Por JEUDIEL MARTÍNEZ

Esta lista, que pretende hacer un recorrido por 200 años de exilios de escritores, intelectuales y artistas, comenzando por Miranda y Bello y terminando con los que se exiliaron durante los años de plomo de los sesentas, está deliberadamente compuesta de personas ya fallecidas cuyos exilios, extraordinarios, acabaron por ser el prólogo del más grande éxodo de nuestra historia.

Francisco de Miranda o la anticipación

Dos preguntas caben respecto a la inclusión del Generalísimo en un listado de escritores e intelectuales exiliados. La primera, más crítica, es si Miranda puede ser clasificado junto a hombres de letras e intelectuales que, en muchos casos, no se dedicaron en lo absoluto a la política. La segunda, histórica, si el exilio de Miranda comienza con su salida de Venezuela en 1771 o cuando huye de Cuba, en julio de 1783, escapando de las autoridades españolas.

Parece, entonces, que hay dos exilios en la vida de Miranda (1750-1816): uno de 1771 que le saca de la vida provinciana donde no habría podido alcanzar los honores que alcanzó fuera de su país, y otro  de 1783 con que rompe sus últimos lazos con la sociedad colonial, huyendo de las autoridades españolas que le persiguen tanto por sus vicios como por sus virtudes como si fuera tan incompatible con la colonia como con la metrópoli.

Si Miranda puede ser listado, también, con grandes escritores e intelectuales es por los 63 volúmenes de Colombeia que, desenterrados por  Caracciolo Parra Pérez son, entre otras cosas,  las memorias de  una vida inimitable. Más aún, uno podría decir que si Colombeia, el archivo, con las memorias que contiene, es una obra literaria, el “Imperio Americano” del Mississippi a la Patagonia, imaginado por Miranda, es una de las grandes ficciones de nuestra historia latinoamericana, una forma de lo que hoy se llama worldbuilding, e incluso  de anticipación (no olvidemos que él fue el primero en pensar en un canal en Panamá).

Podemos pensar su proyecto de Constitución como uno de esos fragmentos de libros de mundos ficticios que encontramos en los cuentos de Borges. Toda gran ficción demanda existir a través de nosotros y si existe el Mercosur, la idea de la Integración Latinoamericana y un país llamado Colombia es porque ese Imperio ha tratado de existir  en la Gran Colombia, en el Congreso de Panamá,  en las campañas de independencia y en multitud de proyectos geopolíticos afortunados y desafortunados en la medida en que la idea mirandina se transmutó en una idea bolivariana y está en muchas otras más.

Andrés Bello o la fundación

Tras la caída de la Primera República (y de la primera Venezuela) uno puede imaginar a Andrés Bello (1781-1865) en Londres como un personaje de ciencia ficción que viera su planeta explotar. Había llegado hasta allá como funcionario optimista de una república nueva a la que nunca volvería.

Tanto han simplificado todas las historias oficiales nuestra visión del pasado que olvidamos cómo  era esa primera Venezuela que generó a Miranda, Bolívar y Bello:  no la tierra aborigen, pre-venezolana, de los arawak y los kariña, pero tampoco la nación moderna: bien descrita por Vallenilla Lanz y Juan Uslar Pietri era una colonia ilustrada y próspera pero esclavista,  fundada en  la desigualdad radical.

Lejos de los epicentros de lo que parece haber sido el mayor sismo (el terremoto de 1812) y de la más violenta revolución social en la historia nacional (la rebelión popular de 1814) el joven Andrés Bello, que se encontraba en una misión diplomática en Londres, quedó huérfano de mundo a los 33 años, y no tendría otro que pudiera llamar propio hasta 15 años después. Por eso podemos decir que la vida de Bello, el exiliado, transcurre en Londres, entre Caracas y Santiago, donde va a llevar los restos de esos “trescientos años de cultura e industria” perdidos durante la guerra: él mismo no solo un sobreviviente sino un archivo.

La década de los 1810 la pasa, a la vez, tratando de ganarse el sustento y de apoyar la causa de las independencias americanas, extraña figura, incapaz de saltar de la pluma a la espada, como otros intelectuales de su siglo, hace todo tipo de trabajos hasta que años de cabildeo y relaciones difíciles con exiliados y delegados de las nuevas repúblicas culminan con el nombramiento como secretario de la Delegación Chilena en Londres: en el ínterin había perdido su primera esposa y un hijo.

La que será una de las obras más vastas de  la lengua castellana empieza a tomar forma cuando funda El Censor Americano (1820), La Biblioteca Americana (1823) y  El Repertorio Americano (1826) y especialmente con la Alocución a la poesía, de 1823, y la Agricultura en la zona tórrida, de 1826, que es no solo un elogio, tal vez melancólico, de la lejana naturaleza tropical sino de la paz que nace en el triunfo de las grandes batallas.

