Fui a Bogotá con Belén invitado por mi hijo Boris, que tenía que presentar una novela suya en la Feria del Libro. Presentó Villa Diamante sobre El Cerrito, la residencia también llamada Villa Planchart diseñada por Gio Ponti para Armando y Anala Planchart. Muchos consideran Villa Diamante como la mejor novela de Boris, aunque yo, como padre y admirador del escritor, sostengo que Un jardín al norte y Tiempo de tormentas también son novelas de gran altura. No debo decirlo, pero Villa Diamante alcanzó tal vez más resonancia que la novela galardonada con el Premio Planeta. Al menos, resultó ser buen éxito de librería. ¡En todo caso, recibió muchos elogios en Bogotá!

Al no más bajar del avión fuimos conducidos a una bella mansión rodeada de exuberante vegetación, pero convertida en secreto hospedaje que recibe a invitados especiales, a fin de protegerlos de cualquier inesperado ataque o secuestro de las guerrillas colombianas. Para nuestro asombro, el «hotel» estaba tomado práctica y totalmente por el ejército: tanques, vehículos militares, nidos de ametralladoras, soldados aquí y allá en evidente estado de alerta, francotiradores apostados en las azoteas de los edificios vecinos. ¡Algo realmente aparatoso! El escenario que Hollywood nos ha acostumbrado a ver en sus violentas películas de acción en Afganistán y en otras áridas regiones y ciudades sucias y turbulentas del Oriente del mundo.

Hicimos el difícil y vigilado recorrido hasta la entrada del hotel muy disgustados porque nos sentíamos degradados y humillados por aquellos soldados que nos miraban con la desconfianza que muestran siempre los militares cuando se topan con civiles inocentes y desarmados.

Nos registramos en recepción atendidos por un joven antipático con solo verlo: corbata vulgar y feos anteojos de carey. Lo miré y le pregunté por qué tanto aparato militar que, en mi opinión, encontraba algo excesivo. Lo siento, respondió quitándose los anteojos para mirarme con indiferencia y lanzarme una mirada que decía: ¡No pregunte necedades!, y agregó con una fatua sonrisa en los labios mientras guardaba el libro de registro, «¡Es justamente lo que ve, un despliegue militar, un secreto de Estado!» e hizo con la cara un gesto de desprecio.

Boris, Belén y Rubén, la pareja de Boris, comenzaban a retirarse con las llaves de las habitaciones cuando, molesto por la despectiva actitud del recepcionista, le pedí que quería hablar con el gerente. En silencio y de mala cara, el chico se levantó con desgano y displicencia, cruzó una puerta lateral y reapareció con un señor de cierta edad, muy perfumado, seráfico  y atildado, es decir, vestido como se visten los gerentes obsequiándome una sonrisa más propia del ballet que de una mansión disfrazada de hotel. Lo tomé del brazo y lo llevé aparte; lo miré directamente a los ojos para decirle, en voz baja pero irritada y autoritaria, haciendo con mi brazo un arco para aludir al espacio exterior lleno de militares: «¡Le pedí al presidente Uribe más discreción!».

El gerente palideció, perdió fortaleza y tomándome a su vez del brazo, mirándome en súplica, en susurro dijo: «!No es por usted, es por el general americano no-sé-que-vaina, que se hospeda aquí con colaboradores suyos porque está arreglando asuntos de las guerrillas con los militares colombianos¡» y soltó varios nombres de pechos adornados de inútiles y ostentosas condecoraciones. «¡Pero no se preocupe, doctor, mañana se marchan!».

No hubo, de mi parte, ofensa ni traición. El agobiado gerente jamás reconocerá que un desconocido venezolano descubrió con tanta facilidad un profundo secreto militar y el atareado presidente Uribe tampoco tiene por qué enterarse de mi atrevida jugarreta bogotana. Uribe, el colombiano que públicamente le pidió al grosero y prepotente Hugo Chávez que fuera varón tuvo que haber sido un buen presidente porque en el momento en que se acercó a Chávez mostró tener un guáramo tan resistente como el de María Corina Machado, nuestra futura presidenta venezolana.

Subí satisfecho a mi habitación porque sin ejercer violencia alguna, con apenas una directa mirada a los ojos, una pequeña mentira agria y enojada y una voz autoritaria, supe el por qué de tanta presencia militar alrededor de una mansión convertida muy a pesar suyo en un pequeño y escondido hotel que a su vez naufraga en la nostalgia de haber sido una hermosa residencia privada.

¡Nada es verdad y todo lo es! ¡Se es y no se es hotel! Razón sigue teniendo el que dijo que ser o no ser es un verdadero dilema.

Descubrí que, sin serlo, podía ser Alec Leamos, el amargado espía que vino del frío en la aburrida pero celebrada novela de Jhon Le Carré, sin dejar de ser el papá de Boris Izaguirre, un escritor español nacido en Caracas que fue a Bogotá a presentar una de sus exitosas novelas.

 


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