Juan José Tablada

Por GUSTAVO GUERRERO

Cuando se escriba la historia del libro de poesía en Venezuela, los años de 1919 y 1920 ocuparán sin lugar a duda un capítulo aparte. Dos de los títulos más singulares y novedosos jamás publicados en el país –y podríamos añadir, sin exagerar, en toda América Latina– salen por entonces, con pocos meses de intervalo, de los talleres de la Imprenta Bolívar en Caracas. El primero, que lleva colofón del 1 de septiembre de 1919, es un breve volumen de 24 X 16 cm y 104 páginas, mientras el segundo, que sale el 6 de enero de 1920, tiene un formato aún más pequeño, pues solo cuenta con 20 X 16 cm y 56 páginas. Ambos constituyen, sin embargo, dos magnos eventos literarios y editoriales, como si su escasa materialidad fuera inversamente proporcional al peso simbólico que acabaron adquiriendo. Y es que el uno se erige en soporte de la primera colección de haikús jamás escrita en lengua española y el otro contiene una originalísima serie de caligramas que, junto a los de Vicente Huidobro, inauguran el género de la poesía visual en Latinoamérica. El lector advertido ya sabrá que me estoy refiriendo a los dos libros que el poeta mexicano José Juan Tablada publica durante su breve estancia en Venezuela: Un día… poemas sintéticos (1919) y Li-Po y otros poemas (1920).

A un siglo de distancia, y en pleno auge de las conmemoraciones y los homenajes a las vanguardias, vale la pena volver sobre la historia de estos dos títulos y sobre lo que significó y significa que hayan visto la luz en nuestro país. Pues no se trata de un accidente ni de una simple casualidad; no estamos ante el fruto de un azar que no habría tenido consecuencias en la formación y proceso de la literatura venezolana, para parafrasear al maestro Picón Salas. Por el contrario, como ya lo sugirieran Ángel Rama, Nelson Osorio y Javier Lasarte, entre otros, la publicación de los libros de Tablada y la estadía misma del poeta en Caracas señalan la llegada y la incorporación al país del discurso rupturista de una nueva época y determinan una primera inserción del campo literario venezolano en el mapa internacional de las vanguardias.

En efecto, recordemos que el José Juan Tablada que llega a la capital venezolana en julio de 1919 no es ya el poeta modernista de El florilegio (1899), ni el acerado polemista que defendió públicamente, y casi hasta el final de sus respectivas dictaduras, a Porfirio Díaz y a Victoriano Huerta. Lejos de aquel autor y de aquel personaje, el Tablada que llega a Caracas sabe con certeza, como su contemporáneo Marcel Proust, que el mundo de ayer se ha perdido irremediablemente y que, por ende, como lo sostenían Tristán Tzara y André Breton, era preciso inventar una poesía y un arte para los nuevos tiempos. Además, había vivido un precario y duro exilio después de verse obligado a abandonar su quinta de Coyoacán en 1914, dejando sus colecciones de libros y finas estampas japonesas en manos de los revolucionarios zapatistas que avanzaban hacia la capital. Como si fuera una fotografía de los hermanos Casasola, la imagen de aquellos campesinos armados paseando a caballo por los jardines de la quinta, entre rocas, estelas y linternas budistas, sigue siendo una de las escenas más sonadas de la vida de Tablada y una ilustración fidedigna de la relación conflictiva que mantuvo con la revolución. No en vano han de pasar cuatro años antes de que pueda regresar a México y antes de que obtenga el perdón de Venustiano Carranza, quien lo hace ingresar al cuerpo diplomático y le asigna la misión de representar a su gobierno en Sudamérica.

Su primer destino es Bogotá, adonde llega en enero de 1919. Según cuenta en su diario, la prensa local le brinda una calurosa bienvenida: «Luis Cano me entrevista para El Espectador, Jorge Mateus escribe para Cromos, Max Grillo me envía un rimbombante abrazo telegráfico». Pero el entusiasmo le dura poco. Pretextando mal de altura, deja pronto la lluviosa capital andina y se muda con su esposa, Nina Cabrera, a una casa campestre en La Esperanza donde empieza la redacción de la colección de haikús y donde sigue trabajando en la serie de caligramas que ya había ido publicando en revistas y suplementos literarios cubanos. Guillermo Sheridan, uno de los mayores especialistas de la vida y la obra del poeta, describe con elegancia aquel episodio: «No pasó mucho tiempo antes de que Tablada cayera en la cuenta de que la simpatía que le podía dispensar la bohemia colombiana tenía inevitables límites». Puesto en otras palabras: Tablada se marcha para La Esperanza porque no encuentra en Bogotá ni receptividad para sus ideas renovadoras ni interés en sus nuevos proyectos lírico-gráficos. Mal puede extrañar así que, al cabo de cuatro meses, se adelante el viaje previsto a Caracas.