Pero mientras Latinoamérica se sumergía en casi un siglo de guerra infinita, Bello se repatria a Chile, un oasis donde inicia una vida nueva como una suerte de héroe civilizatorio  que funda universidades, crea instituciones y redacta una gramática y un código civil. Vivió allí hasta su muerte en 1865: más de lo que había vivido en Venezuela e Inglaterra sin saber que su  periplo prefiguraría el de centenares de miles de venezolanos en un mundo que él no podría ni imaginar.

Juan Antonio Pérez-Bonalde o la pérdida

Si Peréz-Bonalde ( 1846 -1892) hubiera sido un santo tal vez podría haber sido el patrón de los emigrantes venezolanos y el protector de las almas que se aventuran por el Darién o el Caribe, pues algunas de  las circunstancias de su vida, bastante inusuales para los venezolanos de su época, hoy por hoy se han hecho moneda común. Pero era un poeta y, para la mayoría de sus compatriotas, su nombre recuerda solo a una estación del Metro o cualquier calle, sin saber que fue un involuntario precursor de nuestra diáspora.

Dos exilios muy distintos marcan su vida: uno en la infancia, en Puerto Rico, durante sus años formativos, huyendo del cataclismo de la Guerra Federal, y otro en su adultez, en Nueva York, tras ser expulsado por Guzmán Blanco. Viniendo de una familia de pocos recursos tuvo que desempeñar oficios humildes aunque su notable  habilidad para los idiomas (hablaba inglés, alemán, francés, italiano,  portugués, griego y latín) le abrieron otros horizontes profesionales como publicista y agente comercial, pero también le permitió destacar  como traductor temprano de la obra de poetas como Heine, Poe y Shakespeare.

Se le considera un poeta romántico abierto a las influencias anglosajonas y nórdicas y no solo latinas —aunque algunos le consideran también un  precursor del modernismo—. El hecho es que algunos de sus rasgos personales cuadran en el cliché del poeta romántico, bohemio y azotado por la pérdida: su madre muere estando él en exilio y también perdió una hija, producto de su matrimonio infeliz con una norteamericana.

Producto  de la saudade del exilio será el poema “Vuelta a la Patria” (1875) que lee a los parientes y amigos que le reciben en Puerto Cabello y de la muerte de su hija el poema “Flor” (1883), además del legendario “Poema del Niágara” (1880).

Durante el gobierno de Raimundo Andueza Palacio finalmente se le abren las puertas para retornar definitivamente al país e iniciar la carrera diplomática con que usualmente se compensaba a los intelectuales de su época, pero murió súbitamente, debilitado por las pérdidas personales y la adicción al opio.  Entró en el Panteón Nacional en 1903.

Teresa de la Parra o la fuga

En 1931, cinco años antes de su muerte prematura debido a la tuberculosis, Ana Teresa de la Parra Sanojo (1889-1936) inmortalizada por su nom de plume Teresa de la Parra, envió un breve texto autobiográfico a un profesor de literatura norteamericano interesado en su obra: ahí describió su infancia en una idílica hacienda familiar, lo grande que era su familia, su severa crianza católica y los motivos que le llevaron a escribir su primera novela Ifigenia (1924):

En Caracas me puse por primera vez en contacto con el mundo y la sociedad. Observé el conflicto continuo que existía entre la nueva mentalidad de mujeres jóvenes despiertas al modernismo por los viajes y las lecturas, y la vida real que llevaban, encadenadas por prejuicios y costumbres de otra época. Sin fe en tales prejuicios se dejaban sin embargo a todas horas dominar por ellos, suspirando, sólo en deseo, por la independencia de vida y de ideas, hasta que llegaba el matrimonio que las hacía renunciar y las entregaba a la sumisión acabando por convertirlas a las viejas ideas gracias a la maternidad.

Tal vez no haya sido expulsada por un gobierno o haya escapado de la persecución política, pero Teresa de la Parra es una exiliada como cualquier otro miembro de esta lista: ¿Ifigenia no es acaso la visión distópica de lo que habría tenido que vivir Ana Teresa si sus circunstancias hubieran sido distintas, si hubiera sido una más de las damas caraqueñas?

En otras partes del mundo ya no era inusual que las mujeres hicieran vida pública (aunque solo como artistas porque entonces la ciencia y la política todavía les cerraban obstinadamente las puertas) y Teresa se movió a donde le era posible ser una mujer de letras: de hecho fue pionera de las intelectuales latinoamericanas junto a sus amigas Gabriela Mistral y Lydia Cabrera, no solo publicando sino dando conferencias en Cuba y Colombia.

Ifigenia Memorias de Mamá Blanca (1929) son semblanzas distintas de esa Venezuela provinciana destinada a desaparecer bajo la fuerza del “modernismo”, pero si en la primera aparece como trampa, en la segunda ya lo hace como nostalgia. Feminista moderada, según sus propias palabras, no vivió para ver el sufragio universal femenino conquistado 10 años después de su muerte: hicieron falta casi 20 más para que  las mujeres comenzaran a tener una vida pública y profesional, unos 10 más para que entraran definitivamente a la vida política.

