Como alguien dijo: “Competencia cuando es posible, regulación cuando es necesaria”. No hay dogmas, hay paradigmas: O el Estado es empresario o no lo es.  Y la posición no pasa por la posesión o no de empresas; pasa más bien por una línea de pensamiento que sirva de soporte a políticas de Estado.

Si esa línea dice que el Estado no es empresario, entonces deben comenzar a desmontarse los instrumentos legales y regulatorios que reafirman su dominio sobre los bienes y recursos de producción y servicio. Desatándose en consecuencia un proceso de desestatización que conduzca a la transferencia a manos privadas de las actividades empresarias, comerciales, de producción y de servicios que estén siendo desarrolladas por el Estado. Todo esto en el marco de una política clara y definitiva. O sea que las decisiones empresariales no las tome el estamento político.

Ahora, si la línea de pensamiento dice que el Estado será empresario, entonces deberá trabajarse para transformar los instrumentos legales y regulatorios existentes, de forma tal de asegurarles a las empresas públicas un tratamiento  diferenciado con respecto al resto de la Administración (gobiernos central y descentralizados).

Debe comenzarse por diseñar un modelo de manejo de las empresas que las saque del ámbito de Gobierno, y las asigne a un área jurídicamente diferenciada que les brinde un estatus especial para permitirles actuar con efectividad en los mercados, compitiendo con empresas privadas.

No hay que olvidar que un estado, por definición, no persigue fines de lucro; mientras que una empresa sí. Si el Estado va a intervenir como empresario, debe aislar a sus empresas del ámbito de lo “sin fines de lucro”, para permitirles operar en igualdad de condiciones en los diferentes mercados en los que actúen.

Los gobiernos se han caracterizado por una orientación a la eficiencia, con poco éxito en la efectividad; mientras que las empresas, sin dejar de lado la eficiencia, deben consolidar la efectividad, pues si ellas no lo hacen, su competidor lo hará.

El hecho de que el Estado decida ser empresario, no anula las leyes del mercado; simplemente se le aplican a él también. Y una vez allí, puede decidir si las cumple o no. Si decide cumplirlas, debe crear un Modelo de Estado Empresario, dando señales claras a los inversores privados de que pueden invertir y planificar con niveles de riesgo medible.

Si por el contrario decide que no las cumplirá, entonces creará distorsiones que se reflejarán en precios bajos y calidad baja.

 

Un estado empresario tiene por principio, un poder extraordinario sobre el mercado, por lo cual debe auto limitarse, a través de las reglas del Modelo de Estado Empresario, que trata de simular una situación de competencia.

La simulación planteada pretende inducirle a la empresa una competitividad genuina que la convierta en una empresa excelente, partiendo del principio de negocios de que la calidad no se obtiene por decreto; se obtiene porque es un buen negocio tenerla. Por eso, los servicios públicos serán buenos solo si es negocio que sean buenos.

Los razonamientos van orientados a evitar que las empresas en manos del Estado se conviertan en instrumentos de política y en vehículos de subsidios. Las políticas deben ser parejas para todos, y los subsidios deben declararse abiertamente como tales, como transferencias directas, y no como reducciones de precio en bienes o servicios.

Sin desconocer que existen áreas de servicio en las cuales el estado debe dar un subsidio por precio, pero debe dárselo a todos, a las empresas públicas y a las privadas. Algunos ejemplos son el transporte subterráneo y las empresas de servicio eléctrico residencial, que siempre requerirán un subsidio en el precio, ya sea que las empresas sean públicas o privadas.

Por eso, si hay una política de Estado que confirma que será empresario, y que va a competir con el sector privado, tiene que hacerlo evitado los mensajes confusos y enviando mensajes claros; las reglas de juego van a ser iguales para todos: la rentabilidad económica va a ser un marcador para todos.

De otra manera es difícil que coexistan empresas privadas y públicas en un mismo mercado, porque si a la pública no le interesa la rentabilidad, entonces su mecanismo de toma de decisiones será distinto y podrá crear distorsiones que en definitiva comprometerán la calidad del producto o servicio, y a la larga su continuidad.

El Modelo de Estado Empresario al que me refiero debe reconocer que, si se le induce a una empresa toda la carga de control y fiscalización estatal, o bien la saca de mercado, o bien la obliga a tener pérdidas. Esto implica sacarlas de la esfera de los ministerios o entes tutelares o de adscripción (para evitar la contradicción de los manejos administrativos, niveles salariales, carreras, bonos por producción, métodos de contratación, y sistemas de control, entre otros que se han evidenciado en los últimos veinte años).

También debe asegurarse que los nombramientos en esas empresas, a todos los niveles, sean basados en un esquema de carrera por mérito y resultados, y que los más altos cargos se decidan por concurso de credenciales y con la aprobación de algún ente externo, debiendo durar en sus cargos el tiempo que establezcan los estatutos. De esa forma se independizaría el ámbito político (de alta influencia a nivel de Gobierno) del ámbito empresario.

