IN-XILIOS, @AARON SOSA

Moraima Guanipa

Mi país llamado UCV

Mirar atrás este cuarto de siglo en Venezuela bien puede ser el recorrido por una herida social todavía abierta. De este tiempo me quedo con un dato y un recuerdo personal: también hace veinticinco años ingresé como docente en la Universidad Central de Venezuela (UCV). Es decir, mi vida en los últimos cinco lustros ha girado alrededor de la Universidad.

Suelo hacer bromas diciendo que en enero de 1998 me casé con la UCV: alcanzo las “bodas de plata” con esta ya tricentenaria institución universitaria que he convertido en mi casa y, a la luz de estos años, en el país en el que me reconozco.

El mismo día en el que gané el concurso de oposición me informaron que comenzaría a dictar clases la semana siguiente. Clases a las que se sumaron las tareas no sólo de la investigación sino también de gestión universitaria: cargos de representación profesoral, de responsabilidad académica, como jefaturas de cátedras y departamento, participación en comisiones.

Asumí que enseñar periodismo era una forma de mantener viva la pasión por este viejo oficio que durante más de una década viví en la calle y con la gente, pero entendí también que su enseñanza reclamaba la responsabilidad del estudio, análisis, labor investigativa, horas de preparación, correcciones, sudor y susto en cada clase, en cada curso. Y nunca como entonces las dimensiones humanas de la Ciudad Universitaria de Caracas cobraban el sentido de un espacio entrañable y propicio para ello. La Universidad es para mí el espacio de la libertad, donde he sido libre, si eso es posible acaso. Libre, que es una forma de felicidad.

Crisis. No he conocido otra palabra que haya acompañado con mayor insistencia mi vida en la Universidad. Desde dentro y desde afuera, amenazas y amargas realidades se han dado cita en la institución: ahogamiento presupuestario que limita sus funciones básicas; recurrentes violaciones a la seguridad laboral de docentes, empleados y obreros, con sueldos por debajo de la línea de pobreza; renuncia y emigración del personal; inseguridad, violencia, vandalismo, entre muchos otros. Y si este rosario de calamidades fuese poco, no dejan de aparecer las voces de feroces críticos que, desde dentro y fuera de la universidad, no le otorgan ninguna garantía de existencia porque no se ha doblegado frente a las formas cada vez más sofisticadas de anulación de sus fines más trascendentes.

Dicen que la UCV es un cadáver insepulto, amargamente le critican que siga en pie. Incluso reclaman complicidad con quienes la acosan. ¿Y no es acaso muestra del fracaso de los intentos de ocupación el hecho de que el gobierno no haya podido ganar ninguna elección en la UCV?

Preocupa, sí, la terquedad con la que desde distintas instancias de la Universidad se plantea una normalidad a juro, de espaldas a todos estos ingentes problemas. Pero es allí, en el seno ucevista, donde se encuentran gestos cotidianos de rebeldía. ¿Bastan? No, pero quizás el solo registro y la memoria de esta resistencia, a la manera de los empecinados lectores en Fahrenheit 451, sea uno de los muchos gestos de dignidad que nos quedan.


Mori Ponsowy

Esa experiencia inusitada

Más allá de la memoria, no estoy segura de qué une a esta que soy ahora con aquella que fui hace veinticinco años. Miro, con asombro, sus decisiones, y me parecen las de otra persona: las de una mujer distinta, un ser ajeno, casi extraño. Sus deseos y los míos no coinciden; nuestros cuerpos son otros; la manera de encarar los días; los temas que nos preocupan. Ella anhelaba aventuras, amores, viajes. Yo, en cambio, amo el silencio de esta casa vacía y sólo salgo cuando ya no queda ni una hoja de lechuga y nada de sal. Ella se desvivía en certezas. Yo vivo en una maraña de preguntas.

Hace algunas semanas, viví una experiencia inusitada: iba en un autobús y una chica joven se levantó de su lugar y, acto seguido, hizo un gesto cediéndome el asiento. Miré a un lado y a otro: me costó entender que la cosa era conmigo. Hasta un momento antes, mientras estaba sentada, la chica había estado leyendo un libro. Era una novela que también yo había leído hace muchos años.

Mientras me sentaba en su puesto, nuestras miradas se cruzaron. Fue un instante apenas, pero me gusta pensar que alcanzó para reconocernos: ella vio en mí un futuro tan lejano que en seguida le pareció inconcebible; yo recordé aquel tiempo en el que la vejez era una mera palabra, una palabra en un idioma de tierras que jamás serían las mías.

Por un momento, esa chica joven y yo fuimos la misma: las dos viajábamos al mismo destino, las dos amábamos las novelas rusas, las dos estábamos —y estaríamos siempre— de paso.


Nasly Ustáriz

¿La misma?

Estamos viendo la rocambolesca televisión argentina que bulle de política actual. El entrevistado es Durán Barba, asesor político y de imagen, conocido por su hiperpragmatismo y por haber asesorado a partidos tan disímiles como Alternativa Liberal de Pablo Escobar, o las campañas presidenciales de Mauricio Macri. Dejo el programa porque me gusta el estilo calmadamente seductor de Luis Novaresio y me dejo atrapar por el ritmo de su entrevista. Descubro que los objetos predilectos de Durán son libros. ¡Qué curioso! Alguien con quien creí no tener nada afín, pero se declara pacifista, amante de los libros.

