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Chaim Herzog, veterano de guerra, dos veces presidente de Israel del 83 al 93, estadista, diplomático, escribió varios libros sobre las guerras árabe-israelíes y uno en particular dedicado a la guerra del Yom Kipur del 6 de octubre del 73, de la que ayer se conmemoró medio siglo. Curiosamente, no precisamente en Yom Kipur, que cayó el 25 de septiembre, por ciertas complicaciones entre el calendario lunar y solar cuya explicación nos llevaría demasiado lejos, de donde surge la disyuntiva de si debería recordarse en Yom Kipur o según el calendario común, que parece más práctico, aunque imponga una aclaratoria sobre esta disparidad de fechas.

Lo primero que vale la pena destacar es que se trata de la última de las grandes guerras que los vecinos árabes intentaron contra Israel, a partir de la cual se impuso la conclusión de que no podrían conseguir sus objetivos por la fuerza, por lo que adoptaron una concepción más aproximada a la realidad efectiva de las cosas. A partir de este punto de inflexión se abrió paso a los acuerdos, al reconocimiento y a la paz, aunque de los dientes para afuera se dijera todo lo contrario.

Es casi un lugar común afirmar que esta guerra fue como la foto en negativo de la anterior Guerra de los Seis Días, en la que todo ocurrió al revés. De antemano los norteamericanos vetaron la posibilidad de que Israel tomara la iniciativa de un ataque preventivo amenazando con no apoyarlo si fuera el caso. Fue el argumento que utilizó la primera ministra Golda Meir para descartar esta posibilidad una vez que fue planteada en el alto mando. No obstante, el primer ministro británico Edward Heath decretó un embargo de armas contra Israel, a pesar de ser los países árabes los agresores.

Por su parte, egipcios y sirios estudiaron en detalle todos los rasgos relevantes de aquella contienda para diseñar una respuesta adecuada a cada uno de ellos y revertir sus resultados para lograr una ansiada victoria que lavara la afrenta histórica que significó esa aplastante derrota para el orgullo personal de Gamal Abdel Nasser y Hafez Al Assad, líderes del proyecto de una República Árabe Unida.

Dicho sea al pasar que en la mente de estos hombres nunca estuvo la idea de constituir ningún Estado árabe-palestino independiente sino todo lo contrario: el uno abogaba por la RAU, uniendo a Egipto y Siria con todo lo que estuviera en medio y el otro soñaba con la Gran Siria, incluyendo en ella al Líbano, cuya independencia no fue reconocida sino recientemente, en octubre de 2008, mucho después de la muerte de ambos.

Además de asegurar el inicial factor sorpresa, ante la superioridad aérea israelí los árabes previeron un sistema antiaéreo de misiles tierra-aire; frente a los tanques israelíes, una saturación de armamento antitanque, artillería y blindados, apoyados por un despliegue de infantería numéricamente abrumador. Los sirios se dotaron de novedosos sistemas de rayos infrarrojos, lo que les dio una significativa ventaja para el combate nocturno, mientras los judíos veían estallar sus tanques en medio de la más profunda oscuridad sin saber siquiera de dónde les estaban disparando.

Al principio, todo les resultó según lo planeado y si lograban los objetivos limitados que se habían propuesto, cruzar el canal de Suez y tomar una firme cabeza de puente en el margen oriental, por un lado y recuperar las Alturas del Golán, por el otro, sus propósitos se habrían cumplido rápidamente y podrían conseguir un alto al fuego favorable maniobrando en el Consejo de Seguridad de la Naciones Unidas, cosa que sus aliados soviéticos les habían prometido.

Pero los vientos cambiaron bruscamente de dirección tan pronto como los israelíes se recuperaron del golpe sorpresa y lograron movilizar sus reservas estratégicas, logrando contener la ofensiva e inmediatamente pasar a la contraofensiva.

En un osado movimiento de fuerzas se aventuraron a cruzar el canal en sentido contrario y tomar posiciones en el margen occidental sin haber desalojado a los egipcios del Sinaí; en ninguna cabeza podía caber que después de 3.200 años de haber salido de Egipto en forma milagrosa, los judíos regresarían, de forma igualmente inconcebible, derrotando a sus ejércitos e invadiéndolo de vuelta.

En el frente sirio las Fuerzas de Defensa de Israel enfrentaron la más vasta movilización de tanques de la historia, desde la famosa batalla del arco de Kursk, durante la Segunda Guerra Mundial, ocurrida precisamente 30 años antes, en octubre de 1943; más de 1.200 tanques, apoyados por 600 piezas de artillería y decenas de miles de soldados de infantería motorizada, que sobrepasaron las desprevenidas defensas israelíes por el sur, pero fueron contenidas antes de llegar al río Jordán y al mar de Galilea. Después de aquella batalla de Armagedón, quedó a la vista el espectáculo apocalíptico del Valle de las Lágrimas, saturado de humeantes hierros retorcidos y cadáveres esparcidos por doquier.

Acto seguido las fuerzas israelíes pasaron a la contraofensiva deteniéndose a las puertas de Damasco, no sin antes enfrentar algunas divisiones enviadas por Irak y otras, menos, por Jordania, que no lograron inclinar el equilibrio de fuerzas en el terreno.

Nunca se destacará lo suficiente la intervención de brigadas de tanquistas cubanos, al mando del general Leopoldo Cintra Frías, alias Polo, que combatieron en las Alturas del Golán y luego permanecieron en Siria hasta 1975, participando mientras tanto en la subsiguiente guerra de desgaste.

El 24 de octubre todo había terminado. Israel sufrió casi 3.000 bajas, un quinto de las del enemigo. Las pérdidas materiales son incalculables. No podría decirse que los árabes lucharon mal, que cometieron errores tácticos o estratégicos, en verdad, todo fue ejecutado según lo habían planeado, bajo la más estricta supervisión y aprovisionamiento soviético. Tanto egipcios como sirios pelearon valerosamente hasta morir y quedaron ahí, como mudo testimonio de un imposible. Realmente no ganaron porque no pudieron.

Después de este último esfuerzo, llegamos a una situación de no guerra pero no paz, que prevalece hasta hoy. Ahora la batuta de esta guerra latente pasó de los vecinos inmediatos, vencidos y convencidos, a un emergente extra regional y no árabe: Irán.

La estrategia de Irán contra Israel es de una guerra de proxis, que consiste en promover agentes hostiles en todo el rededor de su territorio e  incluso al interior, financiando y armando organizaciones árabes e incluso judías, con el denominador común de buscar su deslegitimación e inviabilidad. La ONU y sus organismos como la Unesco, UNRWA, OACDH, CPI; Amnistía Internacional y HRW; los medios de comunicación globales y numerosas organizaciones, incluso judías, se alinean en este propósito destructivo.

La situación luce más complicada por la alianza contra natura entre la ultraizquierda globalista con la ultraderecha fundamentalista en una guerra cuya característica esencial es su novedad, su absoluta imprevisibilidad, que exige pensar lo que nadie podría pensar.

El único límite es la imaginación. Y esta máxima vale también para la defensa de Israel.


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