Andrea Rondón García

Otra yo, pero al mismo tiempo siempre yo

No me fui. Nunca pensé en hacerlo. Pero ahora conozco la palabra insilio.

Lloraba muy poco. Pero ahora lo hago ante la menor cosa, de alegría o de tristeza.

Amaba mi carrera. Pero ahora me siento como una simple gestora.

Un preso político era alguien ajeno a mi entorno que desafiaba al régimen. Pero también es un amigo de la universidad que sólo ejercía su profesión.

Sólo me dedicaba a estudiar, trabajar, tratar de ser la mejor hija y hermana. Pero ahora estoy pendiente de no llegar al «punto de quiebre». Todavía me asombro de las cosas y no miro la vida con cinismo. Pero cuando esto no ocurra será mi «punto de quiebre».

Pensé que si hacía todo bien no me pasaría nada. Pero no. Veo personas vestidas de oficina buscando en la basura qué comer y me pregunto qué tan cómplice he sido de esta situación. Me voy muriendo un poquito por dentro.

Descubro que el dolor viene de distintas formas. Los hay propios de la vida. Pero me pregunto si el dolor es más intenso por vivir en este país.

Me sorprendo contando compañías que ayudo a liquidar o librerías que quedan en pie.

Se me viene a la cabeza cada tanto El mundo de ayer de Stefan Zweig. También se me viene a la cabeza cada tanto el final de Zweig.

Al final todos estamos locos,  enfermos o como lo quieran llamar. Es cuestión de grados, sólo que unos son más funcionales que otros.

Era agnóstica, casi atea. Pero ahora tengo fe. ¿De dónde vino?, ni idea. Supongo que de donde vinieron las fuerzas para marchar en 2017 a pesar de los peligros y de mis episodios de ansiedad y llanto descontrolado.

Soy todo este amasijo de sentimientos en febrero de 2024.


Ángel Gustavo Infante

Novato

Cuando comenzó este siglo yo era cocinero en el Caracas Hilton. Mi madrina me enseñó a los diez años. Ella decía que un hombre buenmozo, educado y cocinero podía tener el mundo a sus pies. Ya nadie dice buenmozo, ¿no es así, madrina? Ella llegaba por detrás en silencio y me tapaba los ojos, después me pedía que le preparara un postre igualito con azúcar glass y me mostraba el recorte de la revista. Igualito, insistía. Mientras picaba los aliños, me explicaba todo lo del sofrito y me ordenaba un Martini. Me decía: pinche novato, una medida de ginebra y un cuarto de vermú, novato. Y reía con ganas y le salía un destello de su dientecito de oro. Madrina era como la mujer de Stevenson, aquella que iba con el revólver al cinto y fumaba Camel. ¿No crees? Rápido novato, muévete, decía. Así nació el nombre: Novato bistró. El socialismo desfiló por el restaurante celebrando mis platos, hasta que me negué a cocinar en Palacio. De inmediato me convertí en conspirador, ¿no, madrina?, en apátrida. Novato cerró. Mira mi cuerpo cómo se quiebra: tu sous-chef preferido marchando con filipina en la autopista. Todo se derrumbó. La comanda, la lista negra: mira mis sueños cómo se queman. El mundo perdió color, madrina. De pronto me descubrí girando sobre un mismo punto, madrina, sin dirección. Transando con la noche bajé la espiral del fantasmeo. En la nada me asocié con Negro Chombo para volver a los fogones. Chombo eligió el local, madrina: un viejo contenedor donde al fin pudimos restaurar nuestras almas.


Aura Marina Boadas

GDP está enfermo

He disfrutado siempre de los recorridos como peatona, sin embargo, de adolescente añoraba la mayoría de edad para poder conducir. Estar tras un volante es uno de los compromisos más grandes que haya asumido, por la responsabilidad que implica respecto a la libertad y la vida de propios y extraños.

Me inicié con el carro familiar y desde entonces tuve varios compañeros de desplazamiento, antes de la llegada de GDP. Transcurría el año 2006, cuando un aporte de la caja de ahorro me permitió recibir a “Gente de paz”. Para proteger nuestras andanzas, ambos estábamos asegurados, y anualmente hacíamos nuestro control de salud, con los consabidos cambios de aceite y piezas para él y las vitaminas para mí.

