Me imagino aquel Ferrari rojo corriendo como un cohete a chorro por la turbulenta atmósfera de asfalto y concreto; el sonido del motor tronando en aquella ciudad vacía en medio de una semana de cuarentena radical; dejando solo polvo a su paso, y la mirada incrédula de unos cuantos ciudadanos agolpados en las puertas de una farmacia.

Brilla bajo el sol caraqueño, su presencia es el símbolo de un capitalismo para exclusivos, mientras el grueso de la población venezolana sigue sumida en un socialismo de hambre y miseria para los de abajo.

Vislumbro que el Ferrari se detiene en un bodegón de precios dolarizados y anaqueles repletos de artículos importados; la puerta se abre, una bota sale pimero y después unas rechonchas piernas forradas de un reconocido verde oliva; el conductor se termina de empujar con los codos para impulsar su humanidad –pasada de kilos– fuera del costosísimo vehículo.

Las estrellas, los soles, las barras y demás chapitas dan a conocer al mundo –y sobre todo a los que conocen de los signos militares– que es un «chivo» dentro del mundo castrense. Se acomoda su pantalón, el cual lucha con su abultado abdomen, y entra en el local.

Allá –fuera del bodegón y lejos del Ferrari– una mujer pide «lo que puedan» para llevar algo de comida a su casa; un poco más lejos un indigente busca entre bolsas de basura, y unos metros más adelante una doña sale del banco con los pocos bolívares de su pensión y preguntándose «¿qué haré con esto?».

Esa es la Venezuela de hoy en día; una Venezuela donde inauguran un concesionario de la Ferrari, mientras 90% del país trata de medio sobrevivir. Ese es el país dividido entre los nuevos ricos que ostentan el poder y millones de venezolanos que sufren las consecuencias de un sistema excluyente, inhumano y cada vez más desgarrador.

Y es que a los socialistas les gusta mucho hablar tonterías del capitalismo, pero les encanta comprar Ferraris, apartamentos en la 5ta Avenida de Nueva York y darse sus escapaditas por París, Milán o Madrid. Sin duda, el socialismo es la ley del embudo: lo ancho para pocos y lo angosto para todos los demás.

Ahora seguramente veremos a los grandes revolucionarios bajarse de sus Ferraris de agencia, alzar su puño zurdo y decir «Muera el imperio». Ya los veremos con sus trajes de marca y sus celulares de última generación despotricando en contra del capitalismo, «Patria, socialismo o muerte», mientras tienen las carteras full de billetes con el rostro de Benjamin Franklin o George Washington. ¡Qué ironía!

El Ferrari vuelve a arrancar, rápidamente se monta en la carretera y sale a máxima velocidad. «Leales siempre, traidores nunca». Se dirige al Palacio de Miraflores o Fuerte Tiuna, ¿qué otro destino pudiera tener? «Rodilla en tierra», sus cauchos se deslizan con vigor, los frenos los dejan marcados en un pavimento viejo y herido, así anda un automóvil como aquel en las adoloridas calles de una Caracas abandonada y de un país empobrecido.

Y pensar que –tal vez– el dueño de aquel maravilloso vehículo se encontrará con un colega y le preguntará asombrado ¿y tu Ferrari pa’ cuando?

¡Venezuela y sus cosas!


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