Siempre que se nos muere alguien querido nos planteamos la pregunta sobre lo que le seguirá después. Solemos decir “vuela alto, mamá”, “la paz esté contigo”, “descansa ahora eternamente”, además de desear volver a ver a ese ser que sentimos siempre que nos dejó muy pronto, aunque haya muerto de 100 años. Los deseos por su suerte suelen ser infinitos, porque, efectivamente, todos los hombres tenemos deseos de infinitud y de eternidad como incrustados en el alma.

A lo largo de la historia hay infinitud de ejemplos de cómo los seres humanos concebimos lo que viene después de esta vida. Los filósofos llegan a un límite marcado por la razón, pero algunos han incursionado en los deseos marcados por la fe, por no tener ninguna prueba que nos llegue del “más allá” para demostrar cómo será esa vida.

Platón ya creía en la vida después de la muerte. Primero, buscó demostrar que tenemos alma y que esta es inmortal y luego empezó a usar verbos que no tienen que ver con la razón, pues comprometen a la fe en algo de lo que no tenemos conocimiento. En el Fedón explica cómo ha podido llegar a estar seguro de que hay inmortalidad después de la vida, pero cómo sea lo ignora, pues no hay datos que lo avalen. Dice estar muy seguro con los argumentos que da, pero la certificación de cómo sea exactamente esa vida tendría que contarla algún Dios para estar seguro. Si los dioses me contaran su historia, creería, dice. Asombra también que en un momento de su obra deje atrás los verbos que tienen que ver con el uso de la razón para pasar a usar verbos que tienen que ver con la fe, como creer.

Lo impresionante es que Platón y Aristóteles estuvieron muy cerca de prácticamente hablar de una revelación sobre el tema. Una revelación por parte de Dios, pues más allá de esta vida, nada, salvo que lo cuente un Dios, puede saberse. Que tenemos alma, sí, pero no cómo sea esa otra vida. Tal vez porque es tan maravillosa que no podríamos entenderla todavía aquí, en esta vida mortal.

Estos filósofos distinguieron el alma del cuerpo y consideraron que la inteligencia radicaba en el alma por su modo de proceder. Conocemos y hablamos sobre cosas inmateriales, lo cual es signo de una facultad que es inmaterial y de una potencia en la cual está radicada esa facultad. El nous es la inteligencia, el espíritu, y se distingue del cuerpo por sus operaciones. Además, hay muerte, momento en que el alma se separa del cuerpo, por las consecuencias que vemos. Esa ánima deja de transmitir vida, pero ella misma no murió.

Muchos filósofos, empezando por los primeros, estuvieron muy cerca de la visión cristiana de la muerte. Intuían que eso debían contarlo los dioses. Clamaban ya por la revelación de quién y cómo es Dios. Para los judíos Dios se fue revelando por medio de sus profetas; para los cristianos, además del legado del Antiguo Testamento, estaba la presencia y la doctrina de Cristo, junto con su testimonio de la muerte y su resurrección. Platón y Aristóteles, además de algunos otros, habrían creído si hubiesen conocido a Cristo, pues estaban muy cerca, y conscientes, a la vez, de que la razón llega a un límite.

La vida que viene después de la muerte implica una creencia fuerte en las promesas de Cristo. San Pablo ya dijo que “lo que ni ojo vio, ni oído oyó, ni llegó al corazón del hombre, eso preparó Dios para los que le aman” (1 Cor 2, 9). No podemos saber cómo será el Cielo, pero si conocemos las promesas de Jesús. Además de tener un hambre grande de inmortalidad, de infinitud, el hombre siente un deseo y una tendencia al amor incondicional; amor que solo puede llenar Dios.

Durante los primeros siglos de cristianismo el ambiente fue propicio para que el mensaje de la muerte y resurrección de Jesús se propagara, pues los hombres estaban tristes, desesperanzados de muchas falsas promesas. Tenían miedo a la muerte. Por eso, al escuchar sobre un Dios que había muerto y resucitado los ánimos volvieron con fuerza.

Cristo es “la palabra”, el que vino a contarnos cómo es ese Dios que es su padre. Prometió el Cielo, incluso con su propia resurrección, pero cómo sea esa vida eterna no lo sabemos ni podremos imaginarlo. Como dije, será tan especial, tan grandiosa, tan inimaginable que no podemos comprenderla ahora. Solo razonar hasta donde la inteligencia nos conduzca a la fe; un acto de fe en las promesas de Jesús.


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