Ronna Rísquez | Daniel Hernández

Por NELSON RIVERA

La contribución de Ronna Rísquez

De tanto leer noticias que los señalan, hemos construido una conformidad: creemos saber qué es El Tren de Aragua. Repetimos: banda de violentos criminales, vinculada con altos mandos del régimen, que ha diseminado sus operaciones por varios países del continente. Quizá recordemos algún caso. O nos preguntemos si su recurrente protagonismo en los noticieros alienta prejuicios contra los migrantes venezolanos.

Ronna Rísquez ha publicado el que podría ser el más revelador documento sobre el estado de las cosas en Venezuela, producido desde el periodismo: El Tren de Aragua. La banda que revolucionó el crimen en América Latina. Entre sus virtudes, ésta: se concentra en los hechos. No se propone interpretar —en los términos en los que lo haría un sociólogo, un psicólogo social o un criminólogo—, ni ofrecer conclusiones sobre las posibles consecuencias de lo narrado. El suyo es un metódico y articulado reportaje, producido con una valentía excepcional, pesquisa de tres años, que cuenta de la banda, sus líderes y del funcionamiento en esa ciudadela que es el Centro Penitenciario de Aragua, comúnmente llamada cárcel de Tocorón.

Narra la genealogía, realidades y mitos que rodean a la marca —porque el Tren de Aragua es una marca—; la expansión por el territorio venezolano y, más adelante, hacia otros países; el portafolio de sus prácticas delictivas; describe el múltiple arsenal con que cuentan; logra entrever las claves de sus negocios (uno que desconocía es el de la extorsión asociada a los fichajes del beisbol profesional); muestra algunos de sus tentáculos y modos de operar; sus desplazamientos, expedientes y organiza información sobre las vidas de sus cabecillas. Narra un caso singular, el secuestro del periodista Anatoly Kurmanaev, radiografía de la trastienda donde el delincuente poderoso acuerda con el funcionario del régimen, también poderoso. Una cuestión para pensar, entre innumerables: las semejanzas y afinidades que se proyectan entre el jefazo del régimen y el jefazo de la banda criminal.

Pero quiero ir a la primera parte del libro, la que narra —cruzada por historias de amor y fantasías sexuales—, de lo que insisto en llamar la ciudadela de Tocorón. Repiten los titulares que la cárcel está bajo el control de los pranes. Sin embargo, este enunciado cojea. Porque, en realidad, lo que ocurre es que el lugar se ha constituido en una fortificación, donde el Estado venezolano ha sido sometido y puesto al servicio de los delincuentes que viven allí. En concreto, de la cúpula de las bandas.

Hay que pensar, si la intuición que me dice que Tocorón es un remedo, en su escala, del autoritarismo político feroz, es válida o no. Hay que preguntarse si ese modelo jerárquico, estratificado, de obediencia irremediable, donde los errores se pagan con ejecuciones sumarias; si ese mundo de hombres armados (esencial y extendidamente paramilitar), de lealtades perrunas, códigos y jergas; si ese mundo de cadenas de extorsión interminables (que opera como un régimen fiscal); de escalas, méritos y permanente estado de excepción (donde la vida se experimenta al vilo, a punto de acabarse en cualquier instante), se parece en alguna medida, en alguna parte, a ciertos capítulos de la realidad extramuros de Tocorón.

Hay que preguntarse si esa cárcel no es, en realidad, un parque temático o un desmedido bodegón, con zoológico, discoteca, piscina, gallera, manga de coleo, canchas deportivas, establo, cajeros automáticos, mujeres que entran y salen, como si hubiesen sido contratadas como parte de un paquete vacacional (parque temático afín a la proliferación de remedos y fantasías que estimula el régimen).

Y hay que preguntarse, más allá de los modos de actuar, de los patrones de El Tren de Aragua, de sus innovadores métodos de extorsión, del poderío que han demostrado para imponer sus alianzas; si más allá de la biografía de El Niño Guerrero; de la metamorfosis del jefe de banda al estatuto de pran; si más allá del registro forense que todavía está por hacerse, hay que preguntarse, si el pran está —como solía decirse de los delincuentes— fuera de la ley, o si constituye una forma de centro, paradigma de la ley real, el sueño húmedo de Miraflores; y hay que preguntarse si entre Tocorón y la urbanización Las Mercedes —por ejemplo—, hay aspiraciones y rutinas mentales compartidas; si Tocorón —fortaleza militarizada, enclave desde el que se dictan por teléfono órdenes de muerte y de satisfacción de los deseos— si ese Tocorón no es, a fin de cuentas, la fantasía final, el paraíso terrenal de la revolución bolivariana.