Rafael de Nogales Méndez o la batalla

Lawrence y Nogales… ¿Por qué se recuerda a Lawrence y se olvida a Nogales?”, se preguntaba Roberto Arlt en 1937. Fue el primero en comparar al venezolano con  T.E. Lawrence, el legendario y atormentado Lawrence de Arabia.

Como Lawrence, Rafael de Nogales Méndez (1877–1936)  perteneció  a una raza de aventureros de la que fueron parte Miranda, Garibaldi y James Brooks, el Rajá blanco de Sarawak, aventureros que fueron posible en siglos en los cuales ya era posible recorrer el globo, pero no vivíamos con la sincronicidad y la conexión que tenemos hoy, en que cada continente era como un planeta.

De Nogales Méndez, nacido en 1877, era parte de una prosperísima familia de Los Andes, sus hermanas se casaron con aristócratas alemanes, fue educado en la cultura germana y ya era políglota antes de salir del país. Ni su espíritu aventurero ni su cosmopolitismo eran extraños a los andinos  de su generación que conquistaron Venezuela y la gobernaron por casi 50 años, pero nunca sabremos qué mecanismos del alma  llevaron a Nogales a cubrirse de Laureles no en La Victoria y Ciudad Bolívar sino en Van y Kut-El-Amara.

Policía en México, espía en China, Bey en Turquía, minero en Alaska, guerrillero en Nicaragua, tuvo que salir de Venezuela dos veces perseguidos por los “andinos en el poder” y fracasó en dos intentos de invasión contra Gómez. Como si décadas de guerras en África y Asia no le bastaran: se enlistó con los turcos durante la primera Guerra Mundial solo porque fueron los únicos que le aceptaron y él siempre buscaba una “guerra justa” en que pudiera ser “un caballero andante”. En Anatolia llegó a ser comandante o Bey, fue condecorado con la Cruz de Hierro y dejó una impresión duradera en el Kaiser, pero la guerra que encontró fue cualquier cosa excepto  justa.

De hecho, el haber aceptado luchar para el despotismo turco hizo más difícil y extraordinario su destino: en la ciudad de Van se encontró, cara a cara, con el primer genocidio del siglo XX y lo registró y denunció en su libro Cuatro años bajo la media luna, del que Arlt dijo tenía la misma “grandeza sombría” del monumental Los Siete Pilares de la Sabiduría de Lawrence.

Luego de la Gran Guerra, luchó al lado de Sandino en Nicaragua, experiencia que registró en El saqueo de Nicaragua (1928), y en Memorias de un Soldado de Fortuna (1932). Murió de una enfermedad inesperada en Panamá, donde estaba como enviado del gobierno de Venezuela. Había regresado tras la muerte de Gómez pero sin lograr aclimatarse.

César Zumeta o la Cosmópolis

De José César de los Dolores Zumeta (1863 -1955) se dice que era hijo ilegítimo de Antonio Guzmán Blanco. No es posible confirmar si era así,  aunque existen documentos que prueban que Guzmán Blanco le financió los estudios y estuvo presente en ciertos momentos de su vida y atento a su educación. Lo cierto es que la primera parte de la vida de Zumeta, figura típica de un naciente periodismo en un periodo en que la tipografía y la prensa pasaban de artes y artesanías a industrias, está marcada por constantes exilios expulsado por distintos gobiernos liberales comenzando por el del mismo Guzmán Blanco en 1883, luego de atacar al tirano/padre desde el periódico La pluma libre”. Regresó al gobierno de Crespo solo para ser encarcelado y expulsado unos años después tras atacar al tirano de turno en las páginas de La opinión nacional (1891) y El Tiempo (1892).

Pero este destierro, entre 1884 y 1888, que le lleva a Nueva York, le pone en contacto con una generación nueva de escritores, intelectuales y periodistas de la “generación del 98”, y que se superpone con la tendencia modernista en la literatura, que es el puente entre el siglo XIX y el XX en las letras latinoamericanas.

En Nueva York se encuentra  y  colabora con los diarios El Yunque (1887) y La Libertad. Tras volver brevemente a Venezuela, invitado por Andueza Palacios, se exilió nuevamente en Nueva York, desde donde dirigió la Casa Editorial Hispanoamericana (1894) y colaboró en la legendaria revista Cosmópolis de Caracas (1894-1895), donde escribirá sobre las maniobras de los poderes imperiales en el continente: el imperio inglés que se eclipsa, no sin antes dar su zarpazo sobre el Esequibo, y Estados Unidos que se expande luego de la Guerra hispanoamericana.

Lo curioso de Zumeta es que su carácter de tribuno rebelde se disipa con la madurez, aunque no su vocación por la política internacional: luego de romper con Castro tras haberlo apoyado durante el bloqueo naval de 1901 (fue senador y cónsul en Inglaterra), apaciguado, se convertirá en un prohombre más del gomecismo, como diplomático y parlamentario, delegado ante la Sociedad de Naciones y presidente del Senado. Convertido en un hombre del establishment moriría, sin embargo, en París en 1955, desde donde Pérez Jiménez repatrió sus restos.

