«Si desea toparse con los meandros de ese destino y encontrar una suerte de espejo mínimo de nuestras propias desventuras, hundidos como estamos en las ciénagas de este fascismo tropical,  lea Walter Benjamin, de Bruno Tackels.* Se adentrará en uno de los períodos más trágicos y en una de las vidas más torturantes de esos tiempos sombríos. Que parecieran querer volver por sus fueros«.

* Walter Benjamin, Bruno Tackels, Universidad de Valencia, España, 2012

 

  A Juan Carlos Sosa Azpurua y Víctor Maldonado

 

Pues nada más que la desesperación puede salvarnos”. Siegfried Kracauer

Esquiva: no encuentro otro adjetivo para caracterizar la vida y la obra de Walter Benjamin. Luminoso y deslumbrante en sus revelaciones metafísicas, teológicas diría su más cercano amigo, Gerschom Scholem, pero inasible. Huidizo. Y en permanente caricia de la muerte, de cuyo costado no se separaría jamás. La suya y la de la civilización. La convivencia con la barbarie, que se le hace cotidiana. Como una maldición. Si Adorno terminaría por arribar a una Dialéctica Negativa, tras la maravillosa aventura de su Dialéctica de la Ilustración, tan deudora de las ideas centrales de Benjamin, este arribaría precisamente a esas XVIII tesis sobre la barbarie, maravillosamente expresadas en su brevísimo escrito Sobre el concepto de la historia, salvado de la destrucción por el esmero y cuidado de Hannah Arendt, su prima, que se los recibió en Marsella a poco tiempo de su huida por los Pirineos y su suicidio en Port Bou, perseguido por los esbirros franceses del nazismo hitleriano.

Nada más autobiográfico que la referencia al Angelus Novus, de Paul Klee, que metaforiza su visión del pasado y su amarga y apocalíptica perspectiva de la historia humana que enfrenta, y que encontraría luego la más depurada expresión intelectiva en la Dialéctica de la Ilustración, escrita por Adorno y Horkheimer en frente de los horrores de los campos de exterminio en los que se dirime la sobrevivencia de la civilización. El ángel espantado ante la gigantesca acumulación de desastres provocados por el género humano, sus alas enredadas en el torbellino que lo aprisiona desde el futuro y lo condena a la parálisis absoluta del horror es el fiel reflejo, quintaesenciado, de Benjamin mismo. Y no por azar, aparece en su último escrito, a pesar de llevarlo consigo desde que lo viera por primera vez y lo adquiriese para acompañarlo en su nunca interrumpido destierro hacia la nada.

En un deslumbrante anticipo de su espinoso destino, describe de manera magistral el único perfil para él aceptable del filósofo y el único en el que se reconoce: el del trapero. ¿Quién que no se haya acercado al oscuro y luminoso abismo de la filosofía está a salvo de serlo? “Un solitario, un descontento, no un líder. No un fundador, sino un aguafiestas (…) Un trapero que, en la alborada, junta con su bastón los trapos discursivos y los jirones lingüísticos a fin de arrojarlos en su carro quejoso y terco, un poco ebrio, no sin dejar que de vez en cuando revoloteen de manera burlona, al viento matinal, uno u otro de estos desteñidos calicós: ‘humanidad’, ‘interioridad’, ‘profundidad’. Un trapero, al amanecer: en la alborada del día de la revolución”. (Benjamin, Sobre la politización de los intelectuales).

Me acompañan sus textos fundamentales desde que lo descubriera, aprendiz de trapero, a mediados de los años sesenta tras el fulgor de la Teoría Crítica y los escritos del Institut für Sozialforschung, siempre bajo la dirección de sus colegas –amigos sería forzar la barra, pues ni siquiera se tuteaban– Theodor Adorno y Max Horkheimer, de los que a su pesar fuera una suerte de incómodo recogidito desde que topara con la santa madre iglesia del conservador academicismo germano, que le negó el derecho a una cátedra, a él, una de las mentes más lúcidas, cultas y originales de su tiempo. Pero irremediablemente antisistema. Y que le tiraran más de un salvavidas a ese, el intelectual más intelectual, desprotegido y calamitoso de cuantos, de origen judío, pululaban en la Alemania de entre guerras extraviados en las nebulosas tinieblas de la barbarie.