¿Qué hace que podamos descubrir identidades con alguien tan distinto y tan distante? Vivir en el Río de la Plata por años —con larga pausa de tres en Nueva York— me ha cambiado, quizá, la percepción? ¿Qué queda de mí de aquella que salió de su Caracas natal —me perdonan el lugar común pero no pude resistirme— hace más de nueve años? ¿Cómo saber que sigues siendo tú si la enfermedad que, como Voldemort, no debe ser nombrada, disfraza de otra la imagen que te devuelve el espejo?; si, parafraseando a Sabina, ya no refleja más tu vivo retrato.

“No voy a seguir por este camino, para variar estoy dispersándome”, me recrimino. Enseguida río para mis adentros, al percatarme de que sigo siendo, allá dentro, la misma en algunas cosas fundamentales: la misma, pese a la vileza de los cambios que distancia, orfandad de hijos y de biblioteca, amistades calentadas a la pálida luz azul del WA, abrazos virtuales, pandemia y enfermedad han instalado en mi vida. En el fondo de este cuerpo que no reconozco, alienta aún una Nasly distinguible, la que se detuvo a escuchar a alguien que le disgusta sólo porque se proclama amante de los libros; la que después de años de pausa ha retomado su tesis doctoral con entusiasmo inusitado y un as bajo la manga, mi tutora, Claudia. Palpita todavía algo de eso que me distingue en el ritmo de mis pasos si suena buena salsa en una radio o al fondo de algún bar, pero también me identifico cada vez más con el ronco bandoneón sureño. Late mucho de mí en el desorden con el que escribo esto tratando de responder a la pregunta que nos formuló Nelson Rivera: “Cómo ha cambiado la vida” y recuerdo que mi primera tentación al leer la convocatoria fue la de construir un breve relato preñado de pena por mí y por mi pobre país.

Pero no, esa sí es verdad que no sería yo. Así que, con la misma perseverancia con la que por años he trabajado en una maleta y un carry on con libros, jabón, alfombras, champú, cuadros, aceite, cubiertos, cereales, abrigos, papel higiénico, y un listado interminable de otros objetos aparentemente inconexos pero que cualquier venezolano podría reconocer, con la misma disciplina de la que carezco para otras cosas, me siento ante la computadora y empiezo a desgranar una a una estas líneas que ahora ustedes están leyendo.


Nelson Tepedino  

Mysterium Iniquitatis

En 1998, cuando comenzaba mi carrera académica en la USB, esta se hacía llamar la universidad del futuro. Es tan solo un ejemplo de cómo asumimos ingenuamente que futuro es siempre equivalente a progreso. Mi generación creció bajo el hechizo del mito moderno de la evolución necesaria de todas las cosas, como si el drama que es la historia pudiera domesticarse en una existencia que se reducía a ser una gozosa y perpetua compra-venta en el mercado. Veinticinco años después de la irrupción de la «república bolivariana» —me ahorro el dolor del inventario de las infinitas pérdidas—, aquellas expectativas desmesuradas de la Venezuela de la era democrática han devenido desesperanza. Pero a la anécdota de estos años subyace un sentido más profundo, porque se ha develado justamente el desmentido de aquel presupuesto moderno: la historia no es ni evolución ni progreso, porque no está dirigida por esotéricos dinamismos dialécticos ni por leyes  «científicas», sino que es más bien el escenario del perpetuo nuevo comienzo de la libertad de cada persona que viene a este mundo. Una libertad que, además, está herida y distorsionada siempre por el misterio de la iniquidad (2 Tes 2, 7). Iniquidad que en el original griego no es mera y abstracta «maldad», sino ἀνομία, a-nomia, carencia de nomos, de norma, ley y medida que dome y oriente los deseos humanos y haga posible el bien común. Es lo que caracteriza al presente que ha resultado de estos veinticinco años de revolución nihilista: una nación hundida en la anomia, en una suerte de psicopatía política y universal que está deshaciendo el tejido social y que amenaza su misma viabilidad. Solo si asumimos esta noche oscura como cura de realidad, podremos transmutarla en esperanza adulta y no en mero eslogan de autoayuda.


Oriette D’Angelo

Recuerdo a mi abuela macerando un pernil durante días antes del 24 de diciembre. Recuerdo sus manos, cómo se quitaba los anillos y mezclaba limón, ajo, sal y pimienta para preparar el adobo. Recuerdo el olor de su cocina y cómo toda mi familia observaba ese ritual: el olor del ajo al abrir la nevera y las ansias de que el pernil ya estuviera en el horno. De acompañantes: yuca con mojo y congrí. Mi abuela era cubana, también huyó de una dictadura y siempre llevó sus tradiciones a cuestas. Fue así desde que nací hasta el 2014. Al año siguiente me fui de Venezuela y esas se convirtieron en las últimas navidades que pasaría con mi familia. Observamos los fuegos artificiales desde el balcón y todos me desearon un mejor futuro, el futuro que merecía, uno por el cual ellos ya se habían cansado de luchar.

Tengo tres años pasando navidades sola. Estos últimos años, para el 24 de diciembre, he comprado un pequeño lomo de cerdo y lo he macerado con limón, ajo, sal y pimienta. Mi cocina ha olido como esa casa que dejé y, esta vez, solo he sido yo quien ha observado el ritual: el olor del ajo al abrir la nevera y las ansias de que el lomo de cerdo ya esté en el horno. Al ritual se le suma ahora rabia, ternura y tristeza. Intento que mis manos mantengan viva la memoria de mi abuela, de quien no me pude despedir cuando murió en 2019, un par de semanas antes de navidad. Mis manos, como las de ella, intentan llevar tradiciones a cuestas, tradiciones que, en todos estos años, nadie me ha podido arrebatar.


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