Rufino Blanco-Fombona o el linaje

A los modernistas se les conoce por sus devaneos aristocráticos, su afición por la antigüedad clásica, sus letras rebuscadas, su cultismo y, obviamente, por su deseo de diferenciarse del pasado. Pero, como vimos, el modernismo fue la primera tendencia intelectual verdaderamente internacional y verdaderamente cosmopolita del continente, hija del telégrafo, las vías férreas y el barco de vapor,  y la vida de Blanco-Fombona, tal vez el exiliado más exitoso de la historia nacional, lo muestra perfectamente.

Blanco Fombona (1874- 1944), según como se le quiera ver, era un aristócrata o un oligarca: descendiente de conquistadores y de próceres, primo de Eduardo Blanco, era un hombre de pasiones violentas que no tenía problemas de pasar de la pluma a la espada: apenas comenzada su carrera militar se involucró en la llamada Revolución Legalista y participó en varios duelos a lo largo de su vida cayendo en prisión varias veces por homicidio.

Escritor extraordinariamente prolífico, haría contribuciones decisivas tanto a la consolidación del Culto a Bolívar y al hispanoamericanismo o “latinismo” de su época, que se oponía a los Estados Unidos, no con argumentos antiimperialistas sino desde la idea de una “guerra de civilizaciones” entre lo latino y lo anglo.

Se exilia tras salir de la cárcel en 1910, donde cayó porque, como gobernador de Amazonas, se vio envuelto en disturbios violentos al luchar contra las mafias del caucho de la época. Exiliado, fue el secretario de la Junta Suprema del Gobierno de Venezuela, es decir, del gobierno en el exilio, y estuvo involucrado en la trágica y fallida expedición del Falke.

Sus relaciones con el mundo político y literario de  España fueron tan buenas que, en 1928, el Ateneo de Madrid y la Real Academia le proponen para el Premio Nobel de Literatura (que casi obtiene) y en 1932-1933 fue gobernador de las provincias de Almería  y Navarra, siendo el único venezolano en ocupar cargos ejecutivos tan altos en España.

La muerte de Gómez marca la última década de su vida: regresa a Venezuela, donde será presidente del estado Miranda y, siempre prolífico, publicó varias obras consagradas a la figura y legado de Bolívar. Pero ni su virtud ni su buena fortuna pudieron con la debilidad de su corazón: murió en Buenos Aires en 1946 mientras preparaba sus obras completas.

José Rafael Pocaterra o el testimonio

Hace 100 años, cuando no existían redes sociales ni televisión y la radio apenas nacía, cuando el periodismo como lo conocemos empezaba a tomar forma y no había ONU ni Corte Penal Internacional,  cuando apenas se asomaban todas las formas de crear memoria y registrar el mundo —que hoy damos por descontado— un libro como Memorias de un venezolano de la decadencia era (junto a las pocas fotografías que nos muestran los horrores casi olvidados de La Rotunda) uno de los pocos medios a través de los cuales era posible mostrarle al mundo cómo funcionaba una tiranía por dentro: décadas antes de Primo Levi y de Archipiélago Gulag,  Pocaterra (1889-1955) fue uno de los primeros testigos del siglo XX.

De origen humilde, producto de la prensa moderna, del periodismo,  de la cultura popular, de la vida urbana de un país que se adentraba en el capitalismo, fue una suerte de  “Contramodernista”  que despreciaba a los que se dedicaban a  poner a bailar unos muñecos novelísticos rellenos de aserrín lírico. Su literatura era, sin duda, realista, política y de denuncia, solo que distinta a los “realismos” usualmente dogmáticos y limitantes que plagaron el siglo XX.

Su concepto de lo grotesco sobre el que se ha discutido tanto no es simple descripción ni costumbrismo sino caricatura: es lo que nos muestra, en la exageración, los rasgos esenciales de una cosa, tal como hacen los grandes artistas gráficos (Panchito Mandefuá podría haber sido una tira cómica). Su escritura es rica en imágenes sensoriales y dramáticas y, aunque la comparación parezca lejana, tiene cierta similitud con el gekiga, los cómics de  “imágenes dramáticas” con que artistas japoneses de los 60, como Yoshihiro Tatsumi, registraron  su época.

Tras ser encarcelado varias veces por Castro y luego por Gómez, desde 1919 pasará tres terribles años en la Rotunda cuando la represión caiga sobre el diario humorístico Pitorreos. Liberado  en 1922 huye para Estados Unidos ese mismo año, sin embargo, acabará por establecerse en Montreal. Ya había publicado 4 libros antes de salir al exilio pero le inmortalizaron Cuentos grotescos (1922) y Memorias de un venezolano de la decadencia (1927).

