General Isaías Medina Angarita

Por ALICIA ÁLAMO BARTOLOMÉ

Sacando un poco de mi memoria y de mis Memorias —que estoy redactando— puedo escribir como testigo presencial, para los lectores de Papel Literario, sobre hechos y personajes de nuestra historia contemporánea que van dejando de serlo para las nuevas generaciones. El año 1945 fue crucial para el mundo, Venezuela y mi vida personal, ligada, sin solución de continuidad, a aquellos acontecimientos trascendentales. Yo tenía 19 años.

Terminé mi 4to. año de bachillerato sin dificultad alguna —hasta con 20 corrido en Matemáticas, mi materia favorita— en el Colegio San José de Tarbes de El Paraíso, donde cursé los dos últimos años de este primer ciclo. Nunca había estudiado en colegios de monjas, pero la cercanía a mi casa me llevó allí. En el examen final en julio de Psicología, tuve como jurado a mi profesor Domingo Casanova, otro que no recuerdo y a Luis Beltrán Prieto Figueroa. Al presentarme a la prueba oral, el furibundo antigomecista me preguntó si yo era hija de Antonio Álamo, gomecista conocido. Rauda, le contesté: Sí, ¿pero usted no me va raspar por eso? Sonrió y dijo que en París había conocido a mi tío —y padrino— Rafael Bartolomé y se habían hecho muy amigos. Fue mi primer contacto con un político del momento.

El 5º. año de bachillerato ya estaba diversificado en tres ramas: Filosofía y Letras, Física y Matemáticas, Biología y Química. Los aspirantes al título de bachiller de todo el país tenían que venir a Caracas a estudiar la especialidad escogida, no se habían inaugurado en ningún liceo o colegio del interior. Los de Filosofía y Letras en el Liceo Andrés Bello, los otros dos sólo se daban en el Liceo de Aplicación del Instituto Pedagógico, en El Paraíso. Volvió a tocarme cerca de casa.

Era el año lectivo 1944-45. En octubre se jugó en Caracas la Serie Mundial de Beisbol Amateur. Recientemente, en 1941, Venezuela la había ganado por primera vez en La Habana y eso intensificó nuestra afición a ese deporte. Vendían entradas en el Hipódromo, frente al liceo, y cuando el profesor de Matemáticas, el joven Raimundo Chela, pasaba la lista a las 2 pm, al nombrar a varios, contestábamos los presentes señalando la fila frente a la ventana del aula: En la cola. Hasta se les veía. Chela comentó una tarde: Aquí lo que hay es colitis aguda. Menos mal que él también era un aficionado y perdonaba la colitis. Pero a mí no me perdonó.

Iba a los juegos en el Estadio San Agustín, no con esas entradas del Hipódromo, sino con unas que nos conseguía papá con un amigo de la gobernación. En uno de esos cayó un aguacero tremendo y salí del estadio empapada. Vino gripe con bronquitis, perdí clases y encima un compañero, resentido social y adeco en ciernes, me jugó una mala pasada. Mi curso reunía las estrellas en matemáticas de todo el país, por nombrar algunas, tales como Pepe Marimón, Alex Lorenz, Aníbal Martínez, Rosa Margarita La Roche, Hugo Hernández Cartens, Argenis Gamboa y… yo, que salí estrellada. El profesor Chela se entusiasmó con aquel grupo de astros y su curso se fue por las nubes. Acostumbraba a ponernos los fines de semana unos cuantos problemas, bien difíciles, para que los lleváramos resueltos el lunes; pasaba un alumno a la pizarra, otro le dictaba alguno y salía la solución a la vista de todos.

Ese lunes llegué sin haber resuelto uno. Tampoco habían podido los compañeros a quienes pregunté. Chela me envió al pizarrón, pidió al resentido que me dictara un problema. Vi su sonrisa maligna e irónica. Indudablemente yo le caía mal. El profesor me puso un cero que colgó sobre mi cuello todo el año. Salí muy bien en el primer examen semestral, pero me promedió el cero para una calificación de 10. Llegué al examen final de julio con ese promedio. Pasé bien la prueba escrita, en la oral me tranqué con los Determinantes, nunca los entendí ni sé para qué sirven. Me rasparon por primera vez en toda mi vida. Esa “tragedia” fue el 16 de julio de 1945, día de la prueba de la bomba atómica en el desierto del Álamo Gordo, Texas. En ese momento yo era una Álamo gorda.

Reponiéndome de mi fracaso, estaba con mamá pasando unos días en una pensión de Macuto. Horrorizada, me despertó una mañana: habían lanzado una bomba espantosa en Japón. Hiroshima, 6 de agosto de 1945; siguió la de Nagasaki el 9 de agosto. Franklin D. Roosevelt había muerto el 12 de abril, lo supe saliendo del Estadio San Agustín, lo gritaban los pregoneros de los diarios vespertinos. El mal trance de la decisión de lanzar la bomba atómica le tocó a Harry S. Truman, gran e impopular presidente, cargó con la difícil tarea de enderezar los entuertos dejados por un Roosevelt, ya gagá, en la conferencia de Yalta: le entregó media Alemania a la Unión Soviética.

