VENEZUELA DEPRESIÓN, @DANIEL HERNÁNDEZ

María Clara Salas

30 de noviembre, día de san Andrés

El terrorismo nos afecta de múltiples maneras. Ya es una atmósfera, aire que se respira. Es el rostro de una confrontación implacable: matanzas  de niños, ancianos, etnias. El extremista quiere darle la vuelta a las cosas de un solo tajo.

El terrorismo es destrucción de los recursos de la naturaleza: bosques, aguas. Destrucción de patrimonios culturales. Obras de arte atacadas por insensatos. Universidades sin recursos.  Bibliotecas y museos abandonados. Objetivo: acabar con la identidad de personas  y naciones, con la subjetividad de individuos y sociedades. Esclavizar, colonizar.

Nadie entiende la intención del extremismo, pero los resultados están a la vista. Cada vez hay más miedo, más silencio. No conocemos la respuesta. No queremos sumar más violencia a la violencia. Queremos paz. La paz sin justicia tiene su precio. Se consigue con la sangre de los mártires. Ya son incontables. Sabemos que el martirio de mucha gente es un hecho, nos consta por la crueldad de sus  manifestaciones: hambrunas, migraciones, indigencia.

Políticas globales, desde los llamados “centros de poder” competitivamente armados, las dirigen. Hoy, los bloques ideológicos, contrarios a la vida y a la independencia de los pueblos, no convencen. ¿Cabe señalar responsables? Siempre los habrá, aunque se oculten detrás de términos borrosos como el relativismo,  “el laissez faire”, la mano invisible del mercado y otros con los que se  pretende reforzar la irracionalidad y el doble discurso.

¿Qué significa, en este contexto, un 30 de noviembre más, día de san Andrés? Es una metáfora, un somero recorrido por  la inversión de todos los valores que supuso su muerte, amarrado a un aspa hecha con troncos de árboles. ¿Hemos tenido los ciudadanos la oportunidad de escoger los cambios que promueve el terrorismo de estado? El terrorismo no avisa, cae por sorpresa. Para seguir viviendo, hay que olvidar los ataques, los presos, los enfermos sin medicina, la fealdad de las heridas. Este es el nuevo engranaje en el que giramos, amarrados al aspa de lo innombrable.


María Elena Morán

Transformados en números y planillas, ellos parecían demasiados. La mayoría llegó huyendo de la violencia. La palabra «desplazados» se puso de moda. Muchos se acostumbraron a vivir sin documentos y a ocupar trabajos mal remunerados o informales. En las cocinas de los restaurantes populares. En los talleres mecánicos. Entre escobas y lampazos. En los camiones viajantes por las carreteras. En las tiendas del centro. Vieron su gentilicio pasar de boca en boca y de década en década como una mala palabra. Fueron tratados como otra cosa, cosa menos. Colombianos.

Recibieron la noticia de la regularización y festejaron. De los 700.000 que intentaron, solo 273.000 se convirtieron en venezolanos. Lo hicieron en medio de protestas de venezolanos, una minoría, a los que aquello les parecía un absurdo. ¿Qué le hacía pensar a esa gente que podían ser iguales a nosotros? ¿El simple hecho de tener veinte, diez, cinco años viviendo en nuestro país? Un absurdo.

Yo lo vi, nadie me lo contó. Iba camino a la Universidad del Zulia, donde cursaba Periodismo. Mi por-puesto pasó por el Saime, en Dr. Portillo, y nos atrapó el embotellamiento. Vi pancartas con vergonzosos «¡Fuera, colombianos!» y «Venezuela es nuestra», mientras una fila enorme esperaba ser atendida. Yo vi sus rostros. Vi la humillación, la rabia, la vergüenza. El sonido de las consignas me acompañó hasta el salón de clases como una estela de pena ajena. Era 2004.

Veníamos del golpe, del paro, y nos encaminábamos al referéndum cuyo resultado nos llevaría a la paradoja de que, veinte años más tarde, fueran nuestros los rostros humillados en enormes campamentos fronterizos y a las puertas de autoridades migratorias en tantos países. Venezolanos. En protestas, incendios, discursos, (¿minorías?) nos dicen que somos demasiados. La historia, un ciclo ciego. Venezolanos. ¿Cuánto puede cambiar una palabra? ¿Cuánto tardará sanarla?