Destacó en el exilio venezolano pero también tuvo relaciones problemáticas con otros exiliados que le culpaban del fracaso de la aventura del Falke. Como todos los ilustres exiliados de su generación, tras la muerte de Gómez fue cooptado por el nuevo establecimiento político: senador y presidente de su estado natal, Carabobo. También tendría cargos en el gobierno de Delgado Chalbaud, aunque tras la muerte de este, regresa a su casa en Montreal. Crítico de Pérez Jiménez, no recibió homenajes tras su muerte en 1955.

Andrés Eloy Blanco o la juanbimbada

Quien busque  en Youtube la rockola de la humanidad puede encontrar a la actriz y cantante Eartha Kitt (la segunda catwoman, de la serie de Batman de los 60) cantando en un español casi perfecto “Pintame angelitos negros”,  el más conocido poema de Andrés Eloy Blanco (1896-1955), convertido en un bolero por  Manuel Álvarez Rentería.

Gracias a esa adaptación “Pintame angelitos negros” se hizo  el poema venezolano más difundido en el mundo, con versiones de Lola Flores, Roberta Flack, Pedro Infante, Agustín Lara y un largo etcétera. Conmovedor sin ser sentimental, duro sin ser panfletario, es una de las más violentas denuncias del racismo jamás escritas: “Pero no, nunca te acordaste de pintar un angel negro”.

Nacido en Cumaná, como muchos miembros de esta lista, entró y salió de la prisión desde los 18 años: La Rotunda, el Castillo de San Felipe, donde pasó 4 años tras la revuelta de 1928 y cuyos horrores e hitos resume telegráficamente en Pesadilla con tambor, cuya concisa violencia anticipa al rap.

Habiendo conseguido la fama literaria desde muy temprano destacó como poeta popular en un tiempo en que la lírica era parte integral de la cultura popular y las casas tenían discos con declamaciones de poemas como el famoso “Duelo del mayoral”: hay una contemporaneidad entre la poesía de Blanco con el Bolero, el Son y la guaracha, en esos tiempos en que la cultura popular pasaba de lo artesanal a lo industrial. Conocido por sus versos accesibles y sus chistes (se dice que usaba el humor para regular el clima durante la Asamblea Constituyente de 1946).

Juanbimbada es el hermoso título que recibió una antología de 1960, dedicada a los poemas de Blanco de la primera mitad de los 40, muy apropiado porque es en esas más o menos tres décadas de luchas democráticas entre los 30 y los 60 cuando transcurre esa epopeya del hombre común, ese Juan Bimba, que para Juan Vicente González es solo un tonto, y para Pocaterra todavía aparece solo bajo la forma de lo grotesco, y que durante esos años de zigzagueante y compleja transición democrática comienza, por fin, a aparecer por sí mismo y gobernar a sus gobernantes, aunque sea parcial, fugaz, intermitente.

La carrera política de Blanco comienza precisamente en el año 36. Protesta contra la represión de la manifestación popular del 14 de febrero de ese año y rehúsa ser cooptado por López Contreras, convirtiéndose en fundador de Acción Democrática, una de las referencias de la Venezuela progresista y, en su momento, defensora de una transición democrática no programada desde las alturas del poder.

Figura clave de la Constituyente democrática del 46 y del gobierno de Gallegos, del que fue canciller, tras el golpe del 48 se exilió en  México, donde escribió sus poemas más alabados por la crítica. Murió en un absurdo accidente tras rendirle homenaje a Leonardo Ruiz Pineda en Ciudad de México.

Mario Briceño Iragorry o la nación

Ni la mejor agencia de Relaciones Públicas podría hacer presentables algunos trechos de Mensaje sin destino (Ensayo sobre nuestra crisis de pueblo) de 1951: cuando habla de la  “violencia vegetal”  y la “fe primitiva en la libertad” del Negro Primero, y cuando dice con el mayor candor que estima más su parte hispánica que su parte negra e india porque las dos últimas no son “propulsoras de cultura”, a uno no le queda otra que mirar para otro lado.

Pero Briceño Iragorry (1897 -1958)  no era más racista que sus contemporáneos: casi no había un venezolano de las élites para el que no fuera obvia la superioridad de Europa y la raza blanca, aunque elogiasen el mestizaje y la “democracia social”, así que podemos dejar ese juicio moral del pasado, cuyos vicios y desastrosos efectos él mismo señaló muy bien.

Mensaje sin destino explica por qué Briceño Iragorry, uno de los mayores historiadores y ensayistas de la historia nacional, que no se exilió durante el gomecismo, que prosperó y se cubrió de laureles bajo la tiranía (presidente de los estados Trujillo y Carabobo, secretario de la Universidad Central, etcétera) acabó exiliado al final de su vida, en 1953, cinco años antes de su muerte.

En lo inmediato las causas eran simples: militaba en URD, defendía la democracia liberal y el sistema de partidos  y cuando la Junta Militar desconoció la constituyente no le quedó otra que exiliarse. La ironía es que siendo el más conservador de nuestros historiadores, el abogado de una comunidad nacional metafísica, continua, cuasi eterna, apenas diferenciada de la de España, descubrió en el pluripartidismo la superación del espíritu fraccional y sectario que negaba la continuidad de la gran comunidad nacional.