Despacho desde la frontera entre Turquía y Siria

En los reportes aparecidos hasta el 26 de febrero, el número de fallecidos por la seguidilla de terremotos originados en la falla de Anatolia Oriental —provincia de Kahramanmaras, Turquía— supera los cincuenta mil: más de 44 mil del lado turco, más de 6 mil del lado sirio.

Cuando la tierra desató su furia, a las 4 y 17 de la madrugada del 6 de febrero, en la región vivían entre 13 y 14 millones de personas. La falta de precisión se debe a la presencia, en ambos lados de la frontera, de cientos de miles de desplazados, sirios que se han ido concentrando en la región norte de su país o han cruzado hacia la provincia de Gaziantep, huyendo del régimen criminal de Bashar al-Ásad. Preciso: huyen de Bashar al-Ásad y del apoyo militar que Putin mantiene desde hace 12 años.

En cuanto circularon los primeros informes sobre la devastación —el mismo 6 de febrero— los programas de emergencia europeos, dieron inicio a una compleja operación en lo económico, logístico, político y moral: despegarse momentáneamente de la cadena operativa a favor de Ucrania, para prestar asistencia a la zona, con el acuerdo o la intermediación de Erdogan. Del Erdogan obstinado y violador de los Derechos Humanos, titular de un régimen corrupto, artífice de un impecable centralismo, que ha saltado por los aires ante las demandas sobrevenidas a causa de los terremotos: desde Ankara, la capital, en medio de la emergencia, tuvieron que comenzar a preguntarse cómo llevar la ayuda hasta el sur del propio territorio. Preguntarse porque, en lo sustantivo, la única política pública consistente de Erdogan hacia la región consiste en perseguir a los kurdos, a las autodefensas kurdas y al Partido Popular Kurdo. Estas palabras de la académica canadiense, Ariel Salzmann, lo resumen: “Erdogan está más preocupado por reprimir a los kurdos que por el rescate humanitario”.

Sin embargo, todavía no he llegado al quid: entre las víctimas de los terremotos, hay categorías. En el tope de la pirámide están los socios y aliados de Erdogan: los mismos que controlan el poder político, económico y militar de Turquía; y, entre ellos, los integrantes de Frente Turcomano, organización paramilitar racista, especializada en el ataque a extranjeros. Le sigue en la pirámide, un grupo más amplio, constituido por los relacionados, clientela social  y política de la categoría anterior. A continuación aparecen los beneficiados por ayuda internacional, iniciativas privadas y por Media Luna Roja, que es el nombre que la Cruz Roja tuvo que adoptar para que sus operaciones fueran toleradas por la intransigencia islamista.

La cuarta categoría es la de los desesperanzados: son los que no han recibido ninguna o casi ninguna ayuda, más de dos millones de desplazados que menguan día a día, excluidos del funcionamiento del mundo, entre otras razones porque las naciones y las instituciones con capacidad de prestar alguna forma de asistencia humanitaria, se niegan a aceptar, la exigencia de Putin y al-Ásad, de que la ayuda debe pasar por el control del régimen, es decir, de la estructura del poder sirio sobre la que pesan sanciones, expedientes y denuncias fundamentadas de corrupción, violación de los Derechos Humanos y crímenes de guerra. Entregarle ayuda humanitaria a al-Ásad es, nada menos, que ponerla en manos de uno de los más grandes canallas del planeta, aliado de Putin.

A esta hora, alrededor de hogueras alimentadas por restos de madera extraída de los escombros de las casas y edificios que cayeron con los sismos, cientos de miles de sirios, kurdos, chiíes y turcos que sobreviven en condiciones de pobreza extrema, sin alimentos ni medicinas ni mantas ni expectativas en relación a cuál podría ser su destino en los próximos tiempos. Solo les queda rogar, que pase algo, que surja algo desde alguna parte, un milagro que les salve la vida.

