El 14 de marzo Iván Duque tomó la decisión de cerrar las fronteras de Colombia a los extranjeros, como ya habían hecho o hicieron luego cantidades de países en el mundo para protegerse de una contaminación externa del virus covid-19. Cerca de 2 millones de nuestros compatriotas, muchos descendientes de colombianos, habían previamente cruzado la línea que nos separa por tierra, aire o mar y, para esa hora, se habían convertido en un verdadero dolor de cabeza para un gobierno que mostraba signos de debilidad política por un cúmulo de circunstancias que no viene al caso recordar.

La generosidad y la apertura colombiana se habían puesto en marcha. Estando en pleno conocimiento de las penurias a las que estaba sometido, del otro lado de la frontera, esa inmensa masa de individuos, el gobierno permitió a los venezolanos indocumentados recibir tratamiento médico de emergencia, acudir a las escuelas y, en innumerables casos hacerse de un empleo formal.

La llegada de la pandemia al país vecino les reventó en la cara con toda su fuerza a todos aquellos que no habían pasado de conseguir un “resuelve”, una forma precaria de ganar los pesos necesarios para no morir de hambre junto con sus familias. Así que el gobierno debió sumar a los recursos necesarios para atender los programas sanitarios y sociales originados por la fiereza de la pandemia en sus propios nacionales, un importante monto incremental de recursos para los venezolanos. Además de que usar dineros presupuestarios propios previstos para asistir a la población sin distingo de su origen, le ha tocado al gobierno central canalizar y administrar las ayudas financieras externas de terceros países con destino a los expatriados venezolanos, lo que resulta ser una compleja logística de entrega de dinero en cash y bolsas de comida.

Sin embargo, todo este esfuerzo desplegado por la Casa de Nariño desde la llegada de Iván Duque al poder en favor de los venezolanos –quienes, valga decirlo, no siempre han actuado con civilidad ni respeto al país que los acoge– no ha encontrado seguidores entusiastas en aquellos departamentos cuya administración se encuentra en manos de las izquierdas, incluida Bogotá, en donde los nacionales nuestros pudieran ser cerca de 400.000. Son inenarrables las inhumanas situaciones de desatención, enfermedad y hambre que están debiendo enfrentar nuestros compatriotas –entre ellos incontables niños, también hay que decirlo– por la animosidad que estos grupos humanos de venezolanos, depauperados, sin papeles y sin trabajo, despiertan en muchas alcaldías opuestas al Centro Democrático, las que argumentan que los contribuyentes colombianos exigen que la atención oficial a la pandemia se dirija en exclusiva para los nacionales neogranadinos.

Con todo este cuadro dramático sorprende que las cifras de compatriotas “retornados” no haya sido monumental, como lo está queriendo hacer ver el madurismo. La revista The Economist señala que durante el mes de abril regresaron apenas 12.000 ciudadanos y esas mismas cifras son las que maneja Migración Colombia. Saber con exactitud el número de venezolanos que han decidido volver sobre sus pasos es imposible. La fanfarria que arma el madurismo en torno a esta “vuelta a la patria” no es más que propaganda barata de un gobierno que desea exhibir alguna buena noticia que les lave la cara frente a la comunidad internacional que ve con asombro el descalabro del país en el momento en que la pandemia del coronavirus hace imperativo disponer de las mejores condiciones sanitarias y de los recursos para hacerse cargo de una población depauperada. Así pues, la huida de Colombia de familias venezolanas es dramática, sin duda, por el componente de abandono y hambre de los nuestros, pero no es masiva. Hasta aquellos que deben tolerar la xenofobia, las peores humillaciones y las más espantosas penurias y amenazas para la salud, saben que todo lo que pueden encontrar en esta Venezuela bolivariana es mucho, pero mucho peor, que en esa Colombia que nunca llegó a ser la tierra prometida.

 


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