Una empresa pública debe poder quebrar; y solo permitir reposición de capital cuando las condiciones de rentabilidad y nicho de mercado a mediano plazo, lo aconsejen.

Un criterio de diseño del Modelo de Estado Empresario, debe ser la separación formal entre la generación de políticas sectoriales y la gerencia de la empresa. Esto es que la actividad se regula en su conjunto, y las empresas, las públicas y las privadas, las cumplen. Esto debe reflejarse en la independencia de las juntas directivas con respecto a la acción de Gobierno.

De otra manera se estarán enviando señales negativas a los empresarios privados, por aquello de que, si una empresa juega con reglas distintas a las de perseguir la rentabilidad económica, entonces se perjudican las que si lo hacen pues por seguir un marcador de competencia, podrían tener que asumir pérdidas y tener que abandonar la actividad. Por eso las señales son importantes para atraer o espantar al inversionista. Claro, todo esto asumiendo que un gobierno que decide mantener un rol empresario, también decide que coexistirá con empresas privadas.

El proceso de toma de decisiones empresarias se mueve en un plano totalmente distinto al de la toma de decisiones de Gobierno. Si un gobierno quiere que las empresas (públicas y privadas) tomen decisiones alineadas con su política de Estado, debe crear las condiciones económicas para que así sea.

Lo que es bueno para el gobierno, no puede ser malo para la empresa; y viceversa.

A estas alturas de nuestra civilización latinoamericana y vernácula, inserta en un sistema mundial de interdependencias casi irreversibles, no se justifica que haya dogmas sobre si todas las empresas deben ser públicas o todas privadas; lo que si debe haber es un paradigma (referencial, disculpando la redundancia) que permita visualizar con claridad las reglas de juego y que se refleje en la acción de gobierno y en la reacción de los gobernados.

Cada ley, cada decreto, cada decisión de gobierno, debería seguir un patrón definido y predecible; dentro de un modelo de comportamiento que le permita a cada empresa reconocer las buenas y las malas decisiones. No hay que olvidar que una decisión puede ser buena o mala según el modelo de referencia y de rentabilidad, tanto social, como económica.

Recordando y reflexionando. Tradicionalmente el Estado se convirtió en empresario cuando:

  • Las necesidades de capital para el desarrollo del país no podían ser cubiertas por el sector privado, nacional o extranjero, pues en sus etapas iniciales no había seguridad sobre la rentabilidad de los proyectos; y sí había una necesidad de intentarlo
  • La baja rentabilidad de la actividad dejó desatendidas áreas sociales y geográficas
  • La característica monopólica de la actividad generaba vulnerabilidad

Así asumió las rutas del transporte aéreo y creó industrias básicas; asumió los servicios telefónicos y todos los demás servicios públicos, y creó empresas para todo aquello que creyó necesario para impulsar al país en una época dada.

Era una época en la cual casi todos los países europeos y en desarrollo (como nos llamaban) estaban en una misma línea y por consiguiente no se generaban distorsiones: el consumidor, el cliente como tal, aún no había nacido.

Trató de utilizar sus empresas como instrumentos de política, creando así una nueva distorsión, pues en vez de regular específicamente la actividad para orientarla, utilizó su gran poder de influencia en los mercados para impulsar, a través de sus empresas, decisiones de precio, de calidad, de contratación de gente, de compre solo nacional, y en general, políticas que confundieron tres ámbitos que deberían haber estado separados:

  • El gobierno
  • El político
  • El empresario

Pero los tiempos cambiaron, los mercados se hicieron más complejos y la actividad empresarial privada se sofisticó, a tal punto que los estados tuvieron que optar entre participar, corriendo desde atrás, en los mercados comerciales, o focalizarse en:

  • Definir políticas y estrategias
  • Desarrollar la infraestructura física
  • Ejercer el control y regular

Para todos por igual, para las empresas públicas y para las privadas. Se dio cuenta de que dejar libre a unas y controladas a otras, impediría maximizar el uso de los recursos y posicionar al país en una situación privilegiada.

“Competencia cuando es posible, regulación cuando es necesaria”.

La frase anterior, con la que me encontré hace un tiempo, puede ser la bisagra entre los dos mundos, el del empresario privado y el del Estado como empresario.

Cabe mencionar que, al margen de la teoría, en cierta forma fantasiosa, de la posible convivencia sana entre empresas del Estado y empresas privadas, la realidad es que el Estado ha demostrado ser ineficiente e ineficaz en su rol empresario. Más que nada porque tiende a confundir capital con gerencia, y mezclar política con negocio.

Lo más sano es que el Estado abandone su rol empresario y se dedique a ser gobierno; a ser el depositario de las oportunidades, pero no el gestor de esas oportunidades. Porque crear las reglas y aplicárselas a sí mismo no es un sano principio de control interno. Y mucho más, porque al mezclar los ámbitos termina haciendo un pésimo gobierno, y quebrando a las empresas. Sólo miremos alrededor: zapatero a tus zapatos.

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