Cada proceso electoral crea expectativas. Alimenta esperanzas. Muchas veces, lamentablemente, solo ilusiones. Hasta hace no mucho pensábamos así en ocasión de nuestras propias elecciones, las que suponíamos decidían nuestra suerte como país. La acumulación de experiencias fallidas ha ido minando esa esperanza. Cada vez, sin embargo, volcamos nuestra atención sobre lo que ocurre con los vecinos, como si su suerte estuviera de alguna manera vinculada a la nuestra.

En estos días ha sido Perú, país que acudió a las urnas con una circunstancial y frágil polarización detrás de la cual se escondía la falta de liderazgos reales, de un sólido compromiso social con una visión y propósito de país y con grandes acuerdos sobre el diagnóstico y las soluciones. Más que la diatriba generada por contraste de modelos o de propuestas lo que ha marcado ese 50-50 de los resultados, puede verse como expresión de la simplificación, de la desesperación, de los miedos o de los resentimientos, de la eliminación transitoria y superficial de los motivos de desacuerdo, del voto como castigo o como compromiso ancestral. Más que una división del electorado en torno a ideas y programas ha sido, otra vez, el resultado de la manipulación estratégica del resentimiento, de las posiciones irracionales o de clase, del enemigo común, de la fantasía de la página en blanco, del milagro y la promesa de salvación.

Está además el caso de Nicaragua, con la deformación del autoritarismo y el control absoluto de los poderes, con la ejemplificación desmoralizante de la arbitrariedad como instrumento para arremeter con impudicia contra los derechos civiles de los ciudadanos y eliminar cualquier posibilidad de oposición. No es ya la trampa del sistema electoral sino la anulación misma de cualquier posibilidad, de cualquier espacio para la acción y la esperanza. Con poderes así, ¿qué queda del voto como expresión de democracia y de la voluntad popular?

La búsqueda de motivos esperanzadores en lo que ocurre en la vecindad no es, de ninguna manera, una desviación improcedente. Es, más bien, un aprendizaje y una necesidad. La influencia mutua en la región se hace cada vez más posible y previsible. Por contagio, por acción directa, por imitación, por parecidos o por acuerdos. Cada elección se anuncia como una oportunidad de rectificación, como un nuevo comienzo o como el punto final. Pronto nos damos cuenta de que equivocamos la elección. No era lo que esperábamos. Y buscamos otro Mesías, otro que interprete nuestra angustia, que exprese nuestra desconfianza, que hable con nuestra voz, que nos reafirme la promesa de comenzar de nuevo o de regresar al pasado, sin importar si sabe siquiera cómo hacerlo. Pronto serán olvidadas las propuestas carnavalescas, el discurso halagador, la apelación a la revancha, la culpabilización del otro y de la sociedad. Pronto también se constatará su fracaso y su negación a admitirlo, junto con su voluntad de perpetuarse en el poder a toda costa.

Una de las raíces de nuestro error está quizás en las razones y motivaciones que nos impulsan a votar. Cabe preguntarse cuántos lo hacen por un modelo de país, por un programa, un propósito, y cuántos simplemente como reacción a un fracaso o por el espejismo de las promesas, por la habilidad para despertar nuestra indignación, para pensar fantasiosamente que todos los males se acaban con el cambio de un dirigente, de alguien que parezca expresar mejor lo que sentimos o esperamos.

Al final tenemos que comprobar dolorosamente que no hemos aprendido las lecciones. Muchas veces no comprendemos siquiera cómo ha pasado lo que ha pasado. Constatamos que las organizaciones y las instituciones han perdido valor. Ahora son las individualidades, la antipolítica, los que aparecen de la nada y no conducen a nada. Cambiamos un temor por un fantasma, lo inesperado por la fatalidad.

Es difícil anticipar hacia dónde se encamina la región, el país, el mundo. Son muchas las estrategias en juego, visibles unas, ocultas las más, de orden electoral o del orden de los poderes: los de la política, los de la economía, los de la tecnología y la comunicación. Solo queda trabajar por una mayor madurez cívica, la única que evitará que nos volvamos a equivocar.

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