NIÑOS MINEROS, @YRIS PAUL

Irene María de Sousa

Hace 25 años

En la memoria de la niñez quedan grabados de forma indeleble muchos hechos, bueno, al menos ese es mi caso, mi capacidad para recordar puede ser mi mejor recurso o el más pesado, según lo determine la coyuntura.

Hace 25 años era una niña de 7, el 6 de diciembre de 1998 parecía unos de esos días que los niños reconocen como extraordinarios porque los adultos cambian sus hábitos, se reúnen, y hasta hablan de más… Mi madre se puso una camisa blanca, impecablemente planchada (planchar perfectamente es una habilidad que aún sigue siendo sorprendente para mí), acto seguido salió y regresó al atardecer.

La vi discutir con un hermano que estaba ilusionado con mentiras que yo en ese momento no alcanzaba a comprender. Al anochecer, escuché dos cosas: el sonido de la pólvora y las sabias palabras de mi madre: “Hemos perdido a Venezuela”. Era una niña, pero pude entender lo que eso significaba porque sentí un profundo miedo, después vi en la televisión a un hombre que vociferaba y usaba boina roja, esa imagen se hizo recurrente durante los próximos 14 años de mi vida.

Muchos jóvenes esperan ansiosos sus 18 años para salir más y tener mayor libertad personal, yo anhelaba dos cosas: inscribirme para votar en contra del hombre de la boina y participar en un partido político opositor. Así lo hice, en el año 2010 también usé una camisa blanca y voté para rechazar el despotismo y la mediocridad, en lo sucesivo trabajé contra esa tirana realidad, y un día, inevitablemente me convertí en resistente.

Hoy vivo en el exilio como consecuencia de ello, pero cada mañana cuando me cepillo frente al espejo tengo la certeza de que he hecho algo bueno, creo que mi madre también ha hecho algo bueno.


Isaac López

Inventario y avalúo

Los cambios en las sociedades, dicen los historiadores, se producen de muchas formas. Los hay drásticos y radicales, pero también progresivos y retardados. Y no todo se transfigura simultáneamente. Al mudar un tiempo, siempre quedarán secuelas, fragmentos del tiempo anterior. ¿Cuánto hemos cambiado en este cuarto de siglo? Intolerancia fundamentalista, guerra que creíamos superada, mundo globalizado por las redes, estupidización de la vida, trepadorismo y mediocracia.  Miguel Ángel Campos cuelga cartel sobre las ruinas de la casa: genocidio. 23 años antes, Ana Teresa Torres mostraba dificultades del venezolano para tratar con el sufrimiento: posposición del duelo, idealización del porvenir, astucias de evasión.

La rapiña contenida una y otra vez desde enero de 1958, al fin se abalanzó sobre el botín. No es patria, es negocio. Escapan millones, el resto asume los despojos. ¿Cómo se miden dolor, lágrimas, motivos de ausencia? ¿Enfrentas al país humillado? Se embellecen momentos de irresponsabilidad. Desvarío. Todos llevamos heridas en el costado. Los responsables sonríen. Después de la guerra, cómo se reencuentran víctimas y victimarios.

Cuánto hemos cambiado en estos 25 años se observa en lo esencial: muchos comen dos veces al día, muchos se mueren de hambre. Matan también ríos, la naturaleza. Los servicios públicos, alcanzados como aspiración de varias generaciones, son el caos cotidiano. El miedo se instaló en cada tramo de la vida, y la inseguridad no es solo cifras oscuras. En el desbordamiento del habla, vocería grotesca con la que intentamos comunicarnos. El detrimento de la condición gentil se observa también en anarquía del tránsito vehicular, y sanción de los tratos, normalización de la matraca en oficinas y alcabalas. Imparable inflación y escasa estadística universitaria. Intentamos crear espacios gratos, domeñar resentimiento. Cada quien vive en un exilio. Solos. Ya no somos los mismos, inmersos en el diario ejercicio de resistir.


Ivana Aponte

Cuando Hugo Chávez llegó al poder, yo tenía 8 años. A esa edad no tenía conciencia política. Sin embargo, al escucharlo en la televisión, sentí que él no era una buena persona.

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Según un reporte de La Gran Aldea, “entre 2000 y 2020 hubo más de 100.000 protestas en Venezuela”. Crecí viendo y escuchando el progresivo malestar social contra Chávez, su régimen, sus simpatizantes y su legado. Con los años me percaté del aumento de los ataques contra la democracia y los derechos humanos. Vi cómo el odio empezaba con palabras y terminaba con bombas lacrimógenas y balas.

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En febrero de 2003, el periódico Últimas Noticias publicó una larga lista de los trabajadores que fueron despedidos de Pdvsa por orden de Chávez. El nombre de mi padre está allí. Tengo un ejemplar de esa edición del diario.

Mi padre apareció en la Lista Tascón. El nombre de mi madre también quedó registrado.

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En 2014, mi abuela fue hospitalizada en San Fernando de Apure debido a una fractura de cadera. Viajé desde Caracas para acompañarla. Estábamos en un recinto que no tenía aire acondicionado, donde yo espantaba las moscas para que no se pararan sobre su pierna enyesada. Sus “hermanos” testigos de Jehová y yo tuvimos que ir a una farmacia para comprarle vendas nuevas, pues las que había recibido en el hospital habían sido robadas. Ese año fue el inicio de la emergencia humanitaria compleja, que desde entonces ha sido negada y tergiversada por el chavismo.

