Por GIOCONDA CUNTO DE SAN BLAS

Corría el año 1962, un año convulso para la joven democracia venezolana. Dos asonadas militares, en mayo y junio, intentaban sin éxito derrocar al primer presidente electo democráticamente en mucho tiempo. A pesar de todo, un país vibrante se abría paso. Prueba de ello, los puentes Simón Bolívar, Rafael Urdaneta y Angostura, la Universidad Católica del Táchira y la Centro Occidental Lisandro Alvarado, la Ciudad Universitaria del Zulia. En medio del ruido de fusiles, el presidente Rómulo Betancourt persiste en el propósito de construir un país moderno, mientras fortalece el proceso de formación ciudadana desde la educación y el pensamiento creador universitario.

En septiembre de ese año cumplo mi sueño de ingresar a la UCV, a la Escuela de Química de la Facultad de Ciencias, una facultad creada apenas cuatro años antes, en 1958, en los albores de una Venezuela que regresaba de lo que creímos sería la última dictadura. Dominando la escena universitaria, Francisco de Venanzi, rector magnífico por antonomasia, heredero de la silla de José María Vargas.

La figura de Vargas, héroe civil como pocos, me da la bienvenida a las aulas de la UCV. En 1827 Simón Bolívar había aceptado la propuesta del Claustro de la Real y Pontificia Universidad de Caracas (creada el 21 de diciembre de 1721) de cesar “la prohibición que imponen los antiguos estatutos de la Universidad de Caracas de elegir para el rectorado de la Universidad a los doctores en Medicina y a los del estado regular”. Así abre camino para la elección de Vargas como primer rector de la Universidad Central de Venezuela (1827-1829). ¿Su misión? No otra que transformar la universidad monárquica en una republicana, a partir de una concepción liberal que favoreció el talento y las credenciales como únicos requisitos para el ingreso a las aulas.

En esa función rectoral crea cátedras de ciencias naturales, promueve la creación de la Academia de Matemáticas —inaugurada más tarde por Cajigal—, encarga instrumentos y equipos de laboratorio, funda la Sociedad Médica de Caracas y en ella inicia las reuniones científicas en el país. Desarrolla una amplia labor en botánica, reconocida en 1825 por Carlo Luigi Bertero al otorgar el nombre de Vargasia glabra a una nueva especie botánica.  Adolfo Ernst (1832-1899), admirador de Vargas, da también en 1877 el nombre Vargasia a otra planta (hoy Ruyschia tremadena) y también rinde tributo a Vargas al bautizar como Vargasia Boletín de la Sociedad de Ciencias Físicas y Naturales de Caracas a la primera revista venezolana dedicada a las ciencias naturales, de la cual se publicaron 7 números en los años 1868-70.

Es esa universidad republicana, resurgente en 1958 de una oscura etapa dictatorial, la que me acoge en 1962. La joven Facultad de Ciencias no tenía edificio propio. Ocupábamos espacios de la Facultad de Ingeniería. Fue en 1969 cuando el desacierto del entonces presidente Rafael Caldera en cerrar las escuelas técnicas del país, incluida la Escuela Técnica Industrial vecina a la UCV, hizo el milagro de dotar a la Facultad de Ciencias de espacios propios para desarrollar su labor docente y de investigación. Allí la síntesis de ciencia con arte tuvo su máxima expresión en un impactante mural de Mateo Manaure que vemos apenas entrar al campus.

Éramos unos 150 muchachos inscritos ese primer semestre. Bulliciosos, entramos en el auditorio para asistir a la primera clase de Química Inorgánica. Y allí Vargas se acercó de nuevo a mis oídos para susurrarme que la primera cátedra de química que tuvo la UCV fue la que él creó en 1842 cuando estaba en funciones de director general de Instrucción Pública (1839-1852) en el segundo gobierno del general José Antonio Páez. Desde allí propuso la creación de un Museo de Historia Natural y de un Jardín Botánico y fue autor del Código de Instrucción Pública para Universidades y Academias, entre muchas otras iniciativas de modernización de la educación nacional.

Ya instalada como orgullosa estudiante ucevista, me sobrecogió la belleza del campus, la armonía arquitectónica, las huellas de grandes artistas plásticos en murales y esculturas por doquier. Varela, Léger, Calder, Manaure, Navarro, Narváez, Barrios, Otero, Vigas, Soto, Abend… todos bajo el amparo de Carlos Raúl Villanueva, arquitecto del conjunto.

Luego de horas de aprendizaje en los laboratorios de Química Orgánica, Química Analítica o Fisicoquímica, ir a la Biblioteca Central en busca de información científica, luz para el entendimiento, era también momento propicio para rodearme de los colores luminosos que surgían del vitral de Fernand Léger, saludar al pastor de nubes de Jean Arp, y acodarme a los murales de Mateo Manaure, Oswaldo Vigas, Carlos González Bogen o Armando Barrios. Era también entrar en el recinto de la Biblioteca y toparme de nuevo con Don José y sus 8 mil libros donados a la UCV, como núcleo inicial de una maravillosa colección científica, actualizada a lo más moderno del pensamiento científico de la época.

¡Cuántas veces asistimos en el Aula Magna a espectáculos, graduaciones, ceremonias, sobrecogidos por las icónicas nubes de Alexander Calder que dominan su techo! Ellas son un maravilloso ejemplo de la síntesis de arte, ciencia y tecnología en tanto que sirven de paneles reflectantes de sonido en el cielorraso y en las paredes laterales, mientras irradian un banquete visual de espléndida belleza.