En la década siguiente, lo preventivo pasó a ser solo remedial para ambos: una cobertura amplia se restringió a daños a terceros para GDP y a la atención de dolencias sobrevenidas en mi caso.

Desde 2020, GDP mantiene su protección a terceros con una póliza que parece hecha para aplacar a los fiscales. No hay siquiera un número telefónico en caso de siniestro. Cruzo los dedos por él y por mí. Hay períodos en los que hemos estado aquejados, entonces el apoyo familiar se ha hecho presente.  Ya no nos aventuramos muy lejos ni en horas de la noche ni hacemos paseos largos por el país. ¡Con los que nos gustaba hacer carretera y navegar!

La tan ansiada autonomía de antaño se ha venido resquebrajando al igual que el salario, y la vida diaria se hace pesada y menos placentera. Ambos estamos en tiempos de jubilación, pero no podemos pasar al retiro, porque dependemos de seguir activos.

Hoy, mi carro está enfermito y fui a verlo en el garaje donde se encuentra, en apariencia está bien, no así su interior. Su colapso es inminente, mientras el insilio se afianza.


Aurora Lupin

Sin aire transitas el asco, las noches de ansias, los tés de tilo con tristeza a oscuras cuando te propones trazarle un rostro a la pesadilla-país con los cambios de los 25 últimos años.  Igual da tener los ojos abiertos que cerrados, porque gira todo el horror al rebobinarlo en nuestras cabezas, sin importar el bando, pues para todos mucho cambió. A los límites, al umbral del dolor se estiran surcos convulsos en los que se desplazan los presos políticos, los estudiantes ajusticiados con un tiro mortal en la frente o el pecho, la violencia que sembraron, las listas de exclusión, la falta de separación de los tres poderes del Estado —chis del quiebre democrático. En la pesadilla-país se exacerba el sesgo político, la mentira, el aborrecible-humillante verbo, la descomposición moral, la arbitrariedad, el miedo y la autocensura. Abolida la libertad a disentir, amordazaron-expropiaron a los medios de comunicación social. Labios cosidos. Familias rotas-enfrentadas. Adultos mayores dejados a su suerte: nunca fue tan cruel el abandono. La oscuridad exige maniobras. El ojo hurga posibles escapes. La maleta se volvió símbolo. Se escucha el tropel. Son 8 millones huyendo del “mal vivir”. Casas muertas y álbumes familiares tirados en la acera. Pero todo está narrado/analizado/fotografiado: en informes/cifras/novelas sin ficción. Documentados la violación a los derechos humanos y el daño-irreversible causado. País desmantelado: industrial, sanitario, social, cultural, científico y tecnológicamente. No tenemos ni correo postal. En el país convertido en isla flotante se rastrean agujeros para respirar. Todo es obsolescencia. Imperan dólar y matraqueo. La pensión-IVSS: 5 D-USA. Nos convierten en unos busca-alguito. No sé qué idioma hablarán los nieto(a)s (si se da tenerlo(a)s, ni cuál mirada darán a Venezuela en el mapamundi. Necesitaremos seguir tejiéndoles bordes a las palabras esperanza, amor y memoria en nuestro afligido corazón.


Aymara Lorenzo

Nada sigue igual

Si la vida no cambia entonces no es vida. Por eso creo que nada sigue igual, como aquella canción de Sentimiento muerto, de finales de los ochenta, que se convirtió en un clásico del rock venezolano. Tenía 17 años.

Al mirarme en el espejo me doy cuenta de una realidad inocultable. No puedo mentirme —de hecho, no está en mí mentir—. Así como a la reina mala de Blancanieves, el que me refleja me arroja en la cara mi realidad física. Esa, implacable, que muta con el tiempo. Casi veinticinco años. Pero hay otra que el espejo no revela, que cada ser humano, con consciencia, puede modificar a su antojo.

Una es lo que es o puede decidir ser lo que se propone. Es una opción personal. No es fácil, es desafiante y la mayoría de las veces cuesta arriba, pero bien vale el esfuerzo. Repaso mi reflejo en el espejo y veo lo que soy hoy pero también lo que fui. El objeto de burlas por usar botas ortopédicas, la buena alumna en el colegio y la hermana mayor que tenía que dar el buen ejemplo. La implacable, la perfeccionista que no quería equivocarse.