María Josefina Barajas

Comunidad imaginada

Hace 25 años en Caracas, a la hora del cierre de las mesas de votación y anuncio de los primeros resultados de la elección presidencial del 6 de diciembre de 1998, la menor de las muchachas de la cuadra de vecinos, la veinteañera, la más amorosamente cuidada de toda su familia, me llamó por teléfono con la voz entrecortada por el llanto porque la elección presidencial parecía haberla ganado el exmilitar labioso, con notable experiencia en conspiraciones e intrigas, pero sin actividad exitosa en cargos reales de la administración pública, que se había lanzado a candidato en una coalición llamada Polo Patriótico. Al fondo de la llamada se escuchaba la voz de la mamá de mi vecina. Se oía bien cuando le preguntaba a Lichi, exitosa empresaria, la mayor de sus cuatro hijos, que “por qué había votado junto con su esposo en contra de los partidos democráticos” y “a favor de ese exmilitar habiendo sido educada en democracia, criada por ella y su papá”. Lichi le respondía con picardía que “¿cómo lo sabía?”. Y su mamá lo sabía por su risa y su chanza en relación con el “voto secreto”. No importaba cuánto lo había disimulado Lichi, cuánto lo había escondido con chistes y zalamerías —como me explicaron luego—, ella había votado de una forma difícil de comunicarle de manera abierta a su propia madre, el suyo había sido un voto al parecer vergonzoso, inconfesable. Su mamá lo sabía dolorosamente y lo reprobaba. Todavía incrédulos ante los resultados preliminares, pero con la esperanza de que fuesen distintos al despertar el lunes 7 de diciembre de esa insólita noche de domingo, los vecinos nos cobijamos en cada casa mientras los televisores se apagaban o se dejaban con el volumen bajo en el canal de los anuncios electorales.

Hoy, a muchos días de esa noche del siglo pasado, puedo decir que el mayor cambio experimentado a partir de entonces ha sido el de darme cuenta con otros de que no éramos ni somos todos parte de la comunidad de venezolanos imaginada, capaz de desplazar sus emociones y privilegiar su racionalidad ante los asuntos comunes, ciudadanos. Aquella noche de llanto y sorpresa emergió la emocionalidad nacional en los centros de sufragio con un abstencionismo cercano a 40% lo mismo que con miles de votos a favor de un candidato no preparado para servir a la democracia. Se mostró nítido el abracadabra de la irracionalidad en el país.


María Pilar Puig Mares

Cuando recibí el correo de Nelson Rivera (1-11-2023) invitándome a escribir para esta entrega del Papel, en mi casa había varios hombres desconocidos disponiendo de mis cosas y mi biblioteca, manoseando todo a voluntad para acomodarlo en cajas y trasladarlo a España: libros queridos, muchas fotografías y ciertos objetos, algunos en viaje de regreso. Lloraba en silencio mientras miraba cómo pedazos de nuestra vida —la mía y la de mi familia— los iban envolviendo en papel burbuja y guardando en cajas que no sé cuándo podré recuperar o renacer para aferrarme a ellos; no sé siquiera si vale la pena hacerlo, pues acaso pudieran terminar en el fondo del océano como si nunca hubieran tenido importancia; sin dejar memoria: objetos y significados perdidos en la noche de la tierra del olvido. (Pero no es momento de hablar de la futilidad del vivir).

Entre mis escasos planes de vida nunca estuvo residir fuera de Venezuela; había decidido quedarme aquí, sin importar los infortunios que debiéramos soportar. No quería volver a sufrir esas pérdidas, esas mutilaciones. Pero la voluntad suele valer tan poco… Y así, lo planeado como unas vacaciones navideñas para visitar a mi hijo, se convirtió en una extraña temporada, muy larga, impuesta por la inclemente pandemia, agente transformador de realidades tan implacable como los padecimientos impuestos en Venezuela. Pobres de nosotros, sufrientes de ambos rigores. Confieso que siempre temí disfrutar de tales vacaciones, me las figuraba definitivas y me dominaba la sensación, que confié a algunos amigos, de que no volvería a mi casa, a la vida conocida y sus querencias, en mucho tiempo -o jamás-, como así ocurrió. Tres años son bastantes para acostumbrarte a otros ritmos, a otros sabores, a otra luz; incluso para recuperar afectos, palabras o geografías.

