IN-XILIOS, @AARON SOSA

Alexis Romero

También esto es un lugar común

El chavismo es nuestra barbarie sin disimulos. Nunca llegó, siempre estuvo con nosotros. No eran aquellos y aquellas, éramos nosotros. Siempre nos mentimos; no quisimos conjugar el plural. En los lugares donde debía ocurrir la convivencia, gritábamos en voz baja, casi susurro: Yo nunca fui. No nos dimos cuenta de que nuestras negaciones serían las casas de la violencia, el saqueo, la humillación y la expulsión. Nos ha costado comprender, aceptar y conjugar que fuimos expulsados. Sí, expulsados, negados, excluidos, por la oscura obra de nuestra indiferencia, resignación y misérrima racionalidad: la barbarie del pensamiento mágico y su método de destrucción: El adanismo. Temimos ser reales, a pesar del imperativo del asombro de Rafael Cadenas: Seamos reales. Elegimos amar el engaño. Es decir, depositamos nuestras vidas en la Destrucción, no en la Construcción.

El chavismo son los poetas que amamos, a pesar de sus firmas y silencios ante la injusticia y el crimen. El chavismo es una palabra sin resplandor. Es una filial del Mal. Nunca ha sido una opción política, una senda racional y razonable. Es la venganza de lo fácil. Es la burla de la falsa fiesta minera. La Carpa, nos decía Cabrujas. La Pendejada, reinterpretando a Uslar Pietri. El Masomenismo, comprendiendo a Luis Ugalde. Los Cráteres, de Luis García Mora.

Nos quedamos e insistimos en el pasado de la Democracia. Somos enemigos de la revisión, reconstrucción y actualización. Es histórico nuestro desprecio actual por el conocimiento. Esto es un lugar común. A esto lo llamamos pesimismo, no radiografía cultural. Seguimos a la espera de un salvador o de una salvadora. Alguien que haga por nosotros y nosotras. También esto es un lugar común.

Tenemos nuestro propio Holocausto, nos dijo una vez nuestra amada Yolanda Pantin. Aprendimos, expulsados, a ver nuestras internas y externas alambradas de púas. Estamos aprendiendo a derribarlas, a arrancarlas de nosotros y nosotras.


Alfredo Baldó Michelena

La mayor pérdida

Hace diecinueve años, las estrecheces económicas y el terror de Liliana a que la tuviesen pariendo noventa horas antes de practicarle la deseada cesárea, nos impulsaron a volar de regreso a Venezuela.

La decisión no fue fácil, y cuando al final nos pusimos de acuerdo, al sacar el balance de lo que ganábamos y perdíamos, una de las coincidencias fue la alegría de que el niño viniera al mundo «allá».

Así ocurrió, pero pasado un tiempo, ciertas razones no muy difíciles de intuir en un país con serias tendencias autodestructivas, nos invitaron a cruzar nuevamente el Atlántico.

Desde entonces (quince años sin volver a Venezuela), esta pequeña familia, prácticamente sin salir de ella, ha permanecido amarrada a Madrid. No obstante, hace cuarenta y nueve días, Alfredo, nuestro hijo, voló del nido hacia otro país para hacer realidad su sueño de perfeccionarse como compositor.

Está deslumbrado en su nueva ciudad. La tecnología ya no hace tan insoportable la distancia, y gracias a la misma la comunicación es abundante. Todo nos lo cuenta (al menos eso creemos nosotros), y a propósito de eso, el otro día comentó algo que en principio nos «pegó», pero que luego, bien pensada la cosa, acabamos comprendiendo. El caso es que, cuando le han preguntado de dónde es, a pesar de haber nacido en Caracas, ser descendiente de venezolanos de pura cepa y poseer un pasaporte italiano, él ha dicho que es español, de Madrid.

Tal circunstancia, aparte de indicarme que el muchacho más le hace caso a sus tripas que a cuanto indican los documentos, también me ha hecho reflexionar acerca de la mayor pérdida que ha sufrido Venezuela durante este proceso de aniquilación, la cual no es precisamente la incalculable suma de dinero y riquezas materiales que a tantos deja pasmados.


Alicia Ponte-Sucre

Sigo enamorada de mi país

Nelson Rivera nos invita a compartir nuestro testimonio sobre cómo ha cambiado nuestra vida en estos casi 25 años. Me vienen a la cabeza miles de ejemplos.

Sin embargo, lo que comparto implica cómo, dentro de ese cambio que es sinónimo de la vida: reto y cambio constante… hay cosas que permanecen inmutables. En sí mismo esto, que haya cosas que a pesar de todo no se alteren, representa una forma diferente de vivir, un cambio, dado lo retador de nuestro diario acontecer; lo usual sería acomodarse y arrellanarse para acusar el golpe lo menos posible.

