VENEZUELA DEPRESIÓN, @DANIEL HERNÁNDEZ

Óscar Lucien

Deslave de la República civil

I.

Érase una vez una época regulada por la temporada de las frutas, por la variedad de los juegos, los meses del trompo, el yoyo o la perinola, los días de volar papagayos. De artesanía casera estos pasatiempos hacían del ocio un disfrute cotidiano del espacio público, en la calle, en la cuadra.

Días en que al igual que las temporadas de lluvia y sequía todo encajaba en un ritmo regulado y permanente.

De adulto íbamos los domingos a los museos, al encuentro con amigos o disfrutar de una película en la Cinemateca Nacional; de un paseo por las librerías. Habíamos repasado antes de salir de casa unos tres diarios entre los cuales la página de cultura de El Nacional era ineludible.

II.

En 1999 ocurrió la impresionante catástrofe conocida como el deslave de Vargas. Una dolorosa tragedia natural, inopinada metáfora de la decadencia siguiente de nuestra cotidianeidad civil y política.

Amanecimos en el nuevo siglo bajo el desconcierto, la crispación, el miedo, bajo el eco de los cañonazos de un “por ahora” y la amenaza de una fritura de cabezas. El ejercicio del poder dejó de ser la práctica de reconocimiento del adversario y se destronó la idea misma de la alternancia. La “política” se entrometió en la sala, el comedor y el dormitorio. Pensar diferente devino fuente de conflicto permanente, de descalificación. Perdimos la prensa libre, la luz, el agua, el signo monetario y los tres platos en familia. De generoso país de acogida aventamos a millones de nacionales. La memoria colectiva ha sido blanco de una incesante artillería, física y verbal. Son otros los nombres de autopistas, parques e instituciones. El corcel de la bandera viró para la izquierda y hasta el nombre del país es otro. La estridente e injuriosa cháchara la neolengua impuesta desde el poder neutraliza la capacidad de un pensamiento libre. Y, sin duda el cambio más deletéreo, la tutela de lo militar sobre lo civil como un inmenso mojón atravesado en el sendero democrático de nuestro país.

Cambió el universo tanto real como simbólico de la república civil.


Pancho Crespo Quintero

La patria echó al País

Todo el tiempo en los extremos. Día tras día entre la tristeza y la rabia. Hoy valiente hoy cobarde. En un momento no puedo alzar los brazos, ni cantar a la derrota puedo, luego mis manos gritan y soy un cíclope, un héroe de acero con escudo de cartón, y luego solo cansancio y quietud, y después ímpetu para después agobio para después volver a ser molido. Todo el tiempo nos ponen en los extremos para partirnos, nos empujan a un quicio cada día más estrecho y empinado, una vuelta más a la tuerca, otro día sin luz, otro día sin agua, otro día de oxido, otro día sin día, al fin y al cabo otro día… para vivir la tortura un nuevo día.

Hay un dolor que nunca amaina porque ahora son más largas las distancias. Es como si el corazón se hubiera hundido demasiado, a lo oscuro de no sabemos dónde; más allá de más nunca diría otro. Ni siquiera se devuelve con el viento, siempre sigue de largo. Y lloras todos los días por el hijo que echaron de tu lado, los hermanos que echaron, los amigos que echaron. Realmente nadie se fue. Realmente a todos (nos) echaron, porque los que aquí quedamos también de aquí nos echaron. La patria echó al País.

Todo lo han ido quebrantando, haciendo añicos, cual reguero de vidrios. La palabra dice el sonido de la rasgadura, de la pieza partida; pieza que es individuo y grupo, llanto o suspiro ahogado de quien mira hacia donde ya nada hay, golpe y grito y sangre de quien cayó mientras decía “yo si puedo”, “yo no me dejo”. Libertad y mañana que ya no es nada de eso. Libertad y mañana me repito para animarme… una pestilente mancha púrpura tiene muchos años tapándolas. Es una gran mentira aquello de que veinte años son nada. Qué queda sino la grieta de filosas piedras, el gas que asfixia, la hiena mofletuda y babeante que baila. Queda el peso de los salvajes gritando “Alerta… alerta… alerta que camina…”. Quedan las pezuñas de las bestias, el hedor de los Orcos. Quedan las tinieblas adueñadas de la casa. Queda el quebranto, como cuando de niños delirábamos por la fiebre… y alucinábamos.


