Siempre he tenido pasión por la lectura. Desde que tengo uso de razón, o se supone que debería tenerlo, no recuerdo mi existencia sin un libro entre las manos. Evidentemente, no me encuentro en una lectura permanente, pero si es cierto que siempre, o casi siempre, tengo algún libro en mi vida.

Como curiosidad, aunque ya lo he contado repetidas veces, mi primer libro fue El Principito, de Antoine De Saint Exupéry. Cierto es que me he acercado a él en numerosas ocasiones ya en mi vida adulta, y he podido comprobar que, contra la creencia general, no es un libro para niños. Quizá precisamente por eso, este libro me abrió las puertas de la lectura y me hizo descubrir, o al menos intuir a tan temprana edad, que los libros son el viaje, cuando no puedes viajar, son la lección, cuando no tienes maestro y son la experiencia cuando careces de ella de muchos conocimientos que, de otra manera, no llegarías a adquirir.

Es verdad, por otro lado, que a día de hoy la escritura y por ende, la lectura, se ha trasladado en su mayoría a otros soportes, como este que, en estos momentos, tienen entre las manos, pero yo, que soy un nostálgico, sigo leyendo en papel. El papel transmite sensaciones que a un soporte electrónico le son totalmente ajenas, y la lectura de un libro, para los lectores que sentimos el orgullo de considerarnos tales, pasa por una parafernalia, una ceremonia, que comienza cuando adquieres el ejemplar, o mejor aún, te lo regalan o incluso te lo prestan. Alguien que se atreve a poner un libro en tus manos, te está transmitiendo un sentimiento de cercanía y conocimiento mutuo. Se está aventurando a pensar que ese libro, ese ejemplar, concuerda con aquello que tú esperas encontrar entre sus páginas. No te está regalando un objeto, papel, cartón y tinta, sino los sentimientos que espera que este te transmita.

Corriendo el riesgo de que ustedes me consideren un pretencioso, lo cual, por otro lado, concuerda perfectamente con la realidad, me atrevería a decir que si repaso mi librería, la cual en sentido estricto es amplísima, aunque en sentido físico se haya visto mermada por la costumbre de prestar libros que, en cierto modo, sabes que nunca serán devueltos, creo que sería capaz de recordar, en la mayoría de los casos, aparte de los ejemplares adquiridos por mí, evidentemente, quien me ha regalado, prestado o recomendado cada uno de los libros que la componen. Es más, podría recordar las sensaciones que me produjeron y las circunstancias en las que los leí.

Para mí, el libro tiene vida. No los personajes, que en ocasiones también. Es el libro, en su totalidad, el que tiene entidad; es más, el que tiene identidad. Por eso, cuando termino un libro con el cual he compartido un período de mi existencia, ya que no soy un lector ávido de terminar los textos y los leo a fuego lento, con pausa y en el momento propicio a la lectura, que no suele darse con frecuencia, siento una sensación agridulce, por la experiencia finalizada y nunca termino de despedirme de ellos, lo cual me ha llevado a releer mucho ejemplares, algunos de ellos en más de dos y más de tres ocasiones.

El libro, como el viaje, no es un lugar, un destino. Es el hogar temporal, el ambiente en que te mueves, los sentimientos que te provoca mientras estás inmerso en su lectura.

Dicen que al lugar donde has sido feliz, no debieras tratar de volver, pero todos lo intentamos. Entendiendo como lugar aquello que te llega al corazón, el libro es, sin duda alguna, el lugar al que volver. Por ello, los lugares en los que la literatura se desarrolla y vive, las ferias del libro, las librerías, las imprentas y editoriales, son lugares mágicos, en los que encontrar las vidas no vividas, los lugares no visitados, las épocas pretéritas o futuras en las que no estuvimos o no estaremos. Son la memoria, el conocimiento. Son aquello que da sentido al alma humana y la provee de inmortalidad.

Desde el punto de vista del autor, volviendo a mi pretenciosidad, el libro es la posibilidad de que tu alma, tus miedos, tus anhelos, tus certezas e inseguridades permanezcan en este mundo una vez tú te hayas ido. El autor se encuentra implícito en su obra, de una manera o de otra y muchas veces, la lectura de un texto no solo nos conduce a su contenido, sino también a aquel que lo realizó, a través de sus experiencias y sentimientos más íntimos. Por eso, cuando ya no quede nadie en esta tierra que pueda dar testimonio de quien fui, al menos la intuición de aquel que abra uno de mis libros y se adentre en mis pensamientos impresos sobre el papel, de algún modo me traerá de vuelta, me otorgará la inmortalidad, aún en el caso de que, como Enoch Soames, a pesar de vender mi alma al diablo, no haya trascendido al nivel deseado.

Así pues, cuando abran un libro, cuando acometan el generoso acto de dedicar su tiempo a leer aquello que otro escribió, piensen que tienen en sus manos el inmenso poder de adentrarse en los lugares más recónditos del alma de su autor que, consciente o inconscientemente, la ha puesto en sus manos.

Lean, lean mucho. No dejen de leer.

@elvillano1970


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