Thomas Hobbes, el gran filósofo político inglés del siglo XVII, legó para la posteridad la que quizás sea la metáfora más ilustrativa de lo que fue el absolutismo político. El Leviatán, un aterrador monstruo mencionado en varias oportunidades en los textos bíblicos, era la expresión perfecta del Estado, encarnado a su vez en un rey en quien reside el poder soberano legítimo, y al cual los súbditos estaban obligados a someterse después de hacerse realidad el pacto de sujeción (la particular interpretación que él hizo del contrato social).

Aunque la figura del Leviatán se desdibujó a partir de la Revolución francesa, con el triunfo de la idea de que la soberanía reside en el pueblo y el subsiguiente surgimiento de regímenes constitucionales organizados  bajo el precepto de la división de poderes, y, a la postre, la progresiva imposición de repúblicas democráticas, los vaivenes de la historia no tardarían mucho en regresarnos al monstruo bíblico, con dictaduras de distinta estirpe durante el siglo XX y en lo que va del siglo XXI; aunque, naturalmente, reconfigurado con nuevas formas y nuevos y  rostros  En líneas generales, ahora ya no se aparece bajo la figura marcial de un rey, sino bajo la forma de  dictadores y caudillos de diverso pelaje, en muchos casos liderando organizaciones y movimientos de masa de propensión populista.

Al igual que el Leviatán hobbesiano, el Leviatán contemporáneo, como en el caso de la Venezuela actual, es enemigo declarado de la libertad de expresión y la libertad de prensa, proclamadas por pensadores como John Milton en los tiempos de Hobbes, conteste, como está, de que para conservar el poder es necesario -además del uso de la fuerza- mantener el pueblo en la ignorancia e impedir la deliberación abierta de las ideas y de los grandes problemas públicos (valga la acotación: la Areopagítica de Milton, publicada en 1644, constituye seguramente la defensa más vibrante de la libertad de prensa que se haya escrito en los tiempos modernos).

Es evidente, a este respecto, que la reciente decisión del Tribunal Supremo de Justicia en contra de El Nacional por “daño moral” a Diosdado Cabello, además de demostrar ante el mundo la pulverización de la independencia de los poderes públicos, revela que el Estado continúa avanzando en su proyecto de hacerse con el control total de los medios de comunicación, después de haberles negado desde hace años –como es sabido– el papel a los periódicos nacionales y regionales, limitándolos a la edición virtual, a lo que hay que agregar la clausura de numerosas emisoras de radio y la censura permanente a los canales televisivos.

Esto es importante recalcarlo ante la comunidad internacional en momentos en que el régimen, a través de su fiscal general, quiere lavarse la cara de las acusaciones de genocidio y violación de los derechos humanos ante la Corte Penal Internacional; al tiempo que prepara otras elecciones remozando al CNE, pero sin cumplir –al menos hasta el momento– las condiciones indispensables para que tengamos unos comicios verdaderamente libres y transparentes, entre ellas, justamente, la existencia de unos medios independientes, donde todos los partidos y candidatos tengan acceso en igualdad de condiciones y sin interferencias gubernamentales.

Ahora bien, no es nada nuevo que Diosdado Cabello utilice los órganos de la justicia a su favor o para favorecer las políticas del régimen del cual forma parte. Es conocido como en su programa Con el mazo dando –últimamente de capa caída–  ha anunciado a lo largo de los últimos años, con detalles milimétricos,  juicios e incluso autos de detención, ejerciendo, virtualmente, de fiscal, juez y organismo de ejecución al mismo tiempo, haciendo pedazos –para variar– el derecho al debido proceso. Este golpe contra el más reconocido diario del país puede interpretarse como un intento de recuperar no solo el gancho publicitario que ha ido perdiendo, sino también de copar de nuevo algunos espacios dentro del complejo tinglado que es el aparato de poder del régimen.

Este evento nos sirve para reiterar la necesidad de analizar y precisar más las interioridades de la revolución (seudo) bolivariana, entre ellas, cómo se toman las decisiones, asunto nada fácil de determinar, si partimos del hecho de que a las estructuras de poder formales (consejo de ministros, gobernaciones, alcaldías, ministerios, etc.) se superponen con frecuencias estructuras de poder informales, constituidas ya sea simplemente por los respectivos hombres claves del partido en la localidad o área, ya sea  por los hombres o grupos –de procedencia lícita o ilícita– que manejan mayores recursos  e intervienen por tanto, silentemente, en las decisiones y políticas públicas. Las instituciones, las leyes y los procedimientos son, en efecto, permanente y continuamente bypasseados, rasgo que esta dictadura tiene en común con los regímenes totalitarios clásicos tanto de derecha como de izquierda.

Un caso ilustrativo de esta realidad es el de Alex Saab, quien, hasta su detención, ejerció de facto por varios años como el verdadero ministro de Finanzas y de Economía de Maduro, dejando a los investidos formales como simples peleles o instancias secundarias de ejecución. Esto es solo una muestra de algo que se repite en todos los niveles y espacios, y que puede visualizarse con más facilidad en el hecho de que, a saber, el Consejo de Ministros es una entelequia de precaria existencia, cuyas reuniones son un secreto bien guardado.

A tenor de este contexto de dobleces, superposiciones y suplantaciones que define en general la maquinaria de toma de decisiones y la “institucionalidad” del régimen, puede comprenderse la dificultad para conocer con claridad los reacomodos y desplazamientos que se han producido y se están produciendo en el bloque de poder. Quizás una sola cosa puede darse por cierta: desde su ascenso a la presidencia por la gracia divina del pajarito de Sabaneta de Barinas, Maduro, alguien con méritos muy modestos y con escaso o ningún liderazgo hasta ese momento en el PSUV, ha ido consolidando cada vez más su poder, avanzando significativamente en su objetivo de  convertir en un sistema de liderazgo único un sistema político que se había caracterizado -después de la muerte de Chávez-  por un claro sello feudal, esto es, barones que compartían el poder en relativas condiciones de igualdad. En el camino, lleno de astucia y con la tutoría cubana, Maduro hizo trizas a Rafael Ramírez (en un momento quizás el hombre más influyente, gracias al control de Pdvsa), más recientemente ha neutralizado y quitado prestigio y poder dentro de la Fuerza Armada a Vladimir Padrino, ha marginado a líderes y organizaciones incómodas (como Jaua, el PCV, los Tupamaros, etc.) y ahora ha dado pasos para tumbar de su pedestal de segunda figura a Diosdado, en comandita con su principal aliado, Jorge Rodríguez, proyectado en este momento como la figura emergente del régimen.

Detrás de todo esto hay, no obstante, una paradoja; en la medida que ha avanzado en la consolidación de un liderazgo hegemónico dentro de la “revolución”, Maduro ha ido perdiendo el control del país. Su poder es más fasto que otra cosa. Mientras más procura concentrarlo y acapararlo -próximo paso: el Estado comunal- más se diluye debido a la tendencia caótica y centrífuga del sistema, y a la ineficacia e inoperatividad total de todo el aparataje institucional creado por el puro voluntarismo y  la desesperación de mantenerse en el poder a cualquier costo.

@fidelcanelon

 


El periodismo independiente necesita del apoyo de sus lectores para continuar y garantizar que las noticias incómodas que no quieren que leas, sigan estando a tu alcance. ¡Hoy, con tu apoyo, seguiremos trabajando arduamente por un periodismo libre de censuras!