De esos tiempos su primer escrito en arrasar en las librerías contestatarias que visitábamos los que luego seríamos denominados, no sin sarcasmo e incluso con no poco menosprecio “los sesentayocheros” – por lo del parisino Mayo del 68 y su particular cultura gregaria: el haschich, los Beatles, Mao, la barba, la minifalda, el pelo largo, la emancipación femenina y la revolución cultural –fue su Crítica de la Violencia, empujada al éxito por la diferenciación dialéctica que Marcuse, nuestro Mesías– y junto a quien el destino me haría convivir dos años de trabajo en el Max Planck Institut de Starnberg, a orillas de cuyo lago el mismo Benjamin pasara algunos días en los años treinta, antes del monstruoso engendro del nacionalsocialismo –instaba a distinguir dos categoría salvíficas: la violencia contra las cosas y la violencia contra las personas. Luego de lo cual nos sentimos autorizados a destrozar la acristalada fachada del sórdido emporio mediático de Springer y su neofascista bazofia impresa, el Bild, y no tocar a un policía prusiano ni con el pétalo de una rosa. Una aberrante inconsecuencia del posmarxismo, toda vez que para Benjamin la violencia, sin adjetivos, podía ser santificada si servía al nacimiento de una nueva civilización, la proletaria: ”La clase obrera organizada es hoy, junto con los Estados, el único sujeto jurídico que tiene derecho a la violencia”. De angelical calificó Benjamin esa violencia paridora de especulares paraísos. En este, como en su escrito imperecedero sobre el drama barroco alemán, resuena la inmensa influencia que tuvo sobre el desarrollo de su pensamiento la obra de Carl Schmitt, particularmente la que articula su teoría de las crisis y el estado de excepción. Tan despreciada y maldecida por nosotros, los sesentayocheros.

Pero hubo otros escritos benjaminianos que nos subyugaron: el Libro sobre los pasajes, en que se adentra en una nueva mitología de lo urbano y escarba en la prehistoria de las ciudades, desvelando el Paris del siglo XIX, y el laberinto mitológico del lenguaje, Baudelaire, Kafka, y cuanto podía maravillar su infantil e insaciable curiosidad, ejerciendo una potencia intelectual sólo comparable con la inagotable creación mediúmnica de Adorno, que podía agobiar a su más directa colaboradora, Gretel, Margarete Karplus, su esposa, apenas capaz de llevarle el paso a sus dictados. Y quien fuera, por cierto, el hada madrina de Benjamin en sus tiempos de mayor desesperanza. Cuenta el mismo Adorno cuánto le costaba comprender a Hegel. Oscuro, mítico, deslumbrante.

Inasible, la esencia del pensamiento de Walter Benjamin es tan huidiza como su existencia. A su sistemático rechazo a dejarse atar al yugo de la militancia –contra el empeño de sus amigos Scholem, por Palestina, y Bertolt Brecht, por Moscú– jamás dejó de expresar su voluntad ferozmente monádica y autodestructiva. Alimentada desde el suicidio de una pareja de íntimos amigos que no resistieron los prolegómenos de la Primera Guerra Mundial quitándose la vida en 1914 –el poeta Fritz Heinle y su novia–, lo lleva a intentarlo, sin éxito, en 1932. Cerca del final de sus días, en Marsella, le regala la mitad de sus 50 ampollas de morfina con las que pretendía suicidarse a Arthur Koestler, que andaba en el mismo trámite. Koestler lo intentará en Lisboa un año después, sin éxito, para lograrlo 40 años más tarde, en 1983. Cuesta no caer en esa tentación ante una realidad tan sórdida y siniestra como la que hoy vivimos, tan cercana al horror narrado por Primo Levi.

