Foto EFE

Escribo estas líneas algo consternado por la ligereza con que muchos interpretan los resultados de las elecciones del 28 de mayo en España según referentes de la situación venezolana. En sus versiones extremas, el presidente Pedro Sánchez, dirigente del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), sería expresión de una izquierda similar a la que sostiene hoy a Maduro. Peor aún, al aliarse con nacionalistas catalanes y vascos, busca destruir a la España “única e indivisible”. Merecidamente, fue derrotado por los amantes de la libertad. De ahí la alineación automática con la presidente de la Comunidad Autónoma de Madrid, Isabel Díaz Ayuso y con el partido Vox, de extrema derecha. No importa que aboguen por “aplanar” las particularidades de las distintas comunidades, limitando sus perfiles autonómicos, que nieguen la existencia de la violencia de género, desconozcan derechos de minorías, como el del colectivo LGTB+ y reivindiquen acciones propias del pasado franquista.

Tales apreciaciones, en mi opinión, malinterpretan (¿adrede?) las realidades de la política en España.

Una primera dificultad con la que tropieza un venezolano es entender la dinámica de su democracia parlamentaria, bastante disímil a la del voluntarismo presidencialista a que estamos acostumbrados, potenciado por el usufructo discrecional de una enorme renta petrolera. El Estado español vive de los impuestos y de algunas transferencias de la Unión Europea sujetas a políticas que hagan avanzar el proyecto liberal democrático compartido. En España, además, gobiernan las mayorías parlamentarias, tanto a nivel nacional como en las comunidades autónomas y ayuntamientos, expresión de su descentralización política. Obliga a los partidos políticos a cuidar cada escaño, a responder a los intereses particulares de sus votantes y a buscar alianzas para asegurar una mayoría. Lleva a asumir —puede pensarse— conductas que podrían calificarse de oportunistas y a privilegiar asuntos que son secundarios. Y, ciertamente, puede criticarse la ausencia de una visión de Estado en torno a problemas centrales que deberían abordarse. Pero nadie puede negar la gran estabilidad —previsibilidad, confianza— de que disfruta la democracia española bajo este esquema.

Pedro Sánchez desplegó la habilidad política requerida para labrar una alianza mayoritaria que le permitiese conformar gobierno en España. El PSOE no goza de mayoría para gobernar sólo. Pero tuvo que hacerlo con Podemos, un partido de izquierda universitaria, rígido en sus posturas, algunos de cuyos líderes han sido señalados de haber recibido dinero de Chávez. Sánchez había aseverado que no gobernaría con ellos. Cabe recordar que su primera opción fue buscar una alianza con Ciudadanos, un partido de centro. Pero no fraguó (ese partido está en vías de desaparición). Claramente estas marchas y contramarchas le abrieron un flanco vulnerable a la artillería política de fuerzas de derecha.

Por otro lado, todavía se percola en la política de España la partición remanente de su trágica guerra civil y de la larga dictadura de Francisco Franco. Recae la lucha partidista desde líneas enfrentadas, de izquierda – derecha, que hunden sus raíces en ese pasado, dificultando la construcción de consensos nacionales en torno a problemas de Estado.

Y ello entronca con un tercer problema de enorme importancia para el futuro de España, que es el desafío que representa fortalecer la unión en la rica diversidad de sus culturas y realidades. La España “única e indivisible” es un mito que sólo existió en la retórica nacionalcatólica con que Franco impuso su cruenta dictadura central. La progresiva unificación de una diversidad de reinos que provocó la lucha por expulsar a los moros, impulsada por la intolerancia obstinada de la Iglesia Católica, fue relativamente reciente. Pero se registra la existencia de una cultura vasca desde épocas romanas. Las primeras referencias de lo catalán se remontan al siglo XI de nuestra era. Asimismo, lo que es hoy Galicia existió desde hace siglos como región en la cual se encontraba Portugal.