Su contrapartida es Vallenilla Lanz que describe, de manera realista, cómo la nación nace de la lucha entre grupos sociales y  contra las fuerzas naturales, que muestra los efectos del tiempo y del espacio, la opresión y el racismo del periodo colonial, la guerra civil que fue la independencia, pero sólo para deducir de la lucha la necesidad de un Gendarme que realizará y  personificará la unidad nacional, haciendo imposible no solo el conflicto sino la diferencia. La ironía es que el análisis materialista y moderno de Vallenilla acaba justificando la autocracia y el idealista de Briceño  el liberalismo y el pluralismo.

Cuando Briceño se exilia surgía el Nuevo Ideal Nacional, verdadero nacionalismo de “sociedades patrióticas o cuerpos policiacos”, como el que criticaba en Mensaje sin destino, pero el Puntofijismo e incluso la izquierda revolucionaria también inventaron luego sus propios nacionalismos policiales y litúrgicos presentando determinados periodos del pasado  como  edades oscuras  que reivindicaban otras de progreso y emancipación. Como sabemos,  esa lógica litúrgica y policial alcanzó su paroxismo al final del siglo XX con la faccionalización más extrema de la historia nacional hasta la fecha.

Por la ciudad hacia el mundo (1957), el canto de cisne de su nacionalismo ya anacrónico, sintetiza su pensamiento. Regresa en abril de 1958, tras la caída de la dictadura, para morir 2 meses más tarde.

Rómulo Gallegos o la civilización

Los dos exilios de Gallegos (1884-1969) suceden a sus más grandes éxitos: el primero, a la publicación de Doña Barbara (1929), el segundo a 9 meses de haberse convertido en el primer presidente electo por sufragio popular.

El de 1931 coincide con su periodo más fecundo y sigue a su nombramiento como senador debido a la fama y prestigio obtenidos con Doña Bárbara. Como joven escritor había fundado la revista Alborada, incursionado en el Teatro y escrito de obras clave como Reinaldo Solar (1920) y La Trepadora (1925), pero fue con Doña Bárbara que se convirtió en un escritor de talla latinoamericana y, a la vez, con la que su obra literaria toma un cariz político.

Sin embargo, no son los hijos de Barbarita los que lo exilian sino él mismo quien, en un acto de rechazo, elige el éxodo antes que ser cooptado por el establecimiento gomecista. Sea por casualidad o por el efecto fecundador de todo exilio, sus años en Estados Unidos y España coinciden con la madurez de su obra con novelas como Cantaclaro (1934), Canaima (1935) y Pobre negro (1937), que escribirá en España, alternando entre su casa de Madrid, que algunos consideraban el consulado del exilio venezolano y veranos en Beu, Galicia.

Este primer exilio también marca la frontera entre el Gallegos puramente literario y aquel que se convertirá en un político —aunque tal vez no uno militante y de pura sangre como sí lo eran Martí o Sarmiento o, en otras latitudes, Vaclav Havel— tras ocupar cargos importantes en las administraciones de López Contreras y Medina Angarita, hace parte de la fundación de Acción Democrática, de la llamada Revolución de Octubre y recibe el honor de ser el primer presidente democráticamente electo de la historia nacional.

La ironía es que fueron los émulos de Santos Luzardo —personaje de Doña Bárbara, militares venezolanos del siglo XX, civilizados, educados en las mejores academias, formados científica y técnicamente, los que derrocaron primero a Medina y luego a Gallegos en medio del peligroso “juego de tronos” de la joven Acción Democrática. Pues no debemos olvidar que las policías políticas, las torturas sofisticadas y el campo de concentración no son hijos de la barbarie sino de la civilización.

Derrocado por Delgado Chalbaud, un oficial con vínculos fuertes con Gallegos y su familia (se dice que hasta le pedía la bendición), Gallegos emprende otro exilio, ahora tardío, por México y Cuba antes de volver a Venezuela y ocupar algunos cargos importantes, por ejemplo, en la flamante CIDH. Muere en 1969 en una Venezuela enteramente distinta de la que le había visto nacer.

Juan Pablo Pérez Alfonzo o la invención

Se puede argumentar que el exilio de Juan Pablo Perez Alfonzo (1903-1979) fue  el más fecundo de la historia nacional. En esos años el abogado exiliado en Washington de tanto estudiar obsesivamente a  la Railroad Commission of Texas acabó por inventar un mecanismo que cambiaría toda la economía planetaria.

La “constitución” de la industria petrolera en la segunda mitad del siglo XX había sido escrita en Venezuela. La nacionalización del petróleo mexicano había mostrado las consecuencias de la resistencia de las grandes compañías petroleras a compartir la riqueza con los países que les acogían, pero fue en la Venezuela de Medina Angarita, y en medio de la Segunda Guerra, que se dieron las condiciones para un verdadero New Deal.

