NEVERAS VACÍAS, @DANIEL HERNÁNDEZ

Julio C. Bolívar

Vientos cruzados

El sol está en la piel del que se va

Es su memoria y su necesidad

Antes de entrar en la neblina del avión o de las montañas y su invierno de acero blanco

Si mis paisanos entendieran, solo un instante

Louise Gluck

Trabaja todo el día en el aire, espera una señal,

al llegar a casa, en la noche, se sienta junto a la ventana,

a esperar la luz nocturna de los pensamientos.

Observa el crepúsculo. Ese lento color mutante del fin.

Más tiempo así, desea para su vida agitada como los vientos cruzados.

como dice su amiga poeta: Vivir – vivir te impide sentarte.

Lo que mira por la ventana o la puerta abierta puede ser el mundo

en ese paisaje enmarcado de la tarde

Siempre un solo sol detrás de las nubes sucias de la lluvia

De esos vientos de invierno

rayos llenos del polvo de campo

motas de alguna gramínea girando hacia la posible tierra fértil

antes de florecer en la tierra pasa por el asma de su cuerpo.

Mira los mangos, con sus pecas, madurar lentamente en la mesa

las drosófilas volando sobre ese perfume que las embriaga

ante la fruta que se descompone

—Estoy vivo, se dice. Observa los objetos sin movimiento

intactos, abandonados, cubiertos del polvo inevitable y su vida absorbente

Aire filtrado por nubes grises

lentamente cubren el azul del día

y todo se calienta bajo su capa ácida de arena

Ellos, los objetos, resignados a no hacer nada por ellos mismos

esperan la muerte, los órganos

no funcionan en ninguna dirección

solo esperan, inertes, que una mano les dé sentido nuevamente.

Tomó de las ramas, las rojas cayenas para el té de la noche

La infusión oscura lo tumba sobre la soga de pelos de caballo y moriche

hasta la medianoche, cuando los pensamientos se han ido y el sueño lo apaga.


Karen Lentini Gómez

¿Fatum?

En mi memoria siguen presentes mis amigos que huyeron de Cuba y sus respetuosos reproches a mi padre por escuchar las canciones de la Trova de Silvio Rodríguez. Hoy les comprendo.

Tenía 19 años aquel 6 de diciembre de 1998. Recuerdo mi llanto y el dolor de mi amiga, a la que admiro porque su amor a Venezuela y la esperanza de mejorar su nación la mantienen allí.

Desde aquel día mis actividades y mi acercamiento hacía otras personas están condicionados por esta herida. Solo los venezolanos honestos y luchadores conservan mi respeto.

Aun cuando las comidas con mi abuelo estuviesen marcadas por sus alabanzas a Pérez Jiménez y mi abuela materna, española que vivió en Cuba y Venezuela, defendiese a Franco, considero que la democracia es el mejor sistema político.

He intentado pensar en algo bueno de 25 años de desgracia, no obstante mi intención se ensombrece por la rabia y la contradicción por un país que añoro, pero al que quizá no quiero volver.

En este tiempo he convivido con el Oso y el Madroño, he visto de cerca sonreír a Ana María Matute, me he revolcado con los gigantes del Quijote en los campos de girasoles, he pensado en Isabel la Católica desde el mirador de San Nicolás, me han amedrentado las gárgolas de Gaudí y la furia del volcán. He llorado viendo a Rafael Cadenas recibir el premio Cervantes.

Para mí el presente es pesadilla y repetición. Temo por España, la patria que también corre por mis venas, mi hogar desde hace 22 años y que de igual manera quieren destruir.

25 años después sigue mi empeño en la libertad, en no callarme. Sigue la sensación de huida, el propósito de desligarme de la política y la intención de olvido… aunque todavía no lo consiga.


