Paracelso se quedó solo. Antes de apagar la lámpara y de sentarse en el fatigado sillón, volcó el tenue puñado de ceniza en la mano cóncava y dijo una palabra en voz baja. La rosa resurgió.

Jorge Luis Borges

Estamos inmersos en un nuevo silencio: el del exceso de palabras. Y a menudo, el del vacío semántico, la semiosis negada. Importa poco si las palabras son emisarias de lo cierto o de lo falso. Cuando aquellas se vacían de significado, se hace el silencio. Y puesto que al vaciarse de significado las palabras dejan de ser lo que son, estas vienen a formar parte de la galería de ruidos con que la posmodernidad nos muda en olvido y locura.

Algunos logran, por un tiempo, captar la evanescente atención de la tendencia. Entran de golpe en una corriente de hashtags que todos repiten, y también de golpe salen. Luego unos pocos los recuerdan, quizás al compás de otro río de hiperenlaces que sean eco de aquel. Heráclito estaría tan pensativo hoy como ayer. Pero sabemos que hay dos ríos de Heráclito, el suyo y el de Platón.

Lo que el Oscuro de Éfeso dijo textualmente en sus Fragmentos fue «en los mismos ríos entramos y no entramos, estamos y no estamos». Y luego Platón lo tradujo en el Cratilo como «no se puede entrar dos veces en el mismo río». Así pues, el problema de la refracción verbal es de vieja data. Lo cierto es que el propio Cratilo, receloso de las palabras, dejó de utilizarlas para hablar por señas con su dedo índice: deixis dixit.

Al Borges ciego le quedó negada la salvaguarda final de Cratilo, de modo que hizo de su obra un acto de fe en las palabras. Por eso vio «todo el Nilo en la palabra Nilo». A nosotros, sin embargo, el vértigo discursivo nos acusa su propiedad de preterirse. No hemos terminado de decir algo cuando es olvido. También nos tiene reservada la posmodernidad una nueva clase de amnesia: la de ni siquiera haber sido escuchados. Entre el barullo verbal y el candado de la desatención habita el silencio posmoderno. La memoria ha dejado de ser la enemiga del descanso.

En medio de los silencios posmodernos que nos desdibujan, vale la pena voltear a escuchar a Walser, el poeta del silencio: «Cruzo como a través de un sueño turbio… Todo parecía doble o triplemente silencioso». El poeta de las huellas en la nieve tuvo su particular manera de burlarse de la afasia posmoderna: escribió 526 hojas a lápiz, profundas y profusas, en una microscópica caligrafía Sütterlin casi imposible de leer. En él no hay semiosis negada, sino camuflada. Los microgramas son una refinada ironía sobre el discurso posmoderno.

La poesía de Walser es el contorno de un silencio polisémico. Aquel hombrecillo suizo gustaba por igual de conversar y pasear, dos hábitos prostituidos hoy por el ruido del verbo mal sazonado. Era un excursionista del sigilo. Solo cuando las palabras se hacen auténticamente significativas, es posible oír lo que el silencio dice en medio de ellas, pero la mudez de la estridencia posmoderna ni siquiera permite sospecharlo.

Walser era silencio atrás del silencio, doblemente indicioso. Fue capaz de escuchar el susurro de las cosas silentes, y fue también un malabarista de la cotidianidad. En esto radica su poética de la inmediatez: hay una belleza fuera, esperando ser mirada. Y hay otra belleza dentro del poeta, que aguarda mirar la de fuera. Sin una belleza interior educada, el poema es apenas un artificio ruidoso y preñado de vanidad. Solo el sigilo contemplativo hace posible que entre una y otra exista la poesía.

El dilema del contemplativo está en abandonar el tiempo cronos por el kairós, dejar de mirar el tiempo para contemplar la eternidad: «El reloj señala el tiempo… / pero ¿y la eternidad? / ¿Qué marca la eternidad?», se preguntaba Whitman. Walser lo supo. Escuchó el susurro de su muerte cuarenta y nueve años antes, en Los hermanos Tanner, cuando Simón Tanner sale a pasear y encuentra tendido sobre la nieve el cadáver del poeta Sebastián: «¡Con qué nobleza ha elegido su tumba!». Es el silencio quien señala la eternidad.

La posmodernidad es verborreica por antonomasia. Nació como un prolongado lamento tras la II Guerra Mundial, y hoy se ha transformado en logomaquia que penetra transversalmente todos los estadios de la vida privada y social. Hay una suerte de vacío existencial que coloniza el discurso antes que a los hablantes. Asistimos al siniestro espectáculo de ver morir primero a las palabras que a las personas.

A pesar de ello, la palabra sobrevive al silencio del hervor discursivo. Y si bien es cierto que existimos bajo la dictadura del silencio ruidoso y su potestad de caos, también se mantiene vigente el dominio del murmullo. La certeza —decía el Águila de Hipona con otras palabras— no habita en el grito, sino en el susurro. Walser supo hallarlo en el logos de las cosas en traje de silencio. Allí donde reside la esencia poética.

Borges sospechó que el centro de la posmodernidad era el laberinto. Quizás el Minotauro sea el laberinto y el río de Heráclito su centro. La rosa de Paracelso, tal como la imaginó Borges, no será posible hasta que vuelva el susurro. Mientras tanto, seguiremos viendo las cenizas de las palabras.

 @JeronimoAlayon


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