Esta mañana se ha producido uno de los acontecimientos que, sin lugar a dudas, te pueden joder el viernes.

Estaba yo en mi mejor momento del día, a esa hora de la mañana en la que no hay nadie en casa o, si hay alguien, está dormido, terminando de planchar. Si, yo por las mañanas plancho. Es una terapia tan válida como el yoga o la meditación, con la diferencia de que se puede hacer viendo los programas matinales que suelen ser muy instructivos. Hoy, por ejemplo, he visto a una señora de unos noventa años que el año pasado durmió tres días a la puerta del Cristo de Medinaceli para ser la primera en besarle el pie. Si eso no es devoción, que baje Dios y lo vea.

Igual los millennials que se pasan toda una noche en calzoncillos haciendo cola en la puerta de una tienda de Desigual para que les hagan descuento no entienden esto del Cristo.

Pues a lo que iba. Estando en ese dulce momento de la mañana, y tras terminar el cesto de la ropa blanca, sentado en mi esquina del sillón, he ido a consultar Twitter, cosa que solo hago cien o doscientas veces al día e, inopinadamente, me he percatado de que los tuits no estaban cargando.

Como comprenderán, se me ha helado la sangre. A estas alturas del siglo XXI, que no carguen los tuits viene a ser como cuando entras al baño en casa de un conocido y, tras depositar allí tu huella genética, te das cuenta de que no funciona la cisterna. La situación es para palidecer sin duda.

Lo primero que he pensado es que no iba el Wi-Fi. Por supuesto, he encendido la tele para comprobar que sí, que iba el Wi-Fi. Comprenderán mi frustración. No obstante, he apagado y encendido el router. Para su conocimiento, yo soy ingeniero informático, razón esta por la que desconfío profundamente de las computadoras y todo el mundo que les rodea, pero esto de apagar y encender el router es como atarle los cojones a San Cucufato. No falla.

Salvo en este caso. Tras retomar el susodicho su actividad normal, los tuits seguían sin cargar.

Entonces ha llegado el turno de maldecir mi teléfono y a la compañía que lo fabrica y hacer el ademán de lanzarlo contra la pared, intención que he reprimido al recordar el precio del aparatito. No obstante, le he dicho cuatro cosas, para quedarme a gusto.

Pues nada. “Maldita sea”, he pensado. Un viernes y yo sin Twitter.

No sé para ustedes, pero para mí, la puñetera red social se ha vuelto algo adictivo. Debe ser que con estos tiempos confinados que nos ha tocado vivir, tenemos que soltar en forma de tuits todo lo que antes hablábamos en los bares o en casa de los amigos.

En serio. Yo empecé el confinamiento en marzo de 2020 con 64 seguidores y acabé con más de 3.000. Literal.

Esto de la red social, las redes sociales, son un reflejo de nuestro tiempo.

Como dice Alejandro Sanz, “Ya que no hay duelos a muerte, cada vez que alguien te irrite, para poder desahogarnos hemos inventado Twitter“. Es alucinante las cosas que uno puede llegar a leer.  Visto desde el prisma de mis cincuenta años, a mí lo que me preocupa son las generaciones que ya han interiorizado esta forma de expresarse desde su nacimiento. Y no solo las redes, sino la comunicación en general.

Yo cuando oigo a mis hijos hablar y jurar en arameo mientras juegan a la Play, no puedo evitar pensar en lo mucho que se están perdiendo. Sí, hoy mis hijos juegan con sus amigos online, cada uno desde su casa.

Para mí, uno de los mejores momentos de la semana, cuando tenía su edad, era la tarde del viernes, cuando me juntaba en casa con mi hermano Javier, mi amigo Carlos y mi amigo Alberto y jugábamos a la consola, a los dardos o a lo que fuera necesario y nos abríamos una bolsa de patatas y una cocacola.

Es verdad que alguna ventana ha pagado las consecuencias, porque en mi habitación lo mismo se jugaba al fútbol que disparábamos a los clics de famobil con la escopeta de perdigones, ventajas de que tus padres trabajasen hasta tarde, pero aquellos años fueron maravillosos y marcaron el devenir de nuestra vida, convirtiéndonos en lo que somos que, por lo general, no está tan mal.

Si no somos cuidadosos, nuestros hijos van a perderse esos momentos, que les hacen mucha falta para formarse como personas.

Los que tenemos la fortuna de conservar los amigos del colegio podemos percibir, en el desarrollo de nuestros hijos, que probablemente ellos no tendrán la misma suerte. Si no puedes abrazar a tu amigo, si no puedes poner tu brazo en su hombro cuando lo necesita, ¿es realmente tu amigo?

No confundir seguidores con amigos, por favor. Seamos serios.

Pues nada. Finalmente, no sé por qué motivo, Twitter ha vuelto a la vida. Me pregunto qué pasaría si, un día, desapareciese definitivamente y nos viéramos obligados a decirnos lo que pensamos unos de otros a la cara, nuevamente.

Igual volvíamos a llevar sable.


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