Lamentablemente, la disputa con los nacionalismos regionales se ha convertido en pasto de prácticas populistas a ambos lados de la contienda. Los que enfatizan la subordinación a un Estado central, como Partido Popular y Vox, saben que, al arremeter contra los nacionalistas, perderán simpatías entre quienes componen ese electorado (en Cataluña, alrededor de 5,6 millones). Pero el mito de una España única e indivisible desde los visigodos les permite cosechar una cantidad mucho mayor de votos entre el resto de la población, de aproximadamente 35 millones. Partidos catalanistas y vascos, por su parte, capitalizan el sentimiento nacionalista invocando la pretensión de los partidos “centrales” de desconocer sus particularidades. Serán minoritarios dentro del conjunto de España, pero son mayoría en sus regiones. Criminalizar el problema lo que hace es alimentar aún más esta polarización. La solución, a favor de una España unida en su diversidad, tiene que ser política. Pero que estas realidades históricas y culturales sean subsumidas en la lucha entre intereses político-partidistas, no les quita autenticidad.

Lo cierto es que este encajonamiento de la política española no es lo mismo que enfrenta Venezuela. Si hay diferencias de política entre derecha e izquierda, pero siempre bajo el mismo techo compartido de la Unión Europea. Pedro Sánchez, lejos de atornillarse en el poder y arremeter contra las libertades al estilo de Maduro, inmediatamente convoca a elecciones. En vez de apelar a la represión, promueve el diálogo con los nacionalistas, logrando bajar sustancialmente la tensión del conflicto. En el marco de la política común europea, ha mantenido una postura crítica con el (des)gobierno de Maduro, si bien mostrando a veces algunas flaquezas (encuentro Ábalos-Delcy Rodríguez en Barajas).

Peor aún es proyectar el enfrentamiento en Venezuela a la política de Estados Unidos, que ha llevado a algunos compatriotas a alinearse fanáticamente con Trump. Desde luego, cada quien es libre de manifestar sus preferencias políticas, pero que tengan consciencia de que, en ambos casos (España y Estados Unidos), lejos de defender la democracia, pueden estar aupando posturas bastante alejadas del ideal democrático-liberal. Notoriamente, Trump busca destruir el andamiaje institucional de la democracia para instaurar un mando autoritario. Es decir, lo más parecido a Chávez. Igual la intolerancia de Vox.

Esta obnubilación de visiones políticas en torno a un enfrentamiento entre derechas libertarias e izquierdas dictatoriales encuentra alimento en la irresponsabilidad de algunas figuras emblemáticas de la izquierda (¿?) latinoamericana. La ofensiva e insultante declaración de Lula, afirmando que la crítica a Maduro por violación de derechos humanos y otros atropellos es una narrativa inventada por sus enemigos, su coqueteo reciente con el dictador, así como las posturas equívocas asumidas por Petro en su trato con él, refuerzan claramente esa idea de una izquierda proclive al totalitarismo.

Lamentablemente, aquí sí parece operar una narrativa embustera, forjada con lo que queda de la mitología comunista -incluyendo la gesta de David contra Goliat con la cual algunos todavía pretenden visualizar ese esperpento de la revolución cubana-, hace saltar resortes de solidaridad automática con quienes, por asumir posturas contra los Estados Unidos, oprimen a sus poblaciones, sometiéndolas a prácticas crueles de represión, arremeten contra la libertad de expresión, se subordinan a intereses externos, entronizan mafias que roban y extorsionan amparadas en jueces corruptos, torturan, destruyen el ambiente y condenan a las mayorías a niveles inhumanos de miseria.

Nada más alejado de la defensa de la libertad, de la prosperidad según criterios de justicia social compartidos democráticamente, del aprovechamiento de los avances de la humanidad en aras de un mayor bienestar social, de la defensa del ambiente y de la promoción de la cultura que algunos, ilusamente, habíamos pensado constituyen ser de izquierda. ¡Qué bochorno Luiz Inácio Lula da Silva!


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