ADA ELIZABETH JONES (1888-1962), EDITORIAL RENACIMIENTO

Por NELSON RIVERA

I.

Cuenta desde un lugar excepcional: como miembro de la familia Chesterton. Cuenta con destreza, limpia la prosa, claras las ideas. Con generosidad, sin afectación, también ella, como los hermanos Chesterton, fiel al axioma de apego a los hechos. Sobre todo, cuenta con voz autónoma, íntegra y generosa, ese cerca-lejos del observador cultivado, capaz de aproximarse o distanciarse, según lo exija cada momento.

Cuando Ada Elizabeth Jones publica Los Chesterton, en 1943, los cinco miembros de la familia han fallecido: Beatrice Chesterton (1870-1878), la primera en nacer, y que solo vivió siete años; Gilbert Keith Chesterton (1874-1936), el segundo, cuya celebridad en vida traspasó las fronteras de Inglaterra; Cecil Chesterton (1879-1918), el menor de los hermanos, que murió en un hospital a los 38 años, como consecuencia de una devastadora pulmonía, contraída en el frente de la Primera Guerra Mundial; y los padres de ambos, Edward Chesterton (1841-1922), miembro de una familia numerosa —cinco hermanos—; y Marie Louise Grosjean —Marie Louise Chesterton— (1845-1933), integrante de una familia más grande todavía —nueve hermanos— que, dos generaciones atrás, habían migrado de Suiza a Inglaterra.

Desde la primera línea, Ada Elizabeth Jones va a lo suyo (de sí misma, cuenta lo mínimo imprescindible). Encuentra a Gilbert Keith, por primera vez, en un club de debates: imponente, la cabellera desordenada, el verbo brillante, el humor del que nada parece escapar. Además de Ada, hay ocho o nueve polemistas más, sin embargo, el primero en replicar es Cecil Chesterton: frases precisas y cortantes, el método del que captura a sus presas con argumentos que son como pinzas que aprietan. Los hermanos protagonizan y se enfrentan. Días después, vuelve a encontrarlos en otra de las sociedades que pululan en Londres, esta vez, una promovida por Frances Blogg (1869-1838), quien más adelante se casaría con G.K. Los clubes abundan. Juntos o separados, se habla de las artes de los Chesterton para la polémica.

Había temas predilectos —la política, la educación, la ciudad, la moral—, sin embargo, una palabra, la cita de un autor antiguo, la precisión de una fecha, la opinión encontrada en un artículo, los pequeños sucesos cotidianos, todo cabe en el placer de confrontar y argumentar. Atienden a reglas de debate. E influyen mucho: en la prensa o en el parlamento, al que envían las conclusiones que modifican leyes vigentes o causan nuevas leyes.

Eran parte de Fleet Street, la mítica calle londinense —cafés, tabernas, sedes de varios diarios y revistas— en la que se reunían intelectuales y políticos, donde confluyen la conversación y la sátira, donde cualquiera puede ser sometido a “los latigazos del ridículo”. Los habituales en esos bares y cafés marcan la vida pública de Inglaterra de tres o cuatro décadas. Entre ellos, Hillaire Belloc y George Bernard Shaw, que serían entrañables en la vida de G. K. Chesterton.

Mientras vivió en Londres, Gilbert era el rey prominente de su pandilla de Fleet Street (había muchas otras). Un dispendio de talentos. Se sentaba, con una botella de borgoña en la mesa y escribía sus artículos magistrales, mientras conversaba, rodeado del ruido de las mesas apiñadas. Pagaba la consumición propia y de otros. Le pedían artículos y los escribía en el tren, en el autobús. Dice Jones: “Su mentalidad pedía el choque con la inteligencia macho como el martillo pide el yunque. Sin el estruendo de la discusión, su espíritu se alejaba, decaía”.

II.

Los libros tapiaban las paredes de Warwick Gardens, la casa de los Chesterton. En el comedor del hogar paterno comenzaron los debates entre los hermanos, que no finalizaron nunca. Los padres no intervenían: se retiraban en silencio. Practicaban un riguroso culto a la tolerancia. La leyenda familiar narra que, en una ocasión, Gilbert Keith y Cecil debatieron durante 18 horas seguidas. Desde un mediodía hasta la madrugada del día siguiente. No se interrumpían. Sin embargo, mientras el combate se prolongaba, el mundo desaparecía de sus pensamientos.

Edward Chesterton —el padre— era un magnífico dibujante, habilidoso artesano, ceramista. Lector cultivado. Un artista frustrado. Se jubiló temprano para cuidar su frágil corazón. La muerte de Beatrice le causó una herida que no cerró nunca. Marie Louise, que había sido educada en los modos de una familia liberal, era inteligente, ganada para la vida, ingeniosa e intrépida. Ella y Cecil “gozaban de las cosas más sencillas”. Ninguno de los hijos adquirió nunca conciencia del valor del dinero. Ninguno cuidaba su aspecto: “Eran dos fardos de talento y temperamento”.

