El novelista y ensayista británico Paul Kingsnorth debe haber sorprendido a más de uno, hace solo unos días, con una doble afirmación: “Occidente necesita crecer” y “Las guerras culturales han infantilizado a la sociedad”. ¿Ayudan sus conclusiones a explicar de alguna manera lo que sucede en este momento en el mundo occidental?

“Casi cuatro siglos después, Inglaterra y el resto del Oeste están de nuevo patas arriba” comienza afirmando Kingsnorth. En su criterio, estamos viviendo una vez más las secuelas de un sistema que está cerrando el ciclo de la modernidad. La confluencia de lo que define como cambio tecnológico radical y cambio en las costumbres culturales se expresa en la guerra cultural que se estaría dando en Occidente, identificada por Kingsnorth como una cultura de inversión. Podríamos decir también una cultura de negación. Así se deduce de su afirmación: “El continuo declive de Occidente ha provocado que sus élites pierdan la fe en su herencia cultural, y esta pérdida de fe ahora ha alcanzado proporciones patológicas. Como resultado, las principales figuras de la sociedad occidental (las élites culturales y, a veces, también las élites políticas y económicas) no se dedican a defender las formas culturales que heredaron, sino a darles la vuelta o borrarlas por completo”.

El clima de negación o, al menos, de puesta en duda de una cultura ancestral y sus formas se agrava con los días y se expresa en manifestaciones tan dispares como la rebelión contra todo y con lo que el autor llama “una especie de nivelación cultural corrupta”. Lo más grave de la constatación es que no la ve como el deseo de un cambio significativo real, sino como una simple e irracional declaración de rechazo al pasado. La expresión radical sería: “Ahora somos algo completamente nuevo, incluso si, a partir de este momento, no tenemos idea de qué”. Coincide así con el poeta y narrador Robert Bly, a quien cita calificando esta actitud como “una especie de ingratitud generalizada”:

A nadie se le escapa que esta actitud de negación del pasado o de culpabilización no puede conducir sino al vacío, la inacción, la falta de propuestas constructivas. La de Kingsnorth tiene, entonces, pleno sentido: “El antídoto para esto es cavar hasta esos cimientos y comenzar el trabajo de reparación. Vamos a tener que aprender a ser adultos nuevamente, para volver a poner los pies en la tierra, para reconstruir familias y comunidades, para aprender de nuevo el sentido del culto y del compromiso, del límite y del anhelo”.

Si recordamos a Samuel Huntington en El choque de civilizaciones, los valores occidentales centrales se resumen en: individualismo, liberalismo, constitucionalismo, derechos humanos, igualdad, libertad, imperio de la ley, democracia, libre mercado, separación Iglesia y Estado. Si apelamos al catedrático Fernando Rodríguez Genovés añadiríamos que las pautas de conducta más comunes en Occidente –lo que constituye la cultura- son, entre otras, la apertura al encuentro de culturas, el intercambio, la cooperación, la negociación, el pacto, el contrato, el tratado y el compromiso.

Occidente ha probado más de una vez su capacidad de recuperación. Las crisis simultáneas que hoy la agitan habrán de encontrar salida en la reafirmación de sus valores y principios, en la capacidad para repensar la relación Estado-sociedad y recuperar para las instituciones no solo su capacidad de incidir sino su legitimidad y su sentido como expresión de la democracia. Una reestructuración del orden internacional más justa, ordenada y eficaz pasa por la recuperación del liderazgo de las democracias occidentales. La nueva agenda política debe dirigir la acción del Estado y de la comunidad internacional a ofrecer respuestas eficaces a las realidades económicas de los mercados mundiales y a las demandas de la sociedad, incluida la básica de una distribución equitativa de recompensas y sacrificios.

Hoy como nunca Occidente debe mirarse a sí mismo y reafirmar sus valores y principios. En ellos reside su fortaleza.

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