Karl Krispin

Fracaso

Cuando figuré lo que escribiría sobre este cuarto de siglo venezolano, pensé que lo mejor sería dejar un espacio en blanco que honrara la nada. Una suerte de silencio de John Cage lanzado sobre años que cayeron en el vacío, porque la Venezuela de la que nos sentimos parte se detuvo y explotó en mil pedazos a partir de 1999 sin que hayamos sido capaces de recomponer sus piezas. Enumerar sus partes destruidas equivaldría a mirar a la causa pérfida, pero a la Gorgona se aconseja no contemplarla de frente, ni siquiera nombrarla. A lo mejor seguimos extraviados en el laberinto y el minotauro acecha todos nuestros pasos. Abandonaremos el extravío sólo con la astucia de quien reconoce estar atrapado. Decía Thomas Mann que en la vida de un hombre estaban contenidas las direcciones de su tiempo y del sitio que habitaba. Pero la historia es también un telón de fondo sobre el cual nos movemos si sabemos reconocerlo. Con esa certidumbre rescatamos el individualismo que nos lleva a escribir nuestra historia personalísima, a despecho de la escenografía que nos imponen gritones, profetas e iluminados. El siglo XIX venezolano fue un siglo de destrucción, el XX lo fue de construcción, y el XXI repite la quema secular del XIX. La pregunta es cómo podremos regresar al hacer cuando venzamos el deshacer. Me lo cuestiono sabiendo la inutilidad de las preguntas y respuestas en colectivo. El poeta Rojas Guardia hablaba cómo el fracaso preserva la lucidez espiritual. Es nuestra manera fiable de conducirnos. La invocación de alguna ilusión del pasado sólo le paga a la nostalgia. La catástrofe por la que hemos transitado nos trajo el fracaso, pero tener la certeza y la claridad de que es lo único que tenemos, sabrá aclararnos la oscuridad que nos persigue.


Katherine Chacón

Hace veinticinco años vivía frente al mar. Tenía un esposo, una hija pequeñita y tres gatos. Me gustaba mucho ver el mar desde el balcón de mi apartamento de Macuto y disfrutaba del sonido de la música caribeña y el barullo que los fines de semana subía desde los restaurantes costeros. Siempre he sido de buen dormir, y las notas del merengue en lugar de desvelarme, me arrullaban. La brisa marina, las olas y las palmeras meciéndose formaban el escenario idílico de mi vida de entonces. Supongo que cuando se tienen treinta y pico de años se es, de algún modo, optimista. Al menos, yo lo era. Y creo que el mar, ese mar que, aunque eterno, siempre sorprende, contribuía a mi alegría. También Reverón y El Castillete, y lo que allí construíamos con sincero amor por el arte y por la vida.

Poco después, todo lo que era mi vida de entonces se derrumbó. Se fue cayendo poco a poco. Comenzó, creo, con el deslave. Tras veinticuatro años de ese terrible suceso paso a creer que sí, que fue un augurio telúrico del arrasamiento que sobrevendría a todo lo que habíamos sido. Dejamos Macuto con una inmensa tristeza. No podía creer que me arrancaban de ese mar que veía cada mañana desde mi balcón como una aparición sublime.

Cuántas pérdidas y cuántos trasiegos desde entonces. Una bajada a los infiernos, inclusive. Sin embargo, mi optimismo ahora es imperturbable. Quizás sea porque vivo, de nuevo, frente al mar o porque no tengo otra salida. Estoy divorciada, mi hija es una mujer, tengo tres gatas y nuevos amigos. La bahía de Biscayne, que atisbo entre los edificios de Edgewater, es también bella y reconfortante.

No soy nostálgica. Me trago el presente con todo lo que trae. Sin duda, las derrotas me han hecho bien.


Krina Ber

Los céntimos

En este cuarto de siglo las tecnologías cambiaron la manera en la que nos relacionamos con el tiempo, el espacio y entre nosotros mismos. También Venezuela tuvo que adoptarlas. Pero a menudo lo ha hecho a su manera, grotesca, opresiva y dictatorial. Por ejemplo: el detallito de las transacciones básicas.