III.

Gilbert Keith era un sedentario crónico. Grandulón, le gustaba embutirse en habitaciones mínimas para escribir. Como si escribir requiriese de una trinchera. No eran excepcionales los almuerzos del ejército familiar: tíos, primos, amigos.

Jones, los hermanos Chesterton y numerosos amigos hacían periodismo de combate. Publicaban denuncias, ventilaban injusticias, mantenían casos durante semanas y, en más de una ocasión, saltaban del papel impreso a la calle. Actuaban como activistas políticos. Una parte de la prensa, aunque no tuviese una común base ideológica, compartía un espíritu: ejercer la libertad de informar y acarrear con las consecuencias que ello pudiese generar. Los Chesterton recoge sucesivos episodios de esas luchas, no solo con políticos, empresarios y otros hombres poderosos, también con impresores, propietarios de los diarios y en los tribunales. El impulso y el carácter de Jones se expresa, de modo destacado, en las páginas en que relata las dificultades padecidas: no se victimiza, recuerda que conocían los riesgos que tomaban, reconoce, en alguna medida, que había algo de justiciero en las causas que hacían suyas.

IV.

Hasta que llegó un día en que las cosas cambiaron: “La repentina separación de G.K. del Daily News señaló el final de una era en Fleet Street”. En esos mismos tiempos, Gilbert y Frances se mudaron a un lugar donde cada uno de los esposos recibía a amigos y seguidores. En Fleet Street hubo despedidas y cenas con representaciones. “Pero el cambio estaba en la atmósfera. Frances, que raramente se unía a nosotros en estas expediciones, fue distanciándose, y muy raras veces iba a Warwick Gardens. Cecil advertía que las cosas no eran todas de color rosa en la casa de Battersea” (el hogar de su hermano mayor).

Después de algunos merodeos —que eran propios de su dificultad para comunicar las malas noticias— Gilbert informó que se mudaban a Beaconfield (a unos 50 kilómetros de Londres). El anuncio produjo un shock en la familia y los amigos, en el mundo Chesterton. Frances “odiaba Fleet Street con helada aversión, no mitigada por el meteórico éxito de su marido (…) Todo el ambiente de Fleet Street la fastidiaba: los bares, las tabernas, los mítines arbitrarios, las extrañas asociaciones; la charla perpetua y sin fin, sobre si el mar está enfurecido y sobre si los cerdos tienen alas; la escasez de dinero, la extravagancia las campañas violentas (…)”.

Por aquellos días murió el único hermano varón de Frances: ella se hundió. Y presionó para alejarse del ruido londinense. Se mudaron y pronto su círculo de admiradores y dolientes comprendió que la distancia, el horario de los trenes, la exigencia de ir y volver, tendría como resultado que las ocasiones de verle se harían cada vez más infrecuentes, que su pandilla de Fleet Street había perdido su núcleo ígneo, y que aquello, en la visión de Ada Elizabeth Jones, era nefasto para todos ellos y también para el propio Chesterton: “Nunca más volvió a ser el hombre optimista de sus días de Londres”.

Jones se cuenta entre los muchos lectores y especialistas en la obra de Chesterton, que sostienen que lo mejor de su obra narrativa, poética y ensayística lo escribió antes de mudarse a Beaconfield, salvo alguna obra como la biografía de Robert Louis Stevenson. “Después que se cerró la puerta, durante años se quedó recluido en sí mismo”. Para completar la escena, pasaba que Chesterton odiaba el teléfono. Y lo que faltaba ocurrió: Frances tomó el control de los ingresos que su marido generaba, con lo que las limitaciones se profundizaron (Jones cuenta que Marie Louise, la madre, le regalaba dinero a su hijo a escondidas). Paradójicamente, mientras tanto, su fama se extendía, sus libros vendían cada vez más.

V.

Tras la mudanza de Gilbert a Beaconfield, Belloc funda Eye Witness, famoso semanario político y literario, de fulminante éxito, tras la campaña que puso en la calle el caso Marconi (corrupción que involucraba a varios ministros y otros dignatarios). En noviembre de 1912, con el semanario al borde de la quiebra, Cecil Chesterton se convierte en el nuevo director. Con la ayuda de su padre, lo relanzan con el nombre de New Witness, asediados por un entorno hostil y amenazante. Ada y Cecil persisten. No dejan el caso Marconi. Cada edición se agota. Por esos días, se produce la conversión de Cecil al catolicismo.