Paola Romero

Sócrates, en casa

A Sócrates lo condenaron a muerte por filosofar. A pocas horas del juicio, sus discípulos le dieron la alternativa de escapar. En un gesto característico del filósofo, Sócrates se hizo una pregunta, en su caso la que sería su última pregunta: ¿es el exilio realmente una alternativa a la muerte? Su respuesta fue clara: “Señores atenienses” dijo en la Apología, “los aprecio y estimo, pero le haré más caso al dios que a ustedes. Mientras todavía respire y sea capaz, no voy a dejar de filosofar”. Si filosofar implica quedarse en Atenas y en el país que lo hizo hombre, pues hasta luego exilio. En los 25 años desde que se instauró en Venezuela un sistema de persecución y de censura, muchos pensadores libres se han visto en la misma encrucijada de Sócrates: quedarse y hacer filosofía en casa a pesar de los retos y amenazas, o el exilio. Entre el 2008 y el 2018, de 864 renuncias registradas de profesores de la Universidad Simón Bolívar, solo 4 fueron del Departamento de Filosofía. Esto no los hace menos o más valientes, pero sí es indicativo de que la filosofía y el pensamiento pueden sobrevivir en situaciones adversas. En Carora, por ejemplo, un grupo de apasionados lectores se reúnen a las 6 de la mañana todas las semanas para estudiar a Kant —ya van por la tercera Crítica. En la pastelería Danubio de Chacao, se reúne los sábados el club de lectura “La mesa de arriba» para discutir textos filosóficos. Virtualmente, los líderes de Caracas Crítica mantienen una plataforma filosófica de intercambio y diálogo. Y en el interín, tuvo lugar la Semana de Filosofía UCV 2023. Desde mi propio exilio voluntario, envío un humilde mensaje de admiración y respeto a todos estos Sócrates que mantienen vivo el pensamiento en Venezuela.


Paulina Gamus

Un cuarto de siglo, se dice fácil

Como debo hablar de mi diré  que hace 25 años, en enero 1999,  era una senadora recién electa por Acción Democrática pero sin muchas esperanzas de ejercer el cargo. En julio de ese año renuncié después del intento de linchamiento por las bandas chavistas  que me persiguieron por haber osado criticar al presidente del Congreso de la República, coronel Luis Alfonso Dávila.

Desde entonces mi vida fue otra. Aprendí a usar la computadora porque ya no tendría secretaria que transcribiera mis artículos y cartas. Mi teléfono dejó de sonar tantas veces cada día porque ya era nadie en términos de influencias para hacer favores . Solo me llamaban la familia y los amigos de verdad, no los del cargo.  Sentía una paz que no había conocido en los últimos veinte años.

Pero entonces comenzó la dispersión, el éxodo. Se fueron mis más queridos y admirados médicos. Se fueron entrañables  amigos. Y empezó a irse mi familia. Sobrinos, primos y lo más doloroso, mis  tres nietos.  Se casaron dos en Bogotá y Cartagena con colombianas  y una en Caracas con su novio también colombiano. Me han nacido 7 bisnietos. Es una suerte, haber vivido para ser siete veces bisabuela y tener la lucidez para disfrutarlo. ¿Y la lejanía?  Existen las videollamadas. Nos comunicamos, nos hablamos y siempre lo mismo: ¿Cómo están, qué hacen, qué tal el trabajo o la escuela?

