NIÑOS MINEROS, @YRIS PAUL

Carlos Leáñez Aristimuño

La verdadera revolución

Todas las noches, en Tenerife, paseo al borde del Atlántico. No me canso de ver las formas del agua y cómo la luna juega con ellas. Me cautiva el rumor incesante de las olas y la caricia —o el azote— del viento isleño. Con frecuencia —en monólogo interior o en diálogo con mi mujer— vuelven las lejanas costas de Venezuela y con ellas afectos, imágenes, sensaciones, preguntas. Río, me conmuevo, me tuerzo en una mueca, sonrío. ¿Queda algo del país que tanto nos dio? ¿Por qué ocurrió lo que ocurrió? ¿Hicimos bien en salir o había que seguir luchando? ¿Hemos de volver?

A menudo, al acostarme, hebras de conciencia me remiten a Caracas. Algunas me llevan de vuelta a mi apartamento, en Lomas de Prados del Este; otras me hacen retornar a mi cubículo, en la Universidad Simón Bolívar; otras me transportan a mi casa natal. En ellas, azorado, busco papeles que han de darme claves tajantes. En ellas, ansioso, llamo a quienes allí hacían vida.

Persevero cada noche en mi paseo. En ocasiones —sobre todo en las noches sin luna— me alejo del resplandor eléctrico de la ciudad para divisar las estrellas: a más oscuridad celeste, más nítidos los contornos de los astros. Creo entonces en adivinar en el firmamento una carta de navegación que me lleva, en rauda travesía, de vuelta al pie del Ávila.

¿Volveremos algún día al verdor luminoso de Caracas? ¿Será posible poner coto a la barbarie? ¿Será la oscuridad una fuente de luz? Se me ocurre que sí. Cuando veo tanto a los que allá se encuentran como a los que afuera se hallan esperando recibir solo lo que es fruto de su esfuerzo e ingenio, aspirando simplemente a que el poder no les ponga trabas, se me ocurre pensar que está comenzando, ahora sí, la verdadera revolución.


Carlos Sandoval

Instantánea

Tendría diez años cuando en unas vacaciones de agosto pedí a mi madre un bolívar para tomar el autobús de San Ruperto —crema con letras vinotinto— porque deseaba hacer todo el recorrido desde la terminal en Plaza Tiuna. Era quizá un martes de límpido cielo azul y temperatura agradable. En el punto último de la ruta, una calle empinada, compré un cuarto de leche y una porción de torta y con los veinticinco céntimos restantes pagué el regreso en el mismo colectivo. Aquel fue el primer viaje que emprendí desde mi barrio hacia otro mundo por las calles de Caracas, una travesía que desde entonces puntuó mi relación con la ciudad y con el gusto por caminarla.

Luego vinieron las excursiones por los sueños: salir del populoso entramado del suroeste, donde recalamos a mediados de los setenta, a través del empeño académico para conquistar espacios más al centro o, de ser posible, en el oriente citadino. Bastaría hacer una carrera y lidiar con el campo de trabajo; si hubiera suerte —casi siempre la había— tal vez una beca o un intercambio universitario. A la gente de mi generación nacida de padres que colonizaron la capital desde el barro de abandonadas eras o huyendo de pueblos tristes (la llamada, a veces despectivamente, «gran Venezuela») nos tocó recibir, pese a nuestros modestos orígenes, algo de la derrama que la democracia representativa trajo como beneplácito a un país con ganas de modernizarse y de proteger a ciertas masas desfavorecidas. Y podíamos cruzar de un sitio a otro sin mucho trámite ni temor.

Medio siglo después los sueños devinieron pesadillas; el espacio vital, cárcel; el futuro, palabra extranjera. Ya nadie es capaz de subir a un transporte público sin riesgo de su humanidad o de la bolsa, ya ningún joven piensa —en Catia, San Agustín o Petare— que ocupar un pupitre caraqueño dé sentido a la vida.


Carlos Zerpa

Ya no vivo allá, ahora vivo aquí.

Ciudad de México, 2024.

Ver las calles de esta ciudad, ya no como turista, si no sabiendo que ahora vivo qué. Me levanto y no estoy en un hotel, no soy un turista ni estoy de paso, ahora estoy en un apartamento en el que vivo, en una colonia decente. Nuevos muebles, objetos y hasta platos y cubiertos tengo, pues los míos se quedaron en unas cajas en un depósito de Caracas, al que quizás nunca más vuelva a tener acceso. Ese es el ayer, ahora como el ave Fénix, renazco en una nueva tierra. La biblioteca está llena de libros, unos pocos que me traje, muchos nuevos y otro que he comprado otra vez, pues se quedaron allá y son importantes de releer. Los amigos dicen que ya hablo con acento mexicano, pero no es verdad, a leguas se ve que soy de otras tierras al hablar, por mi acento. Lo que pasa es que he incorporado algunas palabras, como órale, pinche, chingada, cuate. En esto del hablar lo más difícil fue no llamar cambures a los cambures, si no decirles plátanos, igual que incorporar nuevos nombres para las frutas, verduras y objetos, como el camote, la papaya, los cacahuates, la sandía, el tamal y los chiles para que a uno lo entiendan. Detesto cuando me discriminan y me llaman gringo, prefiero que me llamen güero. No me he sentido del todo extranjero, aunque lo sea, pues no he sentido tan fuerte el rechazo, aunque el mexicano parte de la premisa de primero México, segundo México y tercero México, esto no ha sido nada fácil pues es otra cultura. Yo amo a mi país y no me he desligado ni quiero hacerlo, soy venezolano y me siento orgulloso de serlo.


