Desterrados los arquitectos y urbanistas de la crónica frecuente, sufrimos la ciudad que tenemos por tal, con ausencia de una crítica cotidiana, abierta y fundada que la explique – metrópoli generalizada del deterioro–  en franca y descarada involución, apenas maquillada. Aventajada frente a otras que no gozan del flujo continuo de electricidad, por ejemplo, Caracas es el prototipo de la localidad preventivamente sitiada, silenciosamente bombardeada, plagada de inútiles trincheras, en contraste con los reducidos y amurallados espacios del poder establecido que sueña con una ciudadela como la del Kremlin, dispensándola de tanto acordonamiento de guardaespaldas.

La urbe parece ideal para una remodelación masiva, una reparación audaz que se atreva en lo posible al detalle quirúrgico, imposibilitada toda restauración que pueda devolverle la memoria de sus ya remotos esplendores. Sin embargo, supone una gigantesca inversión de lo que no se tiene, pese a la apuesta con lo disponible al recordar el importante precedente de lo que se dio en llamar Ciudad Saigón: la Plaza Diego Ibarra, emporio de la discografía y filmografía pirata, bucanera y corsaria, por varios años, que convirtió prontamente su improvisada estantería en una colmena de locales muy cotizados por las mafias que sostuvieron el negocio; después, saqueada hasta la tubería de cobre del otrora referente que complementó a las torres del Centro Simón Bolívar, el régimen la reconstruyó ideando una extensa playa de concreto para sus eventuales movilizaciones de masas.

La clave reside precisamente en el abandono, la negligencia y malquerencia para castigar a sus habitantes, desmoralizándolos, por lo que la basura acumulada, la que anida en cada resquicio citadino,  queda para el descuartizamiento de hombres y mujeres que le dan alcance a las bolsas, ahora, en competencia con los zamuros. Éstos prevalecen cada vez más para emblematizarnos frente a las guacamayas, relegadas las palomas a un trance de vieja cursilería poética: comparten el cadáver de un gato al que arrastran en una feria de la descomposición del basural, atascado en las pequeñas cuestas del pavimento irregular y cuarteado, con lagunas de aguas putrefactas, sin más vegetación que la maleza.

La ciudad zamuro paulatinamente ha inutilizado las calles y avenidas de creciente riesgo, propicias a cualquier asalto o accidente vial, apenas iluminadas exclusivamente desde las casas y edificios tan depreciados. Sólo de tránsito muy indispensable, se apartan del sistema vial que tampoco cuenta con la debida señalización o un elemental semáforo, inducida la ciudadanía a acantonarse en sus hogares.

La urbe de los peligros exhibe libremente un dispositivo de gas doméstico o un cableado que pierde sus protectores, cuales minas prometedoras de desgracias que los bomberos quizá no puedan atender, sumergidos también en el deterioro. Se nos antoja un hábitat militarizado, por los riesgos y peligros que comporta en consonancia con un régimen comunalizador de la barbarie.

@luisbarraganj

 

 

 

 


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