MARTÍN CAPARRÓS, POR LISBETH SALAS

Por CLAUDIA CAVALLIN

Conversar con Martín Caparrós es volver siempre a nosotros mismos, a lo que hemos sido en América Latina, para retomar y comprender el contexto de nuestra historia. Su escritura más reciente también se afinca en lo que somos ahora y en lo que en un futuro llegaremos a ser. Reconocido este año con el premio Ortega y Gasset a la Trayectoria Profesional, su talento periodístico continúa dándonos no solo una crónica de los acontecimientos y hechos ocurridos en el mundo, sino una visión profunda y abierta sobre lo que verdaderamente somos cuando enfrentamos el día a día de nuestra existencia en una sociedad desequilibrada, donde la injusticia y el hambre protagonizan múltiples historias; donde hay una voz de quien narra la ausencia dolorosa de ciertos derechos que nunca se cumplieron, o que detalla las contradicciones políticas ante los liderazgos más recientes, en un contexto que va mucho más allá de la simple narrativa latinoamericana. Por nombrar tan solo un ejemplo, en la obra de Caparrós, el mapa que inspira un desequilibrio continental de Ñamérica, desde el norte hasta el sur, con los países adheridos en una “geografía a la izquierda”, es también una metáfora de lo que socialmente somos, sociedades con inclinaciones políticas que se alejan de los centros o que viajan históricamente a los extremos para redefinir lo que es la pertenencia a un sistema democrático. A partir de allí, conversamos sobre lo que significa la escritura de la realidad, en el contexto social que vivimos actualmente.

Claudia Cavallin: Quisiera partir de una de sus columnas en El País, “La palabra consumidor”, donde usted hace mención del antónimo curioso del verbo consumir: “consumirse”, el cual sugiere que nosotros terminaremos consumiéndonos. Al final, nos pregunta a los lectores “¿Qué podía ser mejor que ser un consumidor consciente, alerta, intransigente, no dejarse engañar en cada caso, sino en el gran esquema de las cosas?” y yo me atrevo a preguntarle a usted: ¿qué debemos hacer para nunca perder esa consciencia a través de la lectura? ¿Alejarnos un poco de las redes o de toda producción inútil? ¿Volver a los libros?

Martín Caparrós: Ojalá fuera eso. Pero suelo creer que los libros también están bastante sobrevalorados. Hay libros y libros, grandes textos y extremas porquerías, y el hecho de que todos se escriban para papel encuadernado no los iguala ni mejora. Yo creo más en la reflexión: pensar un poco sobre aquello que uno hace sin pensar —que es gran parte de las cosas que hacemos. A mí me da resultados muy curiosos, de vez en cuando, tratar de revisar esas cosas que hago por costumbre, ver qué estoy haciendo, cómo, por qué, y descubrir en eso maneras e implicaciones que no había sospechado. Para eso, por supuesto, ayuda cierta base que uno puede encontrar en ciertos libros, pero no son los libros los que actúan, sino la conciencia crítica de cada quien.

C.C.: Pues, mencioné los libros porque quise trasladarme a las páginas que nos permiten conversar sobre su escritura, en especial, sobre Sarmiento (Random House, 2022), donde el protagonista “alza la voz” para hablar de la epidemia, de la guerra, de las relaciones clandestinas, de “la estupidez de sus enemigos”, entre otros temas que aparecen en su novela. Interpretando un opus sarmientino, ¿cree que la ficción podría ayudarnos a cuestionar el origen de la crisis política actual donde, como señaló usted en una entrevista que le hicieron recientemente “la izquierda no hace política según su ideología»?