¿Y qué quiero compartir?

Constatar que sigo enamorada de mi país.

¿Y por qué…?

Vivimos una época triste, oscura, demasiado larga. Sin embargo, es notorio que la entereza y el estoicismo nos caracteriza, nos superamos y seguimos a cada paso, encontrando alegría donde otros pueblos conseguirían sólo dolor. ¡Ejemplos abundan que nos asaltan a cada momento, y nos enorgullecen! Organizaciones ambientales o educativas, iniciativas de salud, el trabajo de las instituciones a pesar de la tormenta y el vendaval, y muchas más.

Este reto constante ha permitido el surgir de una legión de venezolanos que amanece cada día con el convencimiento de la necesidad de expresarse por la vía de la civilidad. Una generación para quienes la ayuda social, el compromiso político, la solidaridad, la educación, son herramientas valiosas. Tolerancia, su arma más preciosa para convencer en medio de la diversidad, que en nuestro maravilloso país nos asalta día a día; un ejemplo breve, el diverso bagaje cultural que avala nuestra espontaneidad, algo que nos hace únicos.

Por eso repito con orgullo, somos una legión de venezolanos que podemos llamar “comunes”, y que pensamos que en Venezuela cabemos todos, sentimiento que representa crecimiento en fortaleza y madurez frente al reto de vivir aquí.

Comparto lo que es inmutable

Corría el año 1999, la Fundación Alejandro de Humboldt, Alemania, me había galardonado con una beca para realizar mi año sabático en la Universidad de Würzburg. Medio año antes habíamos estrenado presidente de Venezuela. Mi esposo Horacio Vanegas y yo partimos hacia Alemania ilusionados con este nuevo episodio de vida. Venezuela estrenaba rumbos inciertos. Ese 15 de diciembre ocurrió el deslave de Vargas. Simultáneamente ese día, se llevó a cabo un referéndum aprobatorio de la Constitución de 1999. A pesar de la tragedia en las calles, no se suspendió el referéndum.  No estuvimos presentes en el país durante ese episodio inenarrable que ha representado de forma simbólica el devenir del país.

Mi familia vivió de cerca el evento; un pequeño hermano vivía en Naiguatá, los cuatro hermanos varones grandes, motivados por la situación del pequeño y de muchos otros venezolanos, colaboraron incansablemente por rescatar personas. Narrar o identificar los cambios ocurridos en nuestras vidas desde entonces sería tarea titánica, que el deslave haya persistido no es un eufemismo.

Este 8 de noviembre fue el bautizo del libro de Rodolfo Izaguirre Lo que queda en el aire, un poema de amor y esperanza, en la Librería El Buscón.

En 1999 apreciaba las cosas hermosas que ocurrían en Venezuela; hoy, 24 años después las amo aún más. Queda en el aire este sentimiento inmutable que compartimos los convencidos de que Venezuela es un tesoro, ese miércoles fue palpable. En torno a los que asistimos revoloteaban el maestro Rafael Cadenas y Rodolfo Izaguirre, ejemplos de constancia y compromiso con el país, incluso en medio del deslave continuo. Ellos son modelos para la historia en el seno del cambio constante que representa la vida del venezolano, fuera y dentro del país, hermanados por la esperanza y la fortaleza de seguir buscando nuestro norte.


Alonso Moleiro

El síndrome del “antier nomás”

A partir de cierta edad en la vida, cualquier vista al pasado que calibre el largo plazo tiende a ser apreciada como si hubiera tenido lugar hace unos meses.

Surcamos los años reteniendo vivencias que se archivan en la memoria bajo la etiqueta de experiencias recientes. Los recuerdos frescos se convierten en tradición, y nos negamos a metabolizarlos para dejarlos ir.

El síndrome del “antier nomás”: la renuencia sorda a aceptar que el tiempo sigue pasando, que nuestra presunta juventud no es tal cosa, que vendrán otras novedades, superpuestas a las nuestras, a impugnar nuestro fuero generacional.

En 1999 ya existían los celulares y los mensajes de texto, la televisión por cable, Internet y los correos electrónicos. Y aunque parezca “ayer”, todo lo demás ha cambiado.

Eran comunes artefactos hoy en desuso, como los fax, los compact disc, los buscapersonas y las cintas de VHS. Hugo Chávez ya era el presidente —y ya existía su programa dominical—, pero el ejercicio democrático era aún una certeza.

En 1999 casi nadie había emigrado. Al tibio éxodo profesional de entonces se le llamaba, con un dramatismo algo cursi, “los balseros del aire”.