Tal y como había ocurrido en Colombia, la llegada del poeta es saludada con alborozo por la prensa venezolana. Serge Zaitzeff señala en su reseña del viaje que El Universal, El Nuevo Diario y Actualidades destacan la noticia y celebran con poemas y semblanzas al flamante secretario de la Legación de México, que se instala en la vieja casa solariega de los Monagas, cerca del Teatro Municipal. Pero, en Caracas, Tablada consigue algo más que vítores y festejos. Entre nosotros encuentra por fin a un puñado de escritores, artistas e intelectuales que no solo acogen con entusiasmo sus proyectos e ideas, sino que se lanzan a la aventura de darles forma y cuerpo. Uno de ellos, Fernando de Paz Castillo, recuerda: «entre los jóvenes de Caracas, por el deseo que estos tenían de comprender el arte, el viejo y el nuevo, y el de poetas de transición, como López Velarde, Tablada encontró lo que venía buscando. Así me lo dijo un día, hacia el año de 1945, ya cercano a la muerte, mientras recordaba a través del paisaje de una dulce tarde de México, el ancho patio de la casona caraqueña».

En esa casa se dan cita, a partir de entonces, muchos de los poetas de la generación del 18 y, además, ensayistas como Mariano Picón Salas, novelistas como Enrique Bernardo Núñez, pintores como Ferdinandof y editores como Eduardo Coll, el hermano de Pedro Emilio y quien dirigía, a la sazón, la famosa Imprenta Bolívar. Tablada trabaja en estrecha e intensa colaboración con él a todo lo largo de su estadía, según recuerda en una breve y merecida nota de agradecimiento que obra en Li-Po y otros poemas. Y es que Eduardo Coll no solo se ocupa de la impresión sino también, y en muy buena medida, de la concepción y el diseño original de ambos títulos. Habría que imaginar, en aquella Caracas de 1919 y 1920, las discusiones entre los dos hombres sobre el proyecto lírico-gráfico que se plasmaría por primera vez en esas páginas; habría que imaginar el proceso de selección de formatos, papeles y tintas; habría que imaginar las idas y venidas entre los talleres de la imprenta en la Esquina de Jesuitas y la vieja casa de los Monagas; habría que imaginar el trasiego de las planchas, las maquetas y las pruebas.

Como otros experimentos de nuestras vanguardias – estoy pensando en los Cinco metros de poemas (1927) de Oquendo de Amat, editados en forma de acordeón –, Un día… poemas sintéticos y Li-Po y otros poemas fueron el resultado de un trabajo de equipo y responden, por tanto, a un tipo de autoría colectiva en la que se asocian y se encabalgan, de un modo orgánico, la enunciación poética y la enunciación editorial. O para decirlo de otro modo: si, como enseña Roger Chartier, los autores no escriben libros sino manuscritos, que luego se formatean, se imprimen y se convierten en libros dentro de un proceso plural que modula y modela su sentido, en el caso de las dos publicaciones caraqueñas de Tablada la complejidad del proyecto hace aún más explícita la convergencia de los dos tipos de enunciación que presiden a la realización de la obra. A todo esto tendríamos que agregar que, según señala Rodolfo Mata en De Coyoacán a la Quinta Avenida (2007), los ejemplares de Un día… poemas sintéticos, impresos inicialmente en blanco y negro, fueron iluminados (léase coloreados) en el patio de la casona caraqueña de Tablada por sus amigos de la generación del 18, bajo la supervisión de Antonio Edmundo Monsanto. De ahí que los doscientos ejemplares que Eduardo Coll saca a la luz en papel vergé con sello del autor no sean idénticos, sino que presenten diferencias en su factura. Tablada los distingue, en una nota de su diario, repartiéndolos entre ejemplares de luxe y ejemplares ordinarios. Lo esencial, sin embargo, es que todos son producto de una apretada y fértil colaboración entre un poeta mexicano, un editor venezolano y un puñado de jóvenes caraqueños que se sumaron con generosidad a la aventura de inventar otro modo de ver y leer poesía.

