Las transiciones a la democracia son duras, inciertas, frustrantes y a veces, como en nuestro caso, más largas de lo necesario. Dada la crisis humanitaria compleja en Venezuela, naturalmente pensamos que no es justo que el país siga secuestrado por la ambición de poder de unos pocos, mientras que cada 9 de cada 10 venezolanos viven en pobreza. Resulta duro pedirle a nuestra población que tenga paciencia y persista en una salida pacífica cuando tiene hambre, no encuentra medicinas básicas, no tiene acceso a luz o agua, o vive en situación de miseria fuera del territorio nacional. Igualmente, nos desespera saber que los que hoy ejercen el poder de facto en el país se hayan robado el patrimonio nacional y que por ello nuestra población sufra y muera a diario. Muchos pensarán que mis propuestas no son viables porque no reflejan la urgencia del cambio político en nuestra Venezuela. Y, aun así, por dedicarme a estudiar procesos de transición en otros países, sugiero que visualicemos desde ya el modelo de justicia que necesitamos postransición para que logremos reconciliarnos y progresar como nación.

La visita de Michelle Bachelet, por ejemplo, es un reconocimiento de las injusticias cometidas en Venezuela. Tan solo su presencia, no por ser Bachelet, sino por representar a una oficina especial de Naciones Unidas, destacó una vez más la grave situación que padecemos y dio visibilidad a las historias de miles de víctimas de abusos, torturas y negligencia del Estado. Esto no es una cosa menor. Muchas voces radicales solo resaltan que la alta comisionada no reconoció a Juan Guaidó como presidente encargado o que le dio oxígeno a Nicolás Maduro. Cabe preguntar: ¿es esto realmente lo único que importa? ¿Por qué no felicitamos a las ONG y defensores de derechos humanos que trabajan incansablemente para proveer acompañamiento y acceso a la justicia de las víctimas de violaciones de derechos humanos? ¿Por qué no agarramos fuerzas al ver cómo el hijo de uno de los 59 colombianos presos pudo hablarle directamente a la alta comisionada para pedirle que trabaje por la liberación de su padre y de todos los presos políticos en Venezuela? ¿Por qué no comenzamos a pensar en un sistema de justicia sui generis que nos permita procesar este pasado dictatorial, pero que, a su vez, nos dé las bases para la reconstrucción de nuestra sociedad en un futuro?

La justicia después de conflictos armados o una dictadura no implica solo cárcel para los culpables. Varios estudios académicos y casos empíricos demuestran que la intransigencia y la petición de “impunidad cero” no son viables y no aportan a la reconciliación de la sociedad en un contexto posconflicto. Por ello, la justicia transicional ha emergido como una posibilidad de encontrar un balance entre medidas judiciales y extrajudiciales que faciliten procesar y resolver los problemas derivados de un pasado de abusos masivos. Lo central de la justicia transicional es que se logren dos procesos centrales al mismo tiempo: la rendición de cuenta de los perpetradores de los crímenes y la reconciliación. Usualmente, las medidas de reconciliación pueden incluir comisiones de la verdad, juicios penales, amnistías, indultos y/o reparaciones de diversas formas. Pero antes de llegar a una posible justicia transicional que pueda dar estabilidad al país, requerimos de líderes políticos que pongan por encima de toda ambición política la paz, la reconciliación y la cohesión social entre los venezolanos.

Nicolás Maduro ha resistido todos los intentos democratizadores de la población y el liderazgo democrático. Desde el 23 de enero se ha aprobado un estatuto de transición, hecho un concierto, protestado, amenazado, liberado a Leopoldo López, enviado a representantes diplomáticos al extranjero para abogar por el retorno de la democracia en Venezuela. También se han impuesto sanciones, más de 50 países apoyan el deseo de los venezolanos de tener elecciones libres y, más importante aún, han seguido falleciendo venezolanos y huyendo miles de personas buscando un mejor futuro. Aun así, Maduro se mantiene en Miraflores. Es por ello que ha llegado la hora de reevaluar las estrategias democratizadoras. El liderazgo político debe reflexionar urgentemente y dar un giro en la conducción política nacional. Es la hora de pensar en nuevos caminos para lograr la transición y pensar en la reconstrucción del país.

Pensemos desde ya en mecanismos judiciales y extrajudiciales que nos permitan diseñar una transición y manejo efectivo del pasado dictatorial, una vez logremos el cambio. Como ya propuse anteriormente, necesitaremos una comisión híbrida que pueda investigar y desmantelar los casos masivos de corrupción –una Comisión Internacional contra la Impunidad en Venezuela (CICIV). Pero también necesitaremos comisiones de la verdad verdaderas. Me refiero a comisiones imparciales y blindadas que cuenten con la legitimidad de nuestra sociedad para aclarar lo sucedido y para construir una memoria colectiva en torno a ello. Lo central, en un futuro, será crear un espacio de reconocimiento entre víctimas y perpetradores de los crímenes para poder sanar. Vale repetir que estos mecanismos no implican impunidad. Será inevitable establecer responsabilidades y que se sancione a los principales perpetradores, así desde el punto de vista práctico no puedan juzgarse todos los crímenes ni sancionarse a todos los responsables. Veamos una oportunidad en un posible relator especial de Naciones Unidas para Venezuela y en los dos representantes de la Oficina del Alto Comisionado que asignó Bachelet tras su visita. Los informes que generen estos organismos internacionales, aunque hoy no parezcan suficiente, serán documentos fundamentales para reestablecer la justicia en nuestro país.

 


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