Adriano González León
Adriano González León / Archivo

Por JULIO E. MIRANDA

Con   su   primer   título, los   cuentos de Las hogueras   más   altas (1957), Adriano González León no solo señaló la aparición de un conjunto de autores inéditos en libro hasta entonces y cuya obra llenará los sesenta y los setenta, sino que asumió parte de lo mejor de la narrativa anterior, en lo que pudiera entenderse como una síntesis de elementos, rasgos temáticos y estilísticos, con Antonio Márquez Salas y Alfredo Armas Alfonzo como antecedentes más inmediatos. Solidez de lenguaje, barroquismo estilizado, gran visualidad, catástrofes tremendas centradas en individuos perdidos: todo mostraba a un escritor gozoso del lenguaje, empeñado en moldear a golpes visiones ardientes, trayendo luces y olores, tactos y ruidos de esa desolada región en que se consumían sus personajes. Esta prosa de rudas imágenes, de evocaciones y delirios, tensa y rica, volverá en los cuentos de Hombre que daba sed (1967), que de hecho continúan temas, enfoques y lenguaje de Las hogueras más altas, para culminar con la totalización de País portátil (1969), novela imprescindible en nuestra literatura por la amplitud de su abanico temático. País portátil insertaba a la ciudad en el centro del país, hundiéndose en su historia a través de la galería de los Barazarte; era la misma ciudad de agobio y vértigo que la narrativa contemporánea, Salvador Garmendia y otros mediantes habían caracterizado, pero relacionada ahora con la violencia política. Es decir, la violencia atravesaba el país, la historia, la ciudad, los individuos haciéndose el eje dramático absoluto. La novela de Adriano se ofrecía como clave para resolver el conflicto instaurando la alternativa de sobrepasar la violencia con violencia o dejarse hundir en la banalidad diurna y el noctambulismo evasionista.

Ya antes, con Asfalto-Infierno (1963), reeditada en la colección «Libros de Hoy»(de El Diario de Caracas), González León había desatado el lenguaje, puesto a correr al mismo ritmo loco de la ciudad, llegando a constituir una zona propia en la que todo era posible porque se trataba de una aventura radical: una narración sin protagonistas ni argumento, crápula y lírica revolcándose en plena calle, imaginería de elementos urbanos captados en su anécdota pura. Con Asfalto-Infierno Adriano creaba la condición de nuestra narrativa posterior: la eficacia es la regla, todo se puede contar, todo protagoniza, todo se puede también no contar, darlo en canción o en onomatopeya, en ritmo, en pausa, en ráfagas. Objetivamente, este texto único cerraba una época en nuestra literatura, obligando desde entonces a una elaboración escritural que «reinventara», cada vez, el arte de narrar. pocos se dieron cuenta en aquellos años; la mayoría sigue sin enterarse.

Ante esta trayectoria, ¿qué significan los variopintos cuentos y

fragmentos poéticos de Linaje de árboles sino un verdadero paso atrás? La expectativa era mayor dado el silencio de casi veinte años del autor, levemente interrumpido por dos publicaciones menores, una de las cuales, Damas, se reproduce aquí. Adriano González León, sencillamente, no puede escribir mal: cierta calidad está, así, garantizada en este Linaje: toques poéticos, atmósferas, algo de humor; líricos retratos, lindas fantasías, preciosas estampas de infancia. Nada menos. Nada más. Pero El osario de Dios de Armas Alfonzo es de 1969 y Compañeros de viaje de Orlando Araujo es de 1970: Linaje de árboles está preso en sus órbitas. Y, lo que se escapa a ellas es inferior a la propia obra de Adriano de hace veinte y treinta años. (Fatalmente): haber escrito grandes libros compromete. Por suerte.


*Linaje de árboles. Adriano González León. Editorial Planeta. Caracas, 1988.


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