Seguir los fantasmales pasos del genio es tan vaporoso e inmaterial como asir la médula de su riquísimo pensamiento dialéctico. Nada le fue ajeno: observaba los inventos y desarrollos tecnológicos –la fotografía, la impresión, la reproducibilidad posibilitada por la técnica del fotograbado– capaces de sustraerle el aura de la trascendencia creadora al arte, desmitificándolo, la pérdida de soberanía y la conjunción del mártir y el tirano en el drama barroco alemán, los pasadizos kafkianos, que recorrería en una desesperada y fatigada lucha por la sobrevivencia en un mundo convertido en pesadilla. La negatividad absoluta. Provoca incluso irritación ver el talento con que estropea sus propios senderos, la infinita paciencia con que urde sus desgracias, la tozudez con que se empuja a la tragedia. Es el último en escapar de las garras del monstruo en todas las circunstancias en que debe enfrentarlo, como empujado por una pereza mística. Todos se salvan, menos él. Scholem lo invita a seguirlo a Jerusalén en los años veinte, convencido de que es un teólogo laico capaz de penetrar en el misterio de Dios: se niega. Todos corren al exilio nada más crepitar las llamas de la Cancillería, en febrero de 1933. Él, más consciente que nadie de la barbarie en desarrollo, se instala en París. E incluso, cuando al borde del abismo piensa en un futuro a resguardo, lo persigue la angustia de lo imprevisible imaginario: “¿Qué va a ser de mí, incluso si llego a América?” –le pregunta con desesperación al hijo de un amigo, Stefan Hessel, quien le tiende una mano en Marsella y le abre una posibilidad concreta de recibir el auxilio que los norteamericanos disponen para salvaguarda de los intelectuales antifascistas en peligro. Obviamente, la desdeña. Cumple el infausto destino que los dioses le han reservado con una devoción casi sacerdotal. Sin otra auténtica preocupación que por la salvaguarda de sus manuscritos. La vida, como si pudiera aguardar por otras reencarnaciones.

Su huida por los Pirineos acrecienta su tragedia. Llega, arrastrándose, a Port Bou, después de pasar una noche a la intemperie. Llama la atención de sus acompañantes por su donaire y gentileza, propios de un príncipe de cuentos de hadas. Capaz de una delicadeza absolutamente fuera de lugar en medio de esa huida aterradora. Y al comprender que los hados se le niegan, ingiere su resguardada dosis de morfina, agonizando durante largas y penosas horas en el cuarto que ha alquilado en un hotel de mala muerte, ocupado por miembros de la Gestapo. La desgracia lo atenaza: de haber llegado horas antes a Port Bou, se salvaba. Su muerte salvó a sus acompañantes. Sepultado en un nicho, fue desalojado al poco tiempo y sus restos, muy seguramente, echados a una fosa común. El hijo de una adinerada familia burguesa, de una cultura deslumbrante y una fantasía fuera de todo lo imaginable, respetado por los pensadores más significativos de la Alemania antifascista, terminaba aventado por el anonimato de un puerto español zafio, turbio y semiabandonado.

Se cumplía un destino que Adorno previera para la humanidad entera. Desesperado por la brutal constatación de que “no cabe la vida justa en la vida falsa”, como lo escribiera ya de regreso a la esperanza en su Minima Moralia, por los mismos tiempos en que tomaba conocimiento del suicidio de su admirado Benjamin y la Alemania hitleriana parecía devorarse al universo, le escribiría a sus padres: “Hasta ahora todavía no he sido capaz, y eso no me había ocurrido nunca, de recobrar aunque fuera en alguna medida el equilibrio, ya casi no duermo y me quedo mirando como paralizado al abismo negro que se traga todo en su torbellino destructor. Tengo la firme convicción de que la locura fascista, una vez que se haya apoderado de la Tierra, entrará en una oposición tan determinada con los factores enormemente progresivos que el fascismo contiene al mismo tiempo, que no durará toda la eternidad, y de que la humanidad finalmente se encontrará consigo misma”. Un giro de impensable e insólita dialéctica de la desesperación que por entonces asaltara a los miembros de la llamada Escuela de Frankfurt, desterrada a los Estados Unidos: ver algo positivo en la devoradora negatividad del fascismo, en el que, desde luego, también incluían al estalinismo. Aunque tampoco se hacía muchas ilusiones: “Pero no creo que tengamos oportunidad de vivirlo, ni creo que pueda salvarse mucho de aquello a lo que está adherida, para nosotros, toda posibilidad de una existencia que tenga sentido. Y como soy un sismógrafo y en cierto sentido pienso más con los nervios que con el cálculo, por el momento estoy totalmente desorientado por el shock”. (Adorno, Cartas a los padres, Paidós, Buenos Aires).

Si desea toparse con los meandros de ese destino y encontrar una suerte de espejo mínimo de nuestras propias desventuras, hundidos como estamos en las ciénagas de este fascismo tropical,  lea Walter Benjamin de Bruno Tackels. Se adentrará en uno de los períodos más trágicos y en una de las vidas más torturantes de esos tiempos sombríos. Que, como acaba de asomarse en Chile,  parecieran querer volver por sus fueros. Es la benjaminiana tragedia de nuestros tiempos.


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