«La eternidad está enamorada de las creaciones del tiempo». William Blake

Nada más contrario al espíritu de la actual neoilustración que vivir la escritura desde el misterio. Todo debe quedar supeditado al imperio del árido número y la exacta medida y, sin embargo, tal majestad sucumbe también al enigma. Los tiempos que corren no son propicios a la capacidad de sorpresa. Poco resquicio queda para el arcano y la perplejidad, reducido a noticia que digerimos luego de una acertada dosis de omeprazol anímico. Hay una intimidad del mundo a la que hemos renunciado…

Ahora bien, ¿por qué vivir la escritura desde el misterio cuando es más sencillo y cómodo hacerlo en la explicitud y el orden de las ciencias del lenguaje? Para mí, una primera respuesta es natural: la imaginación crece sin pudor en el sigilo de lo arcano, allí está su mayor potencia creativa, la semilla casi imposible. Hay, sin embargo, una segunda contestación algo compleja, pues estoy convencido de que hay en nosotros una noche fértil que sirve de sagrario a una luz tan plena que en ella están contenidos todos los signos posibles de los lenguajes aún increados.

La vida no es tan plana ni resolutiva como algunos quisieran, y a menudo nos hallamos concitados por lo inexplicable. Mundos extraños e inimaginables que en sueños se nos ofrecen invocando en ocasiones la majestad de lo sagrado o la temeraria estampa del caballero in terra Draconis terribilis… Allí las luces más altas y acá el coraje gélido en la niebla verde…  El misterio que habita tras el velo de los párpados caídos nunca será aprehendido ni por la filosofía ni por la literatura ni por la ciencia. Solo por los muertos.

No reparamos en ello, pero en una flor estaría el universo y sus misterios, ¿o acaso la inflorescencia de la Bidens pilosa no reproduce en sí la proporción áurea que rige a toda la creación? ¿Y no llamó divina a esta armonía el sabio matemático? Una parte minúscula del infinito es la que entrega el amante a la amada en la rosa que ofrece, y al lado de ella podría decir que siente el tiempo plegarse en un inacabable origami de momentos.

Hay personas que dieran la impresión de ser conocidas sin conocerlas, ojos que son rayo y temblor en el alma porque parecieran mirarnos desde hace siglos, desde algún lejano sueño, desde alguna patria ya extinta. O lugares que conocimos antes en la niebla onírica sin saber cómo ni por qué. ¿Acaso haya algo más enigmático que el tiempo? Creemos en la soberbia de nuestra autosuficiencia intelectual que tenemos a Cronos atado a las manecillas de un reloj. ¡Pobres idiotas nosotros! Hay un tiempo que se resiste a la vanidad de ser medido, y es el que rige el misterio y la eternidad de todo símbolo.

Hay momentos de la vida en que el presente se lentifica tanto que pasado y futuro parecieran tocarse. Quienes hemos vivido esa experiencia sabemos que se tiene la sensación de estar cruzando un umbral temporal en el que la existencia se hace total y con ella la conciencia, como si por unos instantes intuyésemos a cabalidad el guion de nuestra película. Un pensamiento atrevido cruza entonces la frágil razón y entendemos que estamos en uno de los goznes del tiempo en que la hoja batiente que somos se abre al misterio…

¿No somos acaso el más fascinante y arcano símbolo? ¿Quién podría afirmar sin soberbia que se conoce tan cabalmente que ni un ápice de su alma le es extraño? ¿Dónde vive aquel que no tiene dudas sobre sí y está habitado solo de meridianas certezas? Cuando expreso mi interioridad, ¿estoy seguro de ser absolutamente comprendido, incluso por aquellos que mejor me conocen, o tal vez seamos los eternos huéspedes de la niebla? Cada uno es un sigilo, palabra que nos devuelve a su raíz latina sigillum, ‘sello’, lo que subyace oculto tras la estampa simbólica.

Siendo nosotros tal potencia sígnica, debemos creer —como decía Novalis— que «es en nosotros, y no en otra parte, donde se halla la eternidad de los mundos, el pasado y el futuro». Somos un misterio que se renueva a cada instante. Escribir desde ese logos supone la posibilidad de otorgar al lenguaje posibilidades incluso insospechadas. Cuando la palabra es arropada por el enigma, se hace luminosa. Decíamos más arriba que hemos perdido la intimidad del mundo, pero también la del verbo, al punto de que los poderosos signos de ayer son apenas una curiosidad intelectual hoy.

Si por un momento tomáramos conciencia de la antigua majestad de las palabras y nos dejásemos arrebatar hacia lo alto por el sentir y vigor de aquellas, entenderíamos que hay un punto en el que el verbo y el ser son una sola cosa, al extremo de que sería imposible traicionar el amar desdiciéndolo porque todo el amor cabría en un solo signo, elegido para invocar fecundamente, al pronunciarlo, al ser amado. Esta era la esencia del fiat genesíaco.

¿Por qué y para qué escribir desde el misterio? Porque somos arcano indescifrable. Para invocar y convocar mundos increados tan imposibles que su sola sospecha es ya poética. Escribir desde el misterio es un acto de fe. Creer en lo que no tiene posibilidad de ser más que en la fragilidad de la imaginación, y hacerlo con la convicción de que ese sigilo será en otros y para siempre un sello sobre su voluntad, supone haber comprendido finalmente que lo mistérico es inexorablemente fecundo.

Sé que al concebir la escritura de este modo me alejo cada vez más de los cánones y enfoques prototípicos, y poco me importa, pues no escribo porque sea un poeta o un escritor. Alguna vez fue así, ciertamente, y ya no… Ahora busco otro norte que la literatura ya no podrá darme, pero que las palabras aún me dejan intuir, un viaje en el que estas todavía son testigos de algo que ya no cabe en ellas. Vivo en la humildad de saber que toda la potencia verbal es pobre para decir el tono exacto de cierta luz que brilla en el alma. Hay un amor para el que ya no hay verbo posible… solo el anhelo de la belleza más alta.

TW: @Jeronimo_Alayon

 


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