Y te vas haciendo de otras maneras. Te vas deshaciendo… Y rehaciendo.

(En Benicalap, Valencia, diciembre de 2023).


Marina Wecksler

Sobre todo, esperanza

Arreglándome para salir a una cena de Thanksgiving, tradición que adopté del país que me adoptó, pensaba en cómo nos cambió la vida en el último cuarto de siglo.

No pretendo, ni podría, resumir en estas breves líneas la complejidad ni la magnitud de la tragedia venezolana, sus múltiples niveles y consecuencias. Sólo diré que los venezolanos de bien llevamos ese dolor como un peso muerto que nos afecta permanentemente. Es un duelo asumido, instalado en el alma, que a veces se aligera con un soplo de esperanza, con una ilusión, una alegría, los regalos tangibles e intangibles de la vida, los afectos, los logros cuando los hay, pero se siente como una sombra oscura y profunda que siempre nos acompaña, que pesa, que nos roba a ratos la luz, la energía y la paz, estemos donde estemos.

Resiento enormemente como nos ha mutado la alegría innata en cinismo, la calidez de las grandes familias en extrañamiento. La despreocupación en zozobra, las certezas afectivas y profesionales en incertidumbre desgastante. La paz que un día tuvimos en preocupación constante, en temor, en impotencia ante tanta arbitrariedad, tanta maldad, tanta injusticia, tanta impunidad.

El balance es duro. Lo negativo hiere profundamente. Afortunadamente, también hay coraje, resiliencia, amor a la patria natal y a la gran familia venezolana regada por el mundo. Ganas de vivir, de aprender, de prosperar, de crecer. Hay talento. Perseverancia. Trabajo honesto. Alegrías que no nos pudieron robar, ilusiones bonitas compartidas. Esperanza. Sobre todo, esperanza.

A medida que pasa el tiempo soy consciente de muchas cosas que no son recuperables, pero quiero creer, elijo creer, que es posible rescatar eventualmente nuestra nación, nuestros valores, nuestra libertad. Que será posible sanar, aunque no se podrán borrar las cicatrices. Seremos algún día, nuevamente, un país libre y soberano, madurado a la fuerza, ojalá más sabio. Espero vivir lo suficiente para verlo.

Espero ver convertirse en certeza la esperanza que agradezco este día de acción de gracias, frente a otro mar, bajo otro cielo.


Marino J. González R.

Ingresé a la USB en septiembre de 1998. Luego de terminar mi doctorado en políticas públicas en la Universidad de Pittsburgh. El plan era contribuir a través de la investigación y la docencia en la mejora de las políticas públicas del país. La USB era el espacio propicio por la jerarquía de nuestros programas de Ciencia Política, incluyendo el recientemente creado Doctorado en Ciencia Política. Con el estímulo de Federico Welsch, de amplios aportes en los estudios de ciencia política en Venezuela, creamos la Unidad de Políticas Públicas. Nos dispusimos con entusiasmo a formar equipo con estudiantes y colegas de otros departamentos.

En aquellos años la USB disponía de recursos para incorporar investigadores en formación y desarrollar proyectos con exigentes criterios de aprobación.  También se había tenido la visión de crear a mediados de los años ochenta la Fundación de Investigación y de Desarrollo (Funindes) a través de la cual se vinculaban nuestras capacidades con las necesidades de la sociedad con nuevas propuestas de formación, investigaciones aplicadas y asistencia técnica.

Desde 2003 los recursos propios de la USB para realizar investigación prácticamente desaparecieron, como ocurrió en todas las universidades públicas del país. A través de Funindes, la Unidad de Políticas Públicas pudo mantener la cooperación con empresas, gobiernos locales, y organizaciones en el desarrollo de líneas de investigación y apoyo técnico.

La crítica situación del país nos obligó a reinventarnos. Algunos de nuestros estudiantes pudieron ingresar como personal docente de la USB, no tantos como hubiéramos querido. Aprendimos a mirar más en detalle lo que sucede en América Latina e identificar áreas en las que podemos ser útiles en el diseño e implementación de políticas públicas. También aprendimos a apreciar las oportunidades en las que podemos hacer una diferencia, y a insistir en las buenas ideas. Aprendimos que cambiar e innovar es la mejor consigna.


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