Carmen Leonor Ferro

Anatomía de una caída

Como si pasado, presente y futuro desearan intercambiarse, cuando no estamos confundidos con el hilo de nuestra propia biografía, dudamos: ¿es posible cambiar los eventos?, ¿la forma de mirar?, ¿es irrevocable la historia?, ¿podemos intervenirla?

Acercándome de reojo a estas preguntas, al pensar en mi vida forastera, se me aparece Anatomía de una caída, filme de Justine Triete que cuenta los pormenores de un juicio destinado a aclarar la verdad sobre un presunto asesinato.

Daniel, un niño ciego, atestigua a favor de su madre sin estar convencido de que sea inocente. El trauma de la muerte del padre ha hecho que pierda detalles de la historia: ¿a qué hora salió de la casa?, ¿escuchó sus voces en la cocina?, ¿tomó el camino hacia el este o hacia el oeste?

Si uno no puede decidir, responde el niño al juez en el último interrogatorio, es necesario tratar de entender.  La mirada perdida de Daniel nos hace pensar que está observando más allá de lo que puede demostrarse y que no tendrá argumentos tangibles para defender lo que ha visto, la suya es una visión interna. ¿Aceptará el juez su versión inexacta?, ¿tolerará el vaivén de memorias que el trauma ha producido en la mente del joven?, y además, ¿qué es entender?, ¿qué quiere decirnos este niño de ojos extraviados cuando habla de entender?, ¿es tomar una posición?, ¿tirar los dados?, ¿defender un punto de vista?, ¿aferrarse al afecto?

Lo único que parece claro es que el niño sólo espera que se salven los personajes de su historia, que sobreviva su versión, no sabe bien si ha visto o ha imaginado. Sin embargo, los espectadores ya hemos aceptado que no haya veredictos, que todo parezca desdibujado, es quizás la única forma para el joven personaje de poder crear un final que los deje, a él y a su madre, volver a casa.


Carole Leal Curiel

Entre la ilusión y la desesperanza

No me he ido, los he vivido completos, completicos en Venezuela y no me pienso ir. Largos 25 años recorridos entre ilusiones y desesperanzas, presenciando cómo la violencia se nos ha colgado del pellejo. Violencia verbal, física, intrafamiliar, cuartelaria, institucional. De la violencia que suscita la impotencia ante la ausencia institucional, ante la falta de Estado, de esa que genera la indefensión descarnada que conduce al estado de necesidad. De la oprobiosa violencia de la lengua, de su “higienización”. He sido (somos) testigo del surgimiento de un “habla prohibida”. He escuchado decir a entrevistados en la radio y en la televisión “no quiero decir la palabra”, “no se puede usar ese término”, silenciando la voz “régimen”. Hemos sido y somos espectadores del disimulo, de la hipocresía.

Años eternos durante los cuales observé la ilusión de quienes tuvieron fe en el “proyecto” y de su desencanto; contemplé cómo la alegría contagiosa de quienes creyeron en la posibilidad de construir una “salida” fue decayendo, migrando no importa a dónde ni cómo, huir del país como único futuro, del desaliento como único presente. Años de domesticación en la incertidumbre, en el escepticismo, en la ausencia de esa normalidad que nos brindan las certezas: se fue la luz, llegó la luz; no hay agua, llegó el agua; hay Internet, no hay Internet; hay gasolina, no hay gasolina; alcanza el sueldo, no alcanza el sueldo, de que lo único cierto y verdadero son las puertas que abre un puñado de dólares.

He (hemos) vivido dentro de ese imparable tiovivo revoloteando alrededor de nuestras ilusiones y desesperanzas.

No me he ido. No me voy.


Carolina Guerrero

Poscaverna

Las revoluciones son el caleidoscopio. El ojo cree que cambia todo si las piezas se reconfiguran, indetenibles. La imagen es a cada microsegundo única en medio de ese dinamismo perpetuo. Y el ser solo contempla, perplejo, el reacomodo que se modifica otra vez, otra vez, otra…

La revolución crea la falsa idea del omnicambio. En él, cada quien refiere el que más lo lacera. Éxodo, violencia radical, pobreza de espíritu, la piedad que hiberna. La lista es muy larga, no concluye.

Mas lo constitutivo de toda revolución iliberal es que el individuo nunca advierte que nada cambia. En este país la vida se frenó hace 25 años. Y el no cambio reside en la perpetuación perenne del poder. El pleonasmo ni se aproxima a ilustrar las dimensiones de la petrificación.

El ojo distraído con el movimiento caleidoscópico dejó de notar, si acaso alguna vez lo hizo, que los ajustes en los rostros del poder no son cambios. El poder sigue siendo el que es, el que se impuso hace un cuarto de siglo. El que nombra las cosas con otros términos, sin que sus víctimas se acerquen al menos a ser celadores no solo del lenguaje, sino de la verdad.

En este tiempo, que equivale más o menos a un tercio de la vida del hombre, se sucede la ilusión sobre la cercanía del quiebre. Rutina cíclica que forma parte del mismo magma del no cambio. La arrogancia se imagina autor histórico de una liberación que no ocurre, quizás porque nunca aspiró a otra cosa que cohabitar.

El poder persiste. Panóptico e ilimitado. Es precisamente lo que cambió: el ascenso del no cambio, en este largo y sinuoso extravío, en esta experiencia inédita de enormidad del poder.


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