La UCV no solo fue para mí la fuente de conocimiento en ciencia que me permitió obtener un título para ejercer una profesión o acaso motivo de crecimiento cultural en muchos órdenes. En la UCV también aprendí a ser ciudadana, a involucrarme en los asuntos de la comunidad, a hacer política estudiantil y al ejercerla perder la ingenuidad juvenil con que idealizaba el acto político para comenzar a verlo con claroscuros y luces. En ese sentido, mi paso como representante estudiantil ante el Consejo de la Facultad de Ciencias fue un esclarecedor ejercicio que marcó mi vida.

En ese andar político, volví a encontrarme con la guía de José María Vargas. Su ejercicio en la esfera ciudadana fue intenso y ejemplar. Formó parte del Congreso Constituyente de 1830 y fue electo para ejercer la más alta magistratura nacional en el período presidencial 1835-1839. Fue ese un período de conjuras auspiciadas por Santiago Mariño y enfrentadas por José Antonio Páez, que al final conducen a su renuncia en abril de 1836. La mil veces recordada escena entre Pedro Carujo y Vargas viene de esa época. No, Carujo, el mundo no es de los valientes ni del ruido de sables. El mundo es o debería ser del hombre justo, como replicó Vargas al desplante.

No en balde y por su amarga experiencia, para el sabio Vargas los militares eran “hombres que han creído que Venezuela es su patrimonio”, en alusión a los caudillos que negaban a los civiles el derecho a gobernar, disputándose entre ellos la jefatura de la república a cuenta de una perpetua compensación por sus servicios en la gesta independentista, deuda que al parecer se alarga hasta hoy, en la realidad del momento.

Egresé de la UCV en 1967 e ingresé en el Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas (IVIC) como estudiante graduado. Un par de años más tarde, ya casada, mi esposo Felipe y yo fuimos becados por el IVIC para hacer cursos doctorales en Edimburgo. Allá también nos esperaba José María Vargas. En 1814 el joven médico, graduado en la Real y Pontificia Universidad de Caracas, viajó hasta Escocia para completar su formación en la Universidad de Edimburgo, una de las más calificadas en la época para estudiar medicina. Toma cursos de Anatomía, Cirugía, Obstetricia, Química. La Royal Society lo diploma como miembro, así como el Royal College of Surgeons de Londres, en 1817.

A nuestro regreso, nos reincorporamos al IVIC donde hicimos nuestra carrera profesional como investigadores. A lo largo de los años, Felipe y yo colaboramos con la Escuela de Biología de la Facultad de Ciencias de la UCV, en cursos diversos, como tutores de tesis de licenciatura o de postgrado. El Alma Mater y Vargas nos llamaban a apoyarla. Fueron años de trabajo incesante, de proyectos cumplidos, otros no tanto, una universidad que siempre reclamó mejores presupuestos para cumplir con excelencia, que pudo avanzar en la búsqueda de nuevos conocimientos en una imponente sede, la Ciudad Universitaria, desde el año 2000 elevada a rango de Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.

Un nuevo encuentro con Vargas me esperaba en 2001 cuando ingresé en la Academia de Ciencias Físicas, Matemáticas y Naturales. El Palacio de las Academias, sede de las siete academias que allí cohabitan, fue desde 1857 hasta 1953 sede de la UCV. Fue en su anterior sede, al lado del Palacio Arzobispal, espacio ocupado hoy por la Alcaldía del Distrito Capital, donde don José despachó como primer rector de la UCV. Pero es aquí, en el Palacio de las Academias con su patio Vargas donde está la estatua del prócer civil, en permanente recordatorio del valor del saber, más que de los sables, para conducir los destinos de la nación.

Pasaron los años, llegó la revolución y con ella el país comenzó a marchitarse en medio de medidas retrógradas. El desprecio por el conocimiento ha convertido a las universidades en blancos predilectos, provocados para más inri por sujetos egresados de esas mismas aulas. Sometidas al acoso implacable del régimen para quebrar su espíritu autonómico y ponerle freno a la libre difusión y discusión de las ideas, desde hace más de dos décadas la universidad venezolana sufre los embates del autócrata. No podía ser de otra manera.

En 2018 fui invitada a dar el discurso de orden a la cohorte de nuevos graduandos en Ciencias. Bajo las nubes de Calder, renové con ellos nuestro compromiso ucevista.  “Hijos de aquella Universidad de Caracas, hoy Universidad Central de Venezuela, debemos ser fieles a la causa republicana. Y es nuestra obligación mantener en nuestra Alma Mater y donde quiera que vayamos esa tradición de casi trescientos años a ser cumplidos muy pronto, el 22 de diciembre de 2021, de mantener una postura permanente de vigilancia republicana”.

De regreso a casa dejo la UCV industriosa, mientras escucho la Misa Quartitoni de Tomás Luis de Victoria, en soberbia interpretación de la Coral de mi Facultad de Ciencias. Al salir del campus, veo a Zapata y su inmenso mural Conductores de Venezuela, que nos refiere al país civilista de Bolívar, Rodríguez, Vargas, De la Parra y Reverón, acompañantes serenos de los caraqueños. Pintados en el mural y a la vez circulando vivamente por la autopista que lo circunda, cumplen sus rutinas, ajenos a falsos heroísmos pseudo-revolucionarios.

Pienso entonces que llegarán tiempos mejores, cuando la barbarie dé paso a la civilidad y los protagonistas del mural renazcan para acompañarnos.


*Agradezco a Alberto Navas Blanco y Ernesto Medina Ghinaglia sus precisiones sobre las sedes históricas de la UCV y datos botánicos, respectivamente.


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