Pérez Alfonzo, jurista de profesión, se había unido —como muchos progresistas de la época— a Acción Democrática  y como diputado fue muy crítico de la Ley de Petróleo de Medina Angarita —que ya establecía el principio del fifty-fifty que resumía las nuevas relaciones entre Estados y Compañías petroleras—: no era poca cosa en una época en que muchos creían, con cierta razón,  que las petroleras gobernaban el mundo y la diferencia entre desarrollo y subdesarrollo era mucho mayor que hoy.

Como ministro de Fomento Pérez Alfonzo fue el arquitecto de la institucionalidad petrolera venezolana, haciendo efectivo el principio del fifty-fifty e incluso involucrando al Estado en la comercialización. En su época estos eran cambios revolucionarios que no pasaban desapercibidos a las naciones del Golfo Pérsico. Tras el golpe del 48 y luego de ser encarcelado por meses, Pérez Alfonzo se exilió en Washington mientras una dictadura militar de derechas se imponía.

Fue en ese destierro donde tuvo una idea totalmente poética: crear a nivel planetario una organización análoga a la Comisión de Ferrocarriles de Texas, que entonces regulaba no sólo los trenes sino la producción de petróleo en ese estado y, de facto, establecía los precios a nivel global. Cuando el retorno de la democracia le permitió volver al país, ya como ministro de Energía y Minas, y en un escenario propio de una película de espías, haría la más inesperada alianza con Abdullah al Tariki, futuro ministro de minas Saudí, poniendo las bases de la primera organización de países del Tercer Mundo capaz de poner, sin disparar un tiro, casi de rodillas, a las grandes potencias.

Perez Alfonzo, cuya relación con AD fue siempre problemática, salió del gobierno cuando fue rechazado su “Pentágono de Acción” para la industria petrolera que incluía la propuesta de una Corporación Venezolana de Petróleo con características distintas a las que luego tendría Pdvsa. Alfonzo se convirtió, junto a Pedro Duno y Domingo Alberto Rangel, en una suerte de profeta clarividente, moralista  e iracundo.

Los Disidentes o la negativa

El nombre, que parece de un grupo de punk, en realidad  abarca a los artistas plásticos  Aimeé Battistini, Narciso Debourg, Perán Erminy, Carlos González Bogen, Luis Guevara Moreno, Dora Hersen, Mateo Manaure, Pascual Navarro, Rubén Núñez, Alejandro Otero, la bailarina Belén Núñez y al filósofo José Rafael Guillent Pérez, y a otros.

¿Será exagerado llamar “exilio” a la condición de esos privilegiados que, salidos de un país todavía palúdico, pobre y desnutrido, en 1950 estudiaban en París? Es cierto que ninguno de ellos fue perseguido o tuvo que huir, pero el exilio es también rechazo y no solo huida y en el caso de estos jóvenes artistas e intelectuales, esta expatriación fue la oportunidad de plantear una diferencia política radical en el mundo del arte que, de haber estado en Venezuela, podría haber sido más peligrosa dado el represivo clima político en los años posteriores al derrocamiento de Gallegos:

Nosotros no vinimos a París a seguir cursos de diplomacia, ni a adquirir una “cultura” con fines de comodidad personal. Vinimos a enfrentarnos con los problemas, a luchar con ellos, a aprender a llamar las cosas por su nombre, y por ello mismo no podemos mantenernos indiferentes ante el clima de falsedad que constituye la realidad cultural de Venezuela.

Este tipo de movimientos  no eran nuevos en las artes plásticas venezolanas electrizadas por el impresionismo: ya habían ocurrido otros en 1909 y 1912 en la Escuela de Bellas Artes, que llevaron a la fundación del famoso Círculo de Bellas Artes. Además,  el ascetismo de Reverón tal vez pueda considerarse también como una forma de autoexilio. En el caso de Los Disidentes la especie de manifiesto —de hecho se tituló Manifiesto NO expresa la posición del grupo consiste en una serie de negativas:

“NO a la Escuela de Artes Plásticas y sus promociones de falsos impresionistas”.

“NO a las exposiciones de mercaderes nacionales y extranjeros que se cuentan por cientos cada año en el Museo”.

“NO a los falsos críticos de arte”.

“NO a los falsos músicos folkloristas”.

“NO a los falsos poetas y escritores llena-cuartillas”.

“NO a los periódicos que apoyan tanto absurdo, y al público que va todos los días dócilmente al matadero”.

Pero en el arte cinético de Alejandro Otero y el abstracto de Mateo Manaure y, en cierto sentido, en las grandes artes plásticas venezolanas de los sesentas puede encontrarse la faz afirmativa de esa disidencia.