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Como si el compromiso de esa generación no fuera suficiente, la publicación de los dos libros en Caracas ha de dar pie además a una de las primeras polémicas internacionales de nuestras vanguardias. Serge Zaitzeff recuerda que, en diciembre de 1919, aparece en El Universal una reseña de Enrique González Martínez, donde deja traslucir algunas sutiles reservas sobre la nueva poesía de su compatriota, y que es seguida de una nota mucho más crítica de su hijo, Enrique González Rojo, sobre Un día… poemas sintéticos. Desde el horizonte venezolano, la respuesta de Raúl Carrasquel y Valverde, el futuro animador de Elite, será rotunda y radical. Su artículo «La nueva poesía de Tablada y los críticos chatos», que se publica en Actualidades en enero de 1920, es una defensa sin concesiones de la propuesta poética lírico-gráfico de Tablada y una celebración de los valores del libro de haikús como ejemplo de una sensibilidad desconocida y singularísima. Carrasquel y Valverde da la medida no solo de la acogida entusiasta que se brinda a los libros del visitante azteca, sino de la temperatura de un horizonte de recepción en el que el espíritu de las vanguardias hace acto de presencia como un parteaguas entre el ayer y el hoy.

«El período que va de 1917 a 1921 – escribe Ángel Rama – permite reconstruir el mapa de la subversión poética que se opera en tierras latinoamericanas, cancelando definitivamente el modernismo y abriendo lo que debemos llamar el arte contemporáneo». Es justamente en este mapa donde el uruguayo situaba a la Caracas en la que se publicaron los dos libros de Tablada y en la que se generó una dinámica discursiva de corte rupturista que forma como una cámara de eco con la de otros lugares del continente. Y es que las vanguardias no fueron solo un vasto archivo de textos. Como nos lo mostró recientemente la cuidada exposición sobre la revista Amauta que pudo verse en Madrid y en Lima, las vanguardias fueron también redes cosmopolitas, hechas de nódulos relacionales e interactivos entre los cuales circulaba rápidamente la información y se establecían inesperadas conexiones entre campos culturales diversos (como, por ejemplo, en nuestro caso, el venezolano y el mexicano). Evidentemente, dicha perspectiva no puede menos que chocar con la tradición de unas historiografías nacionales que circunscriben el fenómeno dentro de unas fronteras espaciotemporales bastante más estrechas y lo conciben aún en términos puramente textuales. Los trabajos de los citados Ángel Rama y de Nelson Osorio, en los años setenta y ochenta del siglo pasado, y los ensayos posteriores de Javier Lasarte sobre el tema, fueron ya una avanzadilla que puso de manifiesto la necesidad de revisar las cronologías y de repensar el cada vez más incómodo protagonismo del solo año 1928 y de la revista válvula. Si consideramos que, hoy por hoy, el hecho literario no se agota en la exclusiva producción de textos, sino que abarca realidades tan diversas como la formación de los horizontes de lectura, las prácticas editoriales o la construcción de la figura del autor, acaso este centenario sea ocasión para reexaminar y reevaluar un buen número de fenómenos que, hasta ahora, solo suelen presentarse como simples «prolegómenos» o «preludios» a la oficialmente «tardía» aparición de la vanguardia en Venezuela.

Tablada no regresará a nuestro país, pero sí mantendrá una relación de amistad con varios de los poetas que lo acompañaron en su empresa caraqueña y, en particular, con Fernando de Paz Castillo. Al morir en Nueva York, en 1945, la historia, siempre maestra en ironías, hizo que tres décadas después de aquel saqueo de su quinta de Coyoacán, fuese el hijo de un zapatista quien leyera, en una ceremonia pública, el más hermoso homenaje a su poesía y a su memoria: «La obra de Tablada nos invita a la vida –dijo Octavio Paz –, no a la vida heroica ni a la vida ascética sino, simple y sencillamente, a la vida, a la aventura y al viaje. Nos invita a tener los ojos abiertos, a saber abandonar la ciudad natal y el verso que se ha convertido en una mala costumbre, nos invita a buscar nuevos cielos y nuevos amores. Todo está en marcha, dice, en marcha hacia sí mismo. Y ya lo sabemos, para volver hacia nosotros mismos es necesario salir y arriesgarse». Me gusta imaginar que no fue otro el mensaje que les dejó, con su visita y sus dos libros, a las generaciones emergentes de las vanguardias en Venezuela.

Para Carlos Sandoval, con mi gratitud.  


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