Una abuela y sus nietos marchan sin saberlo hacia la cámara de gas, durante la llegada de los judíos húngaros al campo de Auschwitz, entre mayo y junio de 1944 | Walter Bernhard

Por CESIA HIRSHBEIN

El deber del escritor es el de contar la espantosa verdad y el deber ciudadano del lector es conocerla. Todo aquel que vuelve la cabeza, que cierra los ojos y pasa adelante, ofende la memoria de los caídos.

Vasili Grossman

Miriam solía caer rendida por las noches después de su trabajo en el gueto de Lodz. Una rutina de semanas, meses que se convirtieron en años solo interrumpidos por los cambios de lugar y asignaciones. Hasta que un día respiró un aire extraño, distinto, en el infierno del gueto. Los comandantes empezaron a actuar impulsados por un frenesí in crescendo. Mirian pasó la noche presa de gran agitación. Dormía, se despertaba, volvía a dormirse y no dejaba de pensar en lo que estaría sucediendo.

Al ser levantada a las cuatro de la mañana, los gritos de las jefas de sección y los comandantes de barracas se confundían con la respiración agitada de las prisioneras que no sabían dónde ubicarse, qué hacer o cómo ponerse. Debían salir de ahí, del gueto lo más rápido posible. Ordenadamente… latigazos para que se pusieran en fila… firmes… más latigazos… pero no se preocupen… no se alterentodo va a ser para mejor

Según el comandante, se irían de paseo, a un buen sitio. Y una noticia extraordinaria: no tendrían que marchar kilómetros y kilómetros, las llevarían en tren. Qué lujo, pensó. ¡Oyeron, se van a montar en uno de los trenes que las están esperando en la estación! ¡Así que rápido! ¡Schneller! ¡Scheneller! ¡Scheneller!

La estridencia de las órdenes de los ferrocarrileros, los custodios, los soldados de la SS, el chirrido de las puertas de los trenes que se deslizaban, abrían y cerraban llegaban hasta el mismísimo gueto.

Era la primavera del año de 1944. Miriam acababa de cumplir los veinte años. No eran momentos de festejar, pero permitió imaginarse sentada y descansando, durante los largos kilómetros que recorrería aquel tren, en asientos con respaldar mullido y mirando por la ventana el paisaje en esa época del año. Los pájaros en bandadas haciendo figuras de aeroplanos, las colinas más verdes que las manzanas del patio trasero de su casa de Kosminek, los campos llenos de amapolas como manchas de sangre. ¡No, no habría manchas ni sangre…! En realidad, no sabía qué estaba pasando ni a dónde la llevarían. El kapo les repitió hasta el cansancio que no se preocupen, chicas, todo el trabajo en el gueto de Lodz está listo, van a un sitio muy bonito, limpio, donde podrán descansar. En ese estado de agitación era imposible ver sus gestos de sarcasmo. Mejor soñar un rato, trascender y levitar. En realidad, todo era mágico en los guetos, se le ocurrió pensar a Miriam. Debía creerle a los kapos. O iba en el convoy o le disparaban. Eso sucedía muchas, infinitas veces. Ella fue testigo de tantos disparos que había perdido la cuenta, aunque no la impresión. Todavía corría sangre por sus venas.

Después de una caminata de un par de kilómetros llegaron a la estación del tren, si pudiera llamarse estación a esa construcción improvisada con techos disparejos y puertas herrumbrosas que solo servía para disimular… a quién creyera. Trenes por todas partes, unos venían, otros partían y algunos esperaban para subir a los nuevos pasajeros, como si pudieran llamarse pasajeros al convoy en el que llegó Miriam. ¡Y los trenes! Tampoco parecían de pasajeros, con tablones de madera desgastada y pegados casi herméticamente unos de otros por donde difícilmente entraba la luz, sin ventanas, con apenas dos pequeños orificios altos con mallas de alambre y una barra de hierro que calzaba en unos aros que se trancaban por fuera. El mal olor llegaba hasta más allá del horizonte. Eso era una jaula, no un vagón…

En cada uno de esos carros que eran, máximo, para unas veinte personas embutían a grupos de más de cien mujeres. Con rapidez y eficiencia. Hasta que les llegó el turno al grupo donde estaba Miriam, empujadas todas entre sí. Ella no quería perder de vista a la hermana o a las primas. Se sostenían una de la otra con disimulo. No existía eso de la compasión por la hermandad o cosas por el estilo. Cuando un guardia, o cualquier soldado de la SS descubría algún nexo entre los prisioneros, se cortaba por lo sano. Ellas lo habían aprendido. Los kapos seguían y seguían empujando a las mujeres con mayor fuerza, más rápido, rapidísimo. La orden superior era la de evacuarlas a la mayor brevedad posible, y había que hacerlas entrar en los vagones a todas. Ninguna podía quedar, ni por fuera o en el gueto. A veces eran pisoteadas unas por otras, estrujadas las narices, los labios o partidos los brazos.

¡Schneller! ¡Schneller! ¡Schneller! ¡Más rápido! ¡Corran! ¡Móntense!

Una tenía que jalar a la otra para no quedarse varada. De nuevo los latigazos, las caídas, los garrotes.

En cosa de segundos le tocó el turno de entrar a Miriam y en cosa de segundos se dio cuenta de que no había asientos, de que el piso rústico estaba lleno de clavos oxidados y de inmundicias, que había un solo cubo dentro, que posiblemente sería de agua o para las necesidades… un solo maldito cubo.

Se deslizó de entre sus hermanas y de entre todas aquellas mujeres que más que caminar eran empujadas, comprimidas, aplastadas y se tiró bajo el tren. Nunca supo explicar por qué lo hizo ni tampoco cómo no la mataron. Quizás fue que nadie la vio, quizás el apuro mantenía ocupado a los guardias, quizás una carretilla con deshechos de la fábrica de madera que estaba al lado del tren que la ocultaba… quizás se hubiera quedado ahí por los siglos de los siglos si el tren no hubiera comenzado a silbar. Quizás… Aquel sonido fue como la campana para el boxeador ante un knock out.

Salió de entre los rieles de un solo empujón como si el Señor le hubiera devuelto la razón, y llena de la porquería que acababan de arrojar del vagón. Logró subir a la jaula ayudada por las demás mujeres. Estuvo a punto de golpear su cabeza contra uno de los tablones para castigarse por los deseos incontrolables que la hicieron saltar del tren. De repente había dudado, había querido escaparse y dejar atrás a sus seres queridos. ¿Para ser libre o para morir?

Miriam pensó una y mil veces si había sido un intento de suicidio o la búsqueda de la salvación. El silbido del tren le descubrió que estaba en peligro de abandonar a su familia que había sido su soporte y su sentido. Ella, que había sido siempre fiel a los designios del Señor. No pudo hablar en todo el trayecto. Se aferró con mayor fuerza a sus primas para borrar las ideas funestas de su mente.

El hambre, el cansancio y la falta de aire hicieron sus estragos en los pocos metros cuadrados de almas humanas hacinadas con aquellas dos ventanillas como única ventilación. También la locura y los suicidios. El tren recorrió llanuras resecas, ciudades despobladas y pueblos oscuros, se abrió paso por medio de los troncos desnudos. Era una serpiente que reptaba y zarandeaba a sus víctimas. Rumbo a lo desconocido. Rumbo a Auschwitz, como supo al llegar.


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