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De acuerdo con la Plataforma de Coordinación Interagencial para Refugiados y Migrantes (R4V), hasta el 30 de noviembre de 2023 la cifra de refugiados y migrantes venezolanos en el mundo es de 7.722.579. Soy parte de esa diáspora, de ese desplazamiento forzado que provocó el legado de Chávez.


Jairo Rojas Rojas

Geometría de la grieta

Estamos en el año 2014, y me encuentro en Caracas. Es de madrugada, y escribo sin prestar atención al tono de esa ráfaga de palabras que van quedando en la página. ¿Un diario? ¿Una crónica? No importa; lo relevante del acto es que mi cuerpo recupere el sosiego. He viajado desde Mérida a la capital en busca de oportunidades laborales que mi ciudad natal no puede ofrecerme. He salido de una ciudad que ha cambiado su faz debido a las largas colas por la escasez de alimentos, los dilatados e imprevisibles cortes de luz que pueden extenderse hasta 6 horas por jornada, las protestas continuas que hacen frente al maltrato del gobierno chavista, pero que solo reciben represión, un escenario donde se vive bajo los designios de una inflación que parece no tener cumbre. En Caracas, el panorama no cambia mucho, o no lo suficiente para mis deseos. Lo que sí cambia es mi salud mental, alterada por ese paisaje social opresivo y una angustia, antes desconocida para mí, que ahora arremete con toda su fuerza dejando señales en mi cuerpo. Entonces escribo, desconociendo que serán las últimas páginas escritas en Venezuela y que un año después estaré arribando a Montevideo sin ningún plan. Todos esos textos verán la luz en un libro titulado Geometría de la grieta (2020) publicado por el Taller Blanco y disponible en la web. Un libro que da cuenta del resquebrajo de mis anhelos a fuerza de carestía, violencia y desamparo. Hijo de la diáspora, camino entre dos tierras, y mucho de lo que escribiré a partir de ahí tiene que ver con un mundo ya inexistente donde fui feliz y un nuevo panorama forjado por la migración. La poesía revive mi mundo perdido y recrea la otra casa que me ampara.


Javier Conde

Voy perdiendo

Vivo solo en una villa de la Galicia profunda. En los días grises hablo con las paredes. Se acerca el invierno y las mañanas son de menos de cinco grados. Escribo mucho, con suerte desigual. Gano poco. Hablo, dije, con las paredes. También con la cajera del súper, con Fran, el barbero, y con Randy, un amigo venezolano dispuesto a dejarse la piel por su familia y por él.

El WhatsApp es mi pan de cada día también. Menos mal. Largas conversaciones en las que creo que atosigo a mi oyente de turno. Me lo dicen, prometo corregir, vuelvo al palabrerío. Pero vienen ideas. La agenda la pone la política. Esos tipos abrazados al poder de la Moncloa o de Miraflores. De la abrumada Casa Rosada al Palacio de Nariño, por donde Petro también parece hablar con las paredes, que le rebotan que es el más sabio, el más guapo y el que mira más lejos.

Emigré con 8 años de la mano de mi madre Esther desde una aldea gallega labriega y marinera de medio centenar de gentes, al barrio de Chacao, de edificios y autos y su jerga de idiomas y dialectos. Algo o mucho de mí se quedó en aquella casa sin calefacción ni televisión ni nevera.

He vuelto medio siglo después. Ya no soy de aquí. Pero me adapto, que es lo que mejor he hecho en la vida. Con sus pequeñas heridas.

Escribo todos los días, repito. Ahora mismo desde un tren que me lleva a Vigo, donde vive la prima Rosa, que es la misma de mi infancia de  mocos y pantalones cortos. Me contenta lo que pongo en la pantalla del ordenador. Estoy pendiente del clima, del alza de los precios, ahorro en el consumo energético, no tomo ni un café en la calle. Quizás uno que otro, sí. Vendo palabras y las taso contra el precio de un filete. Voy perdiendo.


Jesús Montoya

Debo decir que estos casi 25 años son prácticamente la totalización de mis años de vida, pues acabé de cumplir 30. Eso quiere decir que en el momento de transición gubernamental de 1999 yo aún era un niño. Lo único que recuerdo fue una especie de simulacro que hicieron en el jardín de infancia sobre el asunto: el devenir fue estruendoso. No sé si quiera enumerar todas las cosas que viví como estudiante universitario en Mérida en el período de 2012 a 2017, pero me siento un sobreviviente. Graduarme para mí, y para muchos de mi generación, fue una forma de escapar de la barbarie, como si eso fuese a salvarnos. Y lo digo porque quienes nos fuimos sabemos bien lo que eso representa. En mi caso, una lengua mutilada, hecha de materias que voy recogiendo para intentar reconstruir eso que llamamos “país”, “casa”, “territorio”. 25 años, se dice fácil, pero son, lo repito, casi la totalidad de mi vida. La fuga como solución continúa. Brasil, desde donde escribo, es un país cuyo índice de refugiados está compuesto en su mayoría por venezolanos. No sé si sea muy osado decir que el portuñol estará más orientado hacia una matriz del caribe que hacia la triple frontera, que quizá tengamos otros Mares Paraguayos, pensando en Wilson Bueno, y que eso sea producto de la presencia de diversas voces jóvenes de la poesía venezolana en este país, que ya adoptan la rotura lingüista como una forma de vida. Somos voces aisladas, no estamos ni pertenecemos a un sistema literario definido, pero andamos con nuestros harapos bífidos. Mi testimonio es mi partida, mi poesía, mi salvación en un mundo convulso, en guerra, contaminado, aún creo que es posible devolver algo de la sutil belleza que marcha entre una palabra de la Tierra para sustentarnos en el tiempo.


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