¡Pero no poder abrazarlos y besarlos! Y sin embargo soy privilegiada. ¿Cuántos de quienes quedaron aquí: padres, abuelos, hijos o hermanos de los millones que se han ido tienen esa suerte?  ¿Cuántos tienen computadora y wifi para comunicarse y a cuántos  no les falla la energía eléctrica para hacerlo posible? Pienso que a los 86 años no debo quejarme.


Pedro Plaza Salvati

El día que cambió mi vida

Cuando dieron el resultado incontestable de las elecciones el 6 de diciembre de 1998, un día después de mi cumpleaños, me senté en el último escalón al lado de la puerta de mi cuarto, me llevé las manos a la cara y estuve paralizado casi una hora en esa postura. La incredulidad quizás daba alguna pista de los cambios que se avecinaban, aunque no de su magnitud.

Nunca imaginé que participaría en marchas infructuosas para luego marcharme del país por el hartazgo y aterrizar, como primer destino, en un estrecho apartamento del Village en Nueva York con una beca para un máster de dos años de escritura creativa. Que además pasaría un lustro de mi vida en Costa Rica, El lugar de las nubes, y que ganaría una segunda nacionalidad. Y de que unos años más tarde me mudaría a Barcelona, capital de Cataluña, reino de España.

Vivo en una ciudad de mar y montaña, como Caracas, donde se habla una lengua que entiendo pero que no hablo para no enredarme con otros idiomas. Estoy en una ciudad donde los libros de escritores reconocidos que se ven en los estantes de librerías del otro lado del charco se convierten en seres comunes y corrientes que te consigues a menudo y que llegan a ser tus amigos. Estos años me he vuelto un lector más voraz y dedico muchas más horas a la escritura. En Barcelona, paradójicamente, al año de llegar hubo disturbios violentos parecidos a los de mi país y el resto es historia: pandemia, guerra en el continente y amnistía. He dado muchas piruetas: desarraigo suramericano, centroamericano y ahora europeo. He perdido familia —desperdigada en el mundo— y he ganado amigos.

Pensar que nada de esto hubiera ocurrido si el resultado de aquel día de elecciones hubiera sido distinto.


Rafael Cartay

300 palabras para contar un sufrimiento nacional, Nelson, me dices. ¿Pocas? ¿muchas? Depende. Pernalete, Rojas, Roa, y así hasta 300 estudiantes caídos en las calles por balas asesinas. Cada nombre equivale a una palabra de las 300 que dices, un abecedario emocional que encierra un rosario de letras que narra un sueño juvenil roto, una tragedia familiar, la historia breve de un héroe civil. O los 300 presos políticos con su vida suspendida, y torturada,  en el piso de una celda que, como veían que resistía, fueron a buscar otra víctima.  Repaso los rostros de mis hermanos y de mis hijos, y así hasta de 300 personas que amo y que quizás no volveré a abrazar. O los 300 rostros de amigos que se desdibujan barridos por el viento, allá lejos, en el dulce territorio de mi afecto. O los 300 que ya no están, sembrados en la tierra natal, a los que no pude acompañar en el momento preciso de su muerte.

300 palabras resultan  insuficientes para reconstruir los recuerdos de este  largo viaje. Bastan, empero, cuatro palabras para mostrar la tristeza que me aflige mientras otros comparten  la risa ciudadana y construyen nuevos sueños. “He perdido un país”, me digo, sin entender bien qué cruel sentimiento mueve los secuestradores de mi patria para extraer la bilis con la que  acrecientan la cuenta perversa de su propio beneficio. “He perdido un país”, me digo, marchando por calles extranjeras, atormentada el alma, mientras mi cuerpo huele cada vez más a malabares, esas flores dulzonas de la muerte. Aunque guardo la secreta esperanza de que un trozo de mi patria volverá, el día menos pensado, a florecer en mis brazos viejos, lentos y sin fuerza. Para volver sonriente a aquella casa grande de Saint-Exupéry; “ese macizo oscuro del cual nacen los sueños como el agua nace de la fuente”.


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