe, cuando se mueve, o cuando la luz solar actúa sobre las aspas o actúa reflejándose en la estructura toda. Podemos ver entonces cómo también cambia el color de la escultura: el gris del acero inoxidable pasará a ser plomizo, rojizo, violáceo, azulado, según la luz que en las distintas horas del día caiga sobre esa parte de la superficie del molino que el viento ha querido poner “en contacto” con el sol. Este viento-sol actuará sobre la pieza y creará el movimiento-color, la vibración-luz. Pero hay más: el viento-ritmo, el movimiento-color, la vibración-luz irán conformando el espacio plástico, un espacio dinámico.

Pero este espacio plástico es fundamentalmente “espacio abstracto”: espacio que se abre al infinito y ya no se trata de convocar en él solo la energía o el ritmo del viento, sino la idea universal de energía, de ritmo, de movimiento, en su relación amplia con planetas o células; con los ciclos vitales de animales y plantas, o con el ciclo de las estaciones. Instancias todas ellas en las que, a la vez, todo cambia y todo permanece. “Cuando uno mira su escultura se da cuenta de todo el progreso y la tecnología de este mundo, de que todo se está volviendo más y más moderno y fuera de control; pero muestra también que algunas cosas se mantienen igual, como las estaciones”, escribió una visitante de la muestra de Otero en la última Bienal de Venecia.

Este espacio abstracto está construido por el viento, la luz, el ritmo, el movimiento, la vibración en tanto que conceptos liberados de una representación directa, de una alusión literal, pues, ni siquiera es posible medir, con estas hélices, la exacta velocidad de los vientos; ni el color que se refleja en sus superficies es el color exacto de la fuente lumínica en la que se nutre o de la atmósfera en ese determinado momento. Y ni siquiera el metal es liso para reflejar directamente la realidad-entorno: es metal cepillado para recibir tamizadas todas las transformaciones. Energía, viento, luz, ritmos son así transpuestos a un lenguaje paralelo: el lenguaje del arte.

Como los molinos de viento y como las utopías creadoras que han ido transformando al mundo, estas estructuras cívicas son materia resistente, sólida, pero a la vez de frágil y aérea apariencia. Algunas de ellas, paradas sobre uno de sus vértices, enfatizan el equilibrio precario. Otras, como Aguja solar, señalan directamente al espacio sideral, al aire, al cielo. Ese estar fijas en el suelo y ser, sin embargo, echadas al viento, es una oportuna metáfora de la relación del hombre con la realidad: él apropia y conoce esa realidad concreta, pero, además, la sueña transformadoramente. También la obra de arte, fija en el piso, vuela.


*Publicada originalmente en Carta Ecológica Número 18, Lagoven, marzo y junio de 1984, Caracas.


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