Yuri Andrujovich: guerra e intimidad

Yuri Andrujovich | Lisbeth Salas

Vino a España a presentar Pequeña enciclopedia de lugares íntimos. Breviario personal de geopoética y cosmopolítica (traducido por Oksana Gollyak y Frederic Guerrero-Solé, Editorial El Acantilado, España, 2023), y ocurrió lo inevitable: le interrogaron sobre la guerra. Yuri Andrujovich ha permanecido en su país —vive en Ivano-Frankivsk, durante el año catastrófico de la invasión y así continuará. Se ha sumado a un grupo de escritores, Vagabundo, que opera desde un refugio antiaéreo, donde dictan conferencias y hacen tertulias: el sótano colapsa por la cantidad de gente que asiste.

A Andrujovich le han entrevistado decenas de periodistas. Sus respuestas no decepcionan: “Nuestro país está en un cruce y siempre ha padecido mucho con los enfrentamientos y las fuerzas que había a nuestro alrededor. Estamos en un punto donde todo el mundo se ha enfrentado”. “Rusia dejó de ser de izquierdas durante la época de Stalin. El régimen estalinista era derecha conservadora, pero bajo una ideología comunista. Ahora tenemos esta forma de racismo ruso, como recalco Timothy Snyder, que es la forma rusa del nazismo”. “Hay que responder la pregunta de por qué Dostoyevski era el autor preferido de Goebbels”. “En Ucrania, no tendremos derecho a llamarnos centroeuropeos hasta que no pidamos perdón a los checos por nuestro colaboracionismo”. “Los pueblos del Este compartimos experiencias cruciales. Heber formado parte del Imperio austrohúngaro es una impronta que no ha desaparecido todavía. La Segunda Guerra Mundial y El Holocausto, tampoco. Esos fenómenos modificaron tanto la cultura como el modus vivendi de este espacio geográfico. Súmele la experiencia comunista”. “Berlín, que continúa siendo una importante plataforma de proyectos artísticos, sigue manteniendo una actitud ambigua: hablan de diálogo, de negociaciones, de acuerdos de paz. Continúan mirando la realidad de hoy con ojos de ayer. El pacifismo alemán me saca de mis casillas, su esfuerzo por poner a la víctima y el verdugo en un mismo plano. Supongo que la brutalidad de Putin los acabará curando de eso”.

La Pequeña antología de lugares íntimos reúne 39 textos, organizados alfabéticamente —Aaurau, Amberes, Bayreuth, Berlín, Bucarest, y así—, memoriosos de los lugares en los que Andrujovich ha vivido o visitado, entre 1983 y 2017: ciudades ucranianas, capitales europeas y tres de nuestro continente, Detroit, Guadalajara y New York. No siguen una lógica común. Andrujovic se dirige al lector con cierta familiaridad (“Lo que más me gusta de este mundo son las ciudades que pueden ser observadas desde las alturas”); no se impone una disciplina o el cumplimiento de un registro específico. Habla de sus sensaciones (“El efecto de ausencia se experimenta cuando no estás en un determinado lugar y, de repente, sientes un enorme deseo de estar en él”); cuando se detiene en Kiev o Lviv, por ejemplo, la historia o el perfil cultural imponen su sello al texto; en otras, como la viñeta —unas cincuenta líneas— que dedica a Fráncfort del Óder, cambia de balance: la anécdota ocupa el primer plano, mientras la ciudad apenas se dibuja al fondo, discreta y casi invisible. La titulada “Chernivtsí, 1983 y más tarde”, recuerda, de forma inequívoca, el pulso y abordaje, el modo de trazar y cerrar las ideas, de los ensayos reunidos en El último territorio. En este, Andrujovich habla de cultura (“Chernivtsí es uno de aquellos lugares en los que la utopía no incordia, sino que ilusiona”), de Paul Celan, y ordena siete brevísimos ensayos —la materia, las ruinas, el cementerio, el verde, las piedras, Chernivtsí, la luz— que nos devuelven a la personalidad polifacética de su escritura: ese despliegue donde el ensayo y la ficción no se repelen, sino que retroalimentan para goce del lector.


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