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Un marcado interés de China en Latinoamérica se desarrolló a comienzos del siglo XIX. Ello resulta coincidir igualmente con los años del despertar del chavismo en Venezuela y de su influencia izquierdizante en el Caribe, Centro y Suramérica, por lo que tendemos a asociar estos dos momentos que, en la práctica, no mantienen entre sí una relación de causalidad. La presencia del gigante asiático en el subcontinente tiene un trasfondo económico, no ideológico y, si ello se traduce hoy en un hecho de significación política, no es porque desde sus inicios Pekín haya emprendido una campaña de penetración en predios históricamente de influencia estratégica norteamericana.

La incomodidad que Washington hoy explicita ante la relevante presencia china al sur del Río Grande tiene sentido, mas no porque dentro del espíritu inicial de la administración china haya existido una intención de penetración abusiva o malsana.  Sin duda que contar con un área de influencia vasta como es la de los países latinoamericanos le resulta útil a algunos fines, pero no estuvo ello dentro del “leitmotiv” que los impulsó, en los albores del siglo actual, a acercarse a la región. De los 193 Estados que pueblan las Naciones Unidas, un foro en el que se dilucidan posiciones políticas y económicas y se trazan rutas de interacción en estos y otros terrenos, la región latinoamericana cuenta con mas de 30 asientos y tantos otros votos en sus deliberaciones, lo que no es algo deleznable.

Aunque hay analistas que insisten en que existe una deliberada política exterior china que se funda en adversar el poderío de Estados Unidos en el hemisferio occidental, lo que debería mantener en estado de alerta a Norteamérica por las implicaciones que ello puede tener en su seguridad, históricamente lo que hemos visto es que la geopolítica del gigante asiático, desde que este país decidió incursionar agresivamente en el mundo más allá de sus fronteras, prioriza determinadas áreas naturales de influencia y ellas son  el sureste asiático y Asia Central, seguidos de Europa y luego África.

En el caso de Latinoamérica, la estrategia exterior en el terreno de lo económico privilegia aquellas relaciones en las es posible desarrollar mercados para la exportación de bienes manufacturados en China y la importación a su geografía de materias primas básicas y algunos productos agrícolas como soya. El medio ideal para ello es un continente vasto como el nuestro, con una clase media próspera y nítidamente orientada al consumo. En comparación con África, poder contar como contraparte con instituciones y gobiernos más organizados facilita la contratación de proyectos y la realización de inversiones sin los azares de la inestabilidad africana.

La relación de China puesta en números es elocuente. El comercio global entre China y Latinoamérica superó, en el año de la pandemia del covid, los 315.000 millones de dólares. De estos, 165.000 millones fueron importaciones desde estas tierras. Y es preciso decir que el país asiático se ha convertido en el primer socio comercial de Brasil, Chile, Perú y Uruguay.

No podemos ser ingenuos en pensar que una estrecha relación económica y comercial no es una buena base para explotar otro tipo de vínculos. Y, de la misma manera que el boom económico de los ochenta permitió a China desarrollar buenas y provechosas ataduras comerciales con el exterior, el momento actual de recuperación económica poscovid también representa la ocasión perfecta para emprender una nueva etapa de consolidación de relaciones con aquellos países en los que la Nueva Ruta de la Seda ya sentó las bases de una útil cooperación. Lo veremos con más detalle en una próxima entrega de esta columna.


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