No existían las redes sociales, ni los teléfonos inteligentes, ni las aplicaciones para tomar taxis, ni las conversaciones por wassap, ni la inteligencia artificial. No había reuniones por zoom, no era posible hacer una videollamada. Las fotos no eran tan comunes como ahora, había que irlas a revelar primero; nadie sabía lo que era un selfie.

Todavía se fumaba en espacios cerrados, se compraba la prensa en los quioscos, y se usaban grabadoras para dejar mensajes en las casas.

Fue 1999 un año con enorme contenido simbólico. Pocas fechas han sido tan puntuales en esto de plantear el cierre de ciclos. Nos sentíamos al borde de un momento crucial: el fin del siglo XX. Cuando 1999 se acabó, con él se comenzó a marchar todo lo demás.

Muy poco después, la democracia venezolana se esfumaba, como los buscapersonas, y los VHS. La diáspora comenzaría a crecer. Llegarían las selfies, las campañas contra el cigarrillo, y la prensa digital.

El chavismo subiría el tono; comenzaba la era de los groserías y los enfrentamientos callejeros. Se acabó la sociedad del entretenimiento y el buen humor. El chavismo dejaría su impronta salvaje y su conducta violenta como un recado a la sociedad nacional.

Poco después, la revolución de las redes se terminaría de llevar por delante todo lo demás.


Álvaro Pérez Capiello

Escritores para todo

Vivir se ha convertido en una experiencia creativa. Los escritores pertenecemos a una rara estirpe de individuos dotados de la cualidad superlativa de la versatilidad. Recuerdo a Juan José Arreola, el autor de Confabulario (1952), quien fuera: encuadernador, actor de radionovelas, articulista, comentarista, telonero, y paren ustedes de contar… Las carencias son, pues, los pilares de la creación, porque se escribe desde la propia desesperación. En los tiempos actuales; la falta de papel, el cierre de numerosas imprentas, la falta de mecenazgo para impulsar nuevos proyectos, la inflación mundial, y las colas para aprovisionarse de combustible y otros productos básicos, no han mermado la capacidad de soñar y, en el caso propio, de componer novelas. Si bien la realidad, en ocasiones, supera con creces a la ficción, la literatura es sanadora… Apoyando lo dicho, debo confesarlo, los tuits, las alertas sonoras de WhatsApp, o las noticias más comentadas de las redes sociales, deben aguardar su turno, esperar a que la musa abandone las soñadas invenciones paridas a la sombra de un castillo europeo, una mansión derruida, un campo sembrado de naranjos, o una torre de departamentos de Collins Avenue. La capacidad de trascender el instante, es lo que hace grandes a los artistas, si esto no fuera así, no existiría un filme de Chaplin, un verso de Lorca, o un óleo de Modigliani.

Andrea Imaginario

Comencé a dar clases en la Universidad Central de Venezuela en el año 2001. Era muy joven, y aquella decisión me parecía coherente con la vida que imaginaba. Si bien eran conocidas las complejas circunstancias económicas de las universidades públicas desde décadas anteriores, a mí me animaba la perspectiva de sentirme parte de algo necesario y estratégico para el país, que nuestra sociedad reconocía y valoraba pese a todo, y pese a todo, pude dedicarme a esa vida hasta la pulverización del presupuesto universitario y la precarización de la profesión docente, no sin efectos en el imaginario colectivo, tema de este texto. El cambio lo noté cuando, recientemente, alguien me preguntó a qué me dedicaba. Le dije que era profesora en la UCV. Esperaba una de dos posibilidades (más o menos habituales): o que brindara un gesto de aprobación, o que siguiera de largo la conversación con cierta indiferencia. En cambio, me miró y profirió un largo: “Aaaaay, pobrecitos los profesores. Lo lamento”. Aquellas palabras me rebotaron la imagen de una derrota, una imagen de rendición y sumisión, muy distinta a cómo hemos imaginado la universidad en Venezuela. Puede que esa no sea una opinión generalizada (de hecho, no la comparto), pero existe y dice mucho sobre el cambio simbólico que se ha operado en el imaginario colectivo. Se han roto las representaciones de las instituciones que nos inspiraban y de los símbolos que nos convocaban. No sería un problema si nuevos símbolos ocuparan ese espacio y resignificaran el sentido de nuestra historia hacia un horizonte compartido, pero todavía no parece el caso. Aun así, creo que esta fractura será reparada. La investigación y la docencia serán parte de eso. O quizá ya lo sean en otros espacios de formación alternativos. Después de todo, también el mundo ha cambiado.


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!