Detrás de ese cambio físico signado por la huella de las horas sobre mi cuerpo hay otro sobre el que pongo el foco: cómo dejé de ser esos y otros tantos calificativos que recibí y con los que no me sentía cómoda. Porque de eso se trata cambiar, o más bien evolucionar. Hoy, a mis 51 años, encontré la clave, sencilla pero contundente: tratarme con compasión. Desde ese lugar me reconozco: curiosa, inquieta, soñadora, visionaria, solidaria. También irónica, impulsiva, crítica, voluntariosa, con sombras con las que convivo sin que me asusten, menos rígida que antes. Me he perdonado, he encontrado la serenidad y la plenitud.


Azalia Licón

Mis padres fueron los primeros profesionales universitarios de sus familias, vivieron sus procesos de movilidad social (de forma individual) como resultado de sus estudios universitarios y posteriores carreras profesionales en el sector público, dando clases a alumnos del ciclo básico de bachillerato. Ambos dedicaron más de 30 años a educar en las aulas, logrando una independencia económica, que aunque tuviera sus limitaciones, les permitieron continuar creciendo como profesionales y construir una familia, cuando sus caminos se cruzaron. A pesar de que lograron llevar una vida más próspera que mis abuelos, mi madre está viviendo una vejez humillante, es vejada constantemente por un estado al que ella nunca le falló durante su vida profesional: el amarillo de su edad dorada se ha transformado en un rojo que se asemeja al infierno. Y es ese infierno el que le ha cambiado el futuro a sus dos hijos.

La hija mayor nace en una suerte de punto medio entre el «Viernes Negro» y «El Caracazo», el varón da sus primeros pasos entre tiros verdes y proclamas de por ahora. Ambos crecen en un hogar en el que se cultiva el estudio, el pensamiento crítico y el «se hacen bien o no se hace» por sobre todas las cosas. En la actualidad ambos son profesionales universitarios a quienes se les ha hecho imposible cumplir el sueño de una vida adulta próspera, cómo sí lo ven en sus pares que emigraron, y así fue cómo nos cambió la vida (en una de tantas aristas): profesionales capacitados castrados por la kakistocracia reinante, en el que la mediocridad puede más que la preparación, tanto académica como vivencial. Nos cambió la vida, antes de siquiera vivirla.


Bárbara Piano

¿25 años no son nada?

Para empezar yo giraría la pregunta diría “qué es lo que  no ha pasado en 25 años?”.

Ha pasado de todo.  Y tenemos para todos los gustos: falta de libertades, presos políticos, hiperinflación (ya convertida en inflación), desaparición de la moneda nacional, falta de productos alimenticios (a medias subsanada), un éxodo impresionante de venezolanos, que hasta hace nada morían en los picos nevados de Suramérica y ahora mueren en la jungla del Darién (que por algo se llama Tapón, un nombre horrible).

Hay tantas cosas que no funcionan como debería ser, que no se sabe por dónde empezar… En mi  muy banal caso, por ejemplo, que vivo en Caracas y en Lechería, puedo saborear las sutiles diferencias entre vivir en el interior y  vivir en la capital. En Lechería, desde donde escribo, encantadora “burbuja” del norte de Anzoátegui, si no se va la luz se va el agua o  se le rompe a uno algo de lo que no hay repuesto; cada vez que llueve las calles son lagunas intransitables y la gente se moja hasta el alma caminando por unas aceras anegadas.

A veces sucede todo junto, porque la vida es más un contratiempo que momentos felices. Y para mucha gente, demasiada gente, es sólo una cadena de desgracias —verbigracia los venezolanos, entre otros habitantes del planeta.

En verdad hubiera querido ser irónica, o mejor, sarcástica, sobre este tema pero no puedo hacerlo. No he sentido verdadera hambre ni un solo día de mi vida, pero puedo vislumbrar  el peso del hambre de los venezolanos que huyen por todos los medios a su alcance. Nunca he creído en el” sagrado suelo patrio”, ni en fronteras ni banderas. No creo en nada, pero esto cómo duele, señores…


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