M.C.: No estoy muy seguro de que la ficción sea muy útil para eso. Yo creo que la “crisis política actual” tiene que ver con que todavía no hemos sido capaces de organizar una idea de futuro que nos interese lo suficiente como para decidir trabajar por ella. Hay momentos, a lo largo de la historia, en que las sociedades tienen esos proyectos, y piensan en el futuro como algo deseable y hacen lo posible por acercarse a él, y otros en que no tenemos esa noción y entonces el futuro nos da miedo, aparece como amenaza. Así estamos: la amenaza climática, demográfica, política, tecnológica…

C.C: Es cierto. Ante las amenazas que usted menciona, también hay momentos de aislamiento y soledad. En su obra aparece la siguiente reflexión inspirada en la vida de Sarmiento: “Solo al escribir uno está solo, lo cual arroja serias dudas sobre la importancia de escribir”. Como periodista, como escritor, como historiador, como exiliado, ¿cree que la soledad es la herramienta más valiosa a la hora de escribir?

M.C.: No sé si es la herramienta más valiosa, pero sí indispensable. Por más que uno viva en compañía, se mezcle, se enfrente, el momento de la escritura es absolutamente solitario, y uno debe mezclarse y enfrentarse con sus propias ideas, sus propias impotencias. Solo eso hace que escribir tenga sentido: en un mundo en que todo está armado para que eso suceda lo menos posible, la escritura lo promueve y necesita. Es, con perdón de la cursilería, uno de los pocos momentos de verdad que tenemos que enfrentar en estas vidas. Y encima dejan rastros, queda un testimonio…

C.C.: Mudándome a lo político. Usted ha dicho que las ideas de la izquierda y la derecha siguen existiendo en América Latina, en un contexto donde ser de izquierda no significa siempre mejorar la vida, pues los partidos se dedican a otras ideas que van más allá de la igualdad en el modo más simple de vivir y comer. ¿Cree usted que en los países latinoamericanos la izquierda llega a parecerse más a una idealización del futuro que a un verdadero cambio radical y necesario?

M.C.: Yo discuto mucho a qué se llama “izquierda” en América Latina. Una serie de movimientos de origen militar o sindical se apoderaron de esa denominación, pero no produjeron con sus políticas lo único que define a las izquierdas: un cambio importante en la distribución de las riquezas y, por lo tanto, en las vidas de millones de personas. Si hay algo que me sorprendió cuando escribí mi libro Ñamérica ‎(Random House, 2021) fue comprobar que, en los últimos 20 años, los países con gobiernos que se decían de izquierda no habían mejorado más la situación de los más pobres que los países con gobiernos de derecha. Eso solo, creo, invalida la pretensión de esos movimientos de definirse como izquierda. Pero les conviene, por razones propagandísticas, y la derecha también le conviene, para crear un “cuco” con que asustar a los incautos, así que todos mantienen la mentira.

C.C: Por último, volviendo a El País —“El mundo entonces. Una historia del presente” (un texto que será escrito en 2120 por la célebre historiadora Agadi Bedu)—, cada semana usted publica una serie donde la esperanza de vida es un sentimiento que intenta mantener el equilibrio. Su serie se inicia con múltiples preguntas que justifican las razones de lo que viviremos en el futuro, y yo quisiera concentrarme en una que se ubica en el Capítulo 16: “Las cosas, las compras, las modas”: si las personas terminaran viviendo en el mundo de las máquinas, ¿cree que, como cualquiera de ellas, podrían tener el derecho absoluto y universal de ser apagadas en el momento que lo deseen?

M.C.: Bueno, no creo que las máquinas puedan ser apagadas “en el momento en que lo deseen” porque todavía no sabemos cómo desea una máquina. O, mejor: sospechamos que las máquinas no desean, pero que pronto van a hacerlo, y nos da mucho miedo. A mí el futuro nunca me da miedo: me da mucha intriga, interés, la nostalgia de saber que no voy a conocerlo. Ahora nos preocupa pensar cómo será nuestra relación con nuestros propios inventos; es interesante, pero supongo que conseguiremos manejarlos como conseguimos, hace algunos miles de años, domesticar plantas y animales, minerales y aguas, por ejemplo. Si pudimos domar a la naturaleza, es probable que podamos domar también nuestros inventos.

(Y, por ahora, a diferencia de las máquinas, nosotros sí podemos elegir cuando apagarnos).


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