A principios de septiembre llegó el candidato acordado entre Medina Angarita y Acción Democrática para próximo presidente de la republica: Diógenes Escalante. A los pocos días de hospedado en el Hotel Ávila, se desató su locura. Precipitadamente escogió Medina otro candidato: el Dr. Ángel Biaggini, andino y civil; la otra opción hubiera sido un militar no andino. Biaggini escribió en la dedicatoria de una foto la palabra entusiasmo con C. La publicidad del ABC de Cafenol decía: A alivia el dolor, B baja la fiebre, C cura la gripe, se transformó en el ABC de Biaggini: A de Ángel, B de Biaggini y C de entusiasmo. La candidatura se derrumbó.

18 de octubre de 1945, ¡un partido de vocación democrática se alía con militares para dar un golpe de Estado! En 5 años AD habría ganado de calle las elecciones. No merecía el general Isaías Medina Angarita que le dieran ese golpe, un presidente que se había quitado el uniforme militar e iba llevando el país hacia la democracia. Ambición precipitada y tremendo error histórico, aún padecemos sus consecuencias. La primera fue que, a pesar de haber traído el nuevo régimen las elecciones por voto universal y secreto, tremendo alcance, el primer presidente electo constitucional y democráticamente, nuestro gran escritor Rómulo Gallegos, fue derrocado pocos meses después, en 1948, por los mismos  militares que se unieron con AD para tumbar a Medina.

Los revolucionarios del 18 de octubre trajeron consigo igual resentimiento destructivo de quien me dictó el problema aquel. El 2º decreto de  la Junta de Gobierno Cívico-Militar: Lista de Peculado, en orden alfabético, la encabezaba mi padre, por Bs 137,000 de una partida de gobierno en el estado Bolívar, 10 años antes. ¡Cuántas cosas pasaron en tan poco tiempo!

El Jurado de Responsabilidad Civil y Administrativa comenzó a dictar sentencias. Un día papá estaba al teléfono en el piso de arriba, yo pasaba hacia mi habitación, me detuve a esperar. Cuando colgó, con el peso de sus 73 años encima, dijo: Todo. Me lo quitaron todo. Corrí a mi cuarto, me arrodillé llorando ante una imagen de la Virgen y exclamé: ¡Que yo no los odie, que yo no los odie!  Me fue concedido. Y eso que sabía la reacción de Rómulo Betancourt cuando un adeco becado por papá para sus estudios, agradecido, quiso borrarlo de la ominosa lista, como habían hecho con otros: ¡A ese viejo no me lo borra nadie!, dijo con su desagradable voz cascada.

Nueva York, septiembre de 1981. En un famoso restorán de langosta, el mesonero me dijo: ¿Sabe quién está allí? Ya lo había visto. Estaba con su esposa y otra pareja. Al terminar fui directo a su mesa, le toqué el hombro, volteó sorprendido: Yo soy Alicia Álamo Bartolomé, hija de Antonio Álamo, quiero saludarlo.    Le di la mano. Salí a la calle feliz, llorosa y libre como el viento. Había perdonado de verdad. Diez días después, allí, entre rascacielos, moría Rómulo Betancourt.

Ya en Caracas, vi pasar frente a mi casa el féretro mortuorio de Betancourt. Lo llevaban hacia la Guairita. Volví a llorar. En el Cementerio del Este está enterrado mi padre. Allí se igualarían bajo la tierra.

¿Qué le cobraba Rómulo a papá? Ser un intelectual al servicio del tirano, pero no fue el único. Gómez se rodeó de gente valiosa, sabía qué no sabía y buscó a los mejores, virtud de la cual carecen los tiranillos de ahora y por eso escogen lo peor, de acuerdo con su ignorancia.

¿Por qué fue Antonio Álamo gomecista? La juventud de mi padre transcurrió en la azarosa época de fines del siglo XIX, entró al XX con 27 años. Revueltas, guerrillas y revoluciones arrasaban la provincia, con caciques al mando, llegaban o no triunfantes a Caracas, dejando atrás una ola de violencia. En su natal Barquisimeto, al llegar un niño a los 14, 15 años, a la par  que le alargaban  el pantalón, le ponían un revólver en la cintura. Papá era un hombre intelectual, pacífico, pero fue arrastrado a contiendas absurdas. Cuando Juan Vicente Gómez pacificó al país, era lógico que simpatizara con él. Gómez estimó su carácter conciliador, lo puso en momentos y sitios claves: ministro de Fomento entre dos ejercicios del gran y fogoso Gumersindo Torres. Presidente del estado Sucre para reconstruir física y moralmente la ciudad de Cumaná después de dos grandes tragedias: el terremoto y la fracasada intentona del Falke. Presidente del estado Bolívar, donde quedaba algún foco de caciquismo. Allí estaba cuando murió el dictador.


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