Pedro Duno o la recursividad

“La producción es sustituida por el fraude, el peculado, la estafa, el soborno, el contrabando, la falsificación, todas las formas del delito se regularizan como métodos de adquisición de riqueza”…

Era 1975 y en la introducción de su libro Los doce apóstoles: Proceso a la degradación política, Pedro Duno, al estilo del 18 Brumario de Luis Bonaparte, intentaba no una denuncia periodística ni una diatriba moral, sino un análisis de cómo la corrupción modelaba la sociedad venezolana.

Filosofo de la UCV, había sido militante del Partido Comunista en cuyas filas participó en el Carupanazo, luego participó también en la guerrilla,  en el Frente Simón Bolívar en el estado Lara, pero se exilió tras el cierre de la publicación Punto Negro. En el exilio, ocupado de la logística de la lucha armada,  vivió  aventuras dignas de filmes de espías e incluso discutió con Ernesto Guevara su posible entrada a Venezuela.

Pero entre lo que le diferenciaba de otros dirigentes de izquierda, no solo era su marxismo heterodoxo sino su poco entusiasmo por las autocracias: denunció la invasión soviética a Checoslovaquia y la  “creciente burocracia en Cuba”, de la misma manera que se alejaría de Gadafi y su Revolución Verde.

Creyente en la “revolución permanente”, es decir, recursiva,  su libro más conocido, Los doce apóstoles: proceso a la degradación política (1975), fue su forma de continuar la lucha de los 60 en la Venezuela pacificada de los 70: allí mostró que la asociación de Carlos Andrés Pérez con empresarios como Pedro Tinoco y Gustavo Cisneros no era simple peculado, sino formas de construir un nuevo tipo de Estado adecuado al capitalismo petrolero.  El libro y el autor fueron perseguidos precisamente porque los hábitos de la democracia cubrían los instrumentos de la autocracia todavía afilados.

Mostrar que había continuidad entre los regímenes de antes y después del 58 era, por supuesto, anatema en el mainstream político y cultural, pero también era anatema en la izquierda el reconocer que la democracia había cambiado la vida de la gente común y Duno —y Domingo Alberto Rangel— se opusieron a ambos consensos en su obra común Elecciones 1978: La pipa rota (1979).

A partir del 98, cuando muere, sus críticas de los 70 al puntofijismo y el devenir democrático venezolano serán apropiadas con fines non sanctos. Y aunque él mismo fue uno de los primeros en defender el inexplicable alineamiento de  Bolívar con el marxismo, no hay razones para creer que hubiera  sido más complaciente con Chávez de lo que lo fue con Gadafi o Fidel o que no habría visto en Odebrecht, Derwick y Cadivi, en las “nacionalizaciones” de 2010, los serpenteos que había visto una generación atrás.

Domingo Alberto Rangel o la intransigencia

Tal vez el  más singular de todos los intelectuales que salieron de Acción Democrática, Domingo Alberto Rangel (1923-2012), fue el representante de un radicalismo democrático rarísimo en la izquierda venezolana. Formado como abogado, se convirtió en un profesor y diputado jovencísimo, testigo de excepción de la segunda mitad del siglo XX.

Su primer exilio, entre el 49 y el 58, le llevó a Bolivia, durante la Revolución Nacional, y a Costa Rica, donde se relaciona con otros líderes adecos en el exilio, incluido Rómulo Betancourt. Pero sería uno de los dirigentes que también experimentaron el exilio durante los años de plomo de los 60, en este caso en Italia.

Convirtiéndose en un gran historiador del siglo XX y de la democratización venezolana, de sus más de 70 libros, Los andinos al poder. Balance de una hegemonía, 1845-1945 (1964), destaca como un elogio épico del Táchira y de esa diferencia  (pequeña propiedad, cosmopolitismo, industriosidad) que permitirá a los andinos prácticamente conquistar Venezuela al estilo de los grandes outsiders de la literatura y la historia como los Targaryen o los Tokugawa.

Fue él quien acuñó el término Venezuela Saudita y percibió primero el carácter “mágico” del Estado Rentista. En sus ensayos de los 70 como Elecciones 1978: La pipa rota (1979), escrito junto a Pedro Duno, pese al tono de escándalo moral, muestran ya una comprensión de  la corrupción no como simple crimen o falla moral sino como expresión de un rentismo petrolero que permitía al estado venezolano actuar “como el Yahvé del Pentateuco”, así como una preocupación por la reducción de la Democracia a simple alternación electoral y normalización de la degradación institucional: “Los crímenes más graves adquieren las características de hechos naturales”.

Siempre obsesionado con la revolución que no ocurrió tras la caída de Pérez Jiménez, le distinguía, sin embargo, un distanciamiento del fetichismo de la guerrilla y una desconfianza en las autocracias que le llevó a distanciarse de la Revolución Libia y criticar desde el principio al chavismo, que el grueso de la izquierda abrazó con entusiasmo. Convertido en una rara avis para la verticalista izquierda venezolana (anarcomunista, antimilitarista, antiautoritario) se fue recogiendo en un círculo cada vez más selecto de amigos hasta su muerte en 2012: Unbowed, Unbent, Unbroken podría ser su epitafio.


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