Llevado a juicio por los poderosos, sale bien librado: lo culpan y le imponen una pequeña multa.

Cecil Chesterton, y su grupo de trabajo —Ada es el alma operativa— adquieren una inusitada notoriedad: relaciones, acceso a instituciones, reciben pistas de nuevos casos. Destapan el turbio asunto de la compra y venta de honores —títulos nobiliarios y condecoraciones—, crean una Liga Pro-Gobierno Limpio, adoptan causas para favorecer a los pobres, a Cecil le ofrecen ser candidato al Parlamento. Belloc y Gilbert contribuyen con artículos y ensayos cortos. Así estaban las cosas cuando la Primera Guerra Mundial irrumpió en las vidas de millones de europeos y de los Chesterton.

VI.

New Witness continuaba y con éxito. La denuncia relativa a la mala calidad de la comida de los soldados que estaban en los frentes de combate encontró un eco enorme. Pero la guerra es implacable: escasea el papel, los impresores se quedan sin trabajadores, que son llamados a enrolarse. Pronto algunos de los más brillantes periodistas han partido a la guerra.

En noviembre de 1914 Gilbert Keith Chesterton se puso gravemente enfermo. Pasó cinco meses al filo de la muerte, hasta que en marzo de 1915 volvió a levantarse para sorpresa de todos. Aquello sugería un colapso físico, pero también en otros órdenes. Amaba a Frances, quería hijos —muchos hijos como era la tradición de los Chesterton y los Flogg—, también ella los quería, pero se negaba al sexo. “Su tragedia fue que deseando tener chiquillos huía del acto sexual. Parece ser que entre ellos nunca tuvo lugar la unión física (…) Algo había en los Chesterton que les impedía ser infieles. Era una idiosincrasia familiar, independiente de la religión, de las opiniones o de las tradiciones sociales” (esta percepción de Ada Jones es doblemente desmentida en la documentada biografía de Joseph Pierce; no solo tuvieron una vida sexual muy activa, sino que invirtieron importantes sumas de dinero en tratamientos médicos que hicieran posible el embarazo de Frances, que no dieron resultados).

Mientras Cecil viaja a Estados Unidos a dictar una serie de conferencias, Ada dirige el semanario. La guerra continuaba, la cotidianidad empeoraba, pero el New Witness se mantenía en pie. Entonces Cecil fue llamado a filas. Le pidió a su hermano Gilbert que se hiciera cargo de la Dirección. Desde Beaconfield, ajeno a las prácticas propias de un director editorial, empeñado en darle un sello propio al semanario, comenzó un declive, que lo conduciría al cierre. En esos días se produjo la aparición de Dorothy Collins como secretaria de Gilbert (Ada apenas la menciona, pero Collins (1894-1988) uniría su existencia a los Chesterton; vivió con ellos; les cuidó; se convirtió en una especie de hija; y, tras el fallecimiento de ambos, se dedicó a cuidar la obra de Gilbert, incluso como compiladora y editora de antologías, especialmente de sus artículos y ensayos breves).

VII.

Nos aproximamos así hacia el trecho final de estas impagables memorias de Ada Elizabeth Jones. Durante un permiso de tres días, Cecil regresa a Londres y se casan. Va y viene del frente. Cuando ha cumplido con sus deberes en la primera línea de combate, promete a su esposa que no volverá a la batalla, ya que solo podía ocurrir si se ofrecía como voluntario.

En algún momento se produce un silencio. Ada escribe y no recibe las respuestas de siempre. Un telegrama del Ministerio de Guerra le informa que Cecil está en un hospital, gravemente enfermo. Entonces Gilbert se pone en movimiento. Con la ayuda de amigos y admiradores, logra que, con no pocas peripecias y violando reglamentos, Ada ingrese en zonas de operaciones militares y llegue hasta la cama en la que Cecil vive sus últimas horas, extenuado y sin fuerzas para resistir a la pulmonía que lo corroe.

“—Es el adiós, chiquilla queridísima— me dijo sonriente, y se agarró a mi mano. Había biombos alrededor de la cama, en aquella sala larga y desnuda, y del otro lado nos llegaban los sonidos de voces alegres. Los hombres, en su mayoría convalecientes, silbaban, reían, lustraban las botas y limpiaban sus equipos. Bromearon hasta que la bondad de un soldado recordó que un compañero se moría, y bajaron la voz. (…) Me agarré con fuerza a la voluntad y volví hacia mi marido. Parecía feliz y completamente apaciguado en su descanso”.


*Los Chesterton. Ada Elizabeth Jones. Traducción: Miguel Rivera. Prólogo: José Julio Cabanillas. Segunda edición, corregida: Editorial Renacimiento. España, 2023.


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