Esas cosas se ven mejor desde lejos y por contraste. Así me pasó en mi último viaje —Madrid, 2019— entre las vitrinas de los abastos y droguerías que rivalizaban entre sí en el atractivo de la mercancía expuesta: de pronto vi  la dimensión de la caída a nuestras colas en la calle, las santamarías apenas levantadas, las ventanitas blindadas de las farmacias por las que solo pasaba la mano.

También vi la mirada extrañada de una cajera cuando le pregunté si podía aceptar las monedas de un céntimo. Tuve un momento de duda de si eran dinero, porque el nuestro era puro engaño. Yo venía del país donde ya no existían monedas, donde el valor de los billetes se deshacía como un papelito quemado y su impresión no daba abasto antes de que les quitaban cinco o seis ceros de un solo hachazo. En Madrid existían todas las modalidades imaginables de transacciones electrónicas pero también podías manejarte como antes y sacar dinero de cualquier telecajero. La transición era más amable con las personas de tercera edad a las que les cuesta cambiar. Aquí la modernidad les fue impuesta sin misericordia  y literalmente no podrían sobrevivir sin adoptar la tarjeta de débito, el sistema Patria, el pago móvil, la criptomoneda oficial del régimen, Internet, incluso el celular. Yo misma estaba ayudando a dos que nunca pudieron. ¿Cuántas quedaban todavía haciendo cola al banco para sacar en efectivo el tope diario permitido? El crimen de la brutal destrucción de nuestra moneda se percibe casi como un trámite, un problema tecnológico.


Lena Yau

Maretas con cabrillas

2010

Armarios rojos. Algunos los abren y asoman los pies para que tomen aire. El estruendo de cien puertas cerrándose de golpe me despierta.

2012

Soñé que leía su muerte en papel.

2013

El muerto infinito corre al tobogán, trepa la lengua metálica, levanta los brazos, saluda, baja las escalerillas y se encierra en una pecera de cristal desde la que gesticula y habla. Sus palabras son ladridos de foca. La traqueotomía, pienso. En el sueño Capriles no sabe besar. Es que mentalmente, le explico, eres lampiño, Henrique.

2015

Conduzco desde Madrid a Caracas. El tráfico se detiene en Plaza Venezuela. Bajo del carro (en el sueño digo: aquí es carro). Un hombre me apunta con una ramita de mango y dice: dame el reloj. Lo tiro lejos. Si lo quieres, búscalo. ¡No!, grita. ¡Lo vas a buscar tú! ¡Arrodíllate y tráeme el reloj con los dientes! Un transeúnte replica: saca el hierro; eso es un palito. El ladrón hace el amago de sacarse un arma de la cintura. Voy a morir soñando en Caracas. Yo tenía que ir a Innsbruck. El GPS me desvió. Abro los ojos. El ladrón desapareció. Tomo autopistas en sentido contrario. Corrijo puntual.

2017

Bebo una caña. Maduro toca mi hombro. Me reclama mis tweets. Léelos en mis ojos, contesto. Afuera, una multitud escucha a una mujer que cuenta llorando cómo un rayo fulminó a una niña de la calle. Oigo electricidad, calcinó, hueco, azul, resplandor. Un niño dice en lengua de signos: no somos puentes, somos huevos. Ase mi mano y me da un huevo a medio cocer. Suena el cielo. Caen dos rayos. Corremos.

2021

El cuento es el lenguaje, soñé.

2023

La nariz de un avión empuja el edificio que cae sin romperse y pasa de vertical a horizontal. Entro para comprobar que todos están bien. Encuentro a K. Hargitay. Nos ponemos al día, pescamos recuerdos. Algunos fragmentos encajan, otros son brumosos. Mi hijo tiene 27 años, dice. Lena, ha pasado mucho tiempo desde Caracas. Lo sé, no siempre lo acepto. Kathy sonríe. Su sonrisa es exacta al tiempo del mucho tiempo.


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