En el contexto global, los estadounidenses juegan para Estados Unidos —que sus gobernantes en estos primeros años del siglo XXI no lo hayan hecho tan bien como su último gran presidente, el muy imperfecto y extraordinario Bill Clinton, y se encuentre su país ahora en un peligroso punto de acumulación de graves errores, es otra cosa—. Los rusos, por su parte, juegan para Rusia, así como para China lo hacen los chinos, para Israel los israelíes, para Canadá los canadienses, aunque su «monarca» sea la reina del Reino Unido, y para este último los británicos. Del mismo modo, el rey Felipe VI juega para España, la canciller Angela Merkel para Alemania y hasta el dalái lama para el Tíbet, aun cuando esta nación siga bajo el imperialista yugo chino y su santidad Tenzin Gyatso permanezca exiliado en la India. En cambio, los venezolanos…

Sin duda, nada más nocivo ha existido en la historia conocida de la humanidad que el nacionalismo, pues en su nombre, en el fariseísmo disfrazado de exclusivo amor a la propia nación, se han perpetrado atroces crímenes y se ha incurrido en errores de consecuencias inconmensurables, como el de aquel que tuvo que lamentar la pérdida de parte de su fuerza de combate y la muerte de cientos de sus desprevenidos «muchachos» en Pearl Harbor a causa del «celo» patrio por el que introdujo a su país en una precaria burbuja, pero una cosa es esto y otra muy distinta la conveniente y saludable defensa de los intereses nacionales en un marco universal de salvaguarda de la democracia y de los derechos humanos que garantice el mantenimiento de un apropiado clima para el tipo de competencia, en verdad ética, capaz de beneficiar a los más, o en otras palabras, en uno de cooperación general para el desarrollo, entendido este como conjunto de libertades plenas o auténticas capacidades, que la propicie en los innumerables conglomerados de relaciones locales de la sociedad global, lo que si bien constituye en términos absolutos una utopía, pues siempre habrá intereses contrarios a los de las mayorías que sustraigan vitales espacios de tal red de «coopetencia», con el subsecuente costo en vidas apartadas del camino de tal desarrollo, sí ha subyacido, aunque como vaga noción, tras una dinámica dentro del cambiante mundo democrático en la que se obtiene tanto más provecho cuanto mayor es el ajuste del marco común de la propia esfera a aquel.

El problema, el que ha conducido a este distópico estado de cosas del siglo XXI, es que el alcance de las diferentes visiones que se han aproximado a ese ideal ha sido siempre limitado, circunscrito a los intereses y a la realidad geopolítica de pequeños grupos de aliados al margen de las necesidades y potencialidades de un mundo mucho más vasto, en efecto, pero inerme y culturalmente poco preparado para detener el avance de grupos con visiones contrarias a su bienestar, sobre todo el de aquellos aglutinados por la ubicua ambición totalitaria, con lo cual, y he ahí la mayor contradicción de la sociedad global que desde el fin de la Segunda Guerra Mundial ha propugnado, aunque solo en el ámbito de lo discursivo, un multilateralismo para el desarrollo de «todos» con la intermediación de instancias como las Naciones Unidas —devenida en costosa madre de todos los jarrones chinos—, se ha reducido cada vez más el conjunto de actores, con escasa influencia, que sí comprenden su esencia.

Esto se pone de manifiesto, verbigracia, en el hecho de que el saldo más beneficioso que perjudicial del conjunto de las intervenciones estadounidenses de la segunda mitad del siglo XX no se debió a un proceder guiado por un espíritu de contribución al desarrollo del prójimo, sino al predominio de un pragmatismo, deslastrado de ideas fagocitarias —algo que, en su mezquindad, jamás reconocerán los «antiyanquis»—, por cuyo influjo, desde sus albores republicanos, ha preferido Estados Unidos una defensa de sus intereses sin los costos que suponen prácticas colonialistas como las de China, de lo que constituye la más palmaria evidencia el derrocamiento de la dictadura de Noriega, que le dio a la sociedad panameña la oportunidad de labrar su propio sistema democrático, con total autonomía, a la par de una «concertada» continuación del usufructo del Canal con fecha de término establecida. Por tanto, no cabe dudar que los beneficios obtenidos por terceras naciones de la muy acotada cooperación en cuestión han sido, en el mejor de los casos, felices efectos secundarios no incluidos en las principales agendas de desarrollo articuladas en torno a ella.

En semejante contexto, en uno en el que los países y los grupos de naciones aliadas más aventajados se han acostumbrado a velar solo por sí mismos, la fragilidad del sistema democrático internacional ha sido extrema, solo que ahora se ha comenzado a reparar en ello en virtud de los notorios éxitos del bloque totalitarista, en expansión, que es producto tanto de una efectiva cooperación entre criminales de toda laya como de la permisividad a la que ha dado lugar una creciente y escandalosa cortedad en los mayores centros de poder aún democráticos; una cortedad que poco ha dejado del otrora sentido de conveniencia que se erigió en eje de un accionar que le hizo perder terreno al totalitarismo en la segunda mitad del siglo XX. Y una palabra resume como ninguna otra las terribles implicaciones de tal fragilidad: Afganistán.

Afganistán, sí. La cuestión afgana. Una catástrofe sin precedentes y de consecuencias que no se alcanzan todavía a vislumbrar por completo, ya que el más peligroso de todos los mensajes se le acaba de enviar a los aspirantes a tiranos, terroristas y mafiosos de todo el planeta —y a los que sin pudor ya desempeñan esos papeles—, esto es, que si aquel que golpeó el corazón de la nación más poderosa puede finalmente triunfar, nada le impide a cualquier otro criminal correr libre por la senda de la devastación.

Sí, el decorado que ambientaba la mayor de las farsas se vino abajo y ha quedado expuesta la desvencijada armazón de un escenario muy distinto del que brillaba bajo los reflectores del multilateralismo para el desarrollo de «todos», y ante tal panorama de fragmentación, de aislamiento, de ceguera, de pequeñez, de impunidad, de acuerdos para el provecho de pocos y la ruina de muchos, que solo no ven quienes están con el Perseverance analizando muestras del suelo marciano, hay que preguntarse en sociedades como la venezolana si vale la pena seguir caminando por la línea, trazada por quienes solo juegan para sí mismos, que conduce a un camuflado abismo en el que aguarda la esclavitud.

En lo que respecta a Venezuela, y a luz de lo anterior, cabe asimismo preguntarles a los expertos en «soluciones» diplomáticas, «garantizadas» por la comunidad internacional, si van a seguir creyendo que los que les piden a los talibanes «moderación» y confían en sus promesas de civismo e inclusión «obligarán» a los secuestradores del país a respetar «acuerdos», y si es así, si creen que lo harán porque somos Venezuela —el ombligo del universo (!)— y no Afganistán.

Claro que lo que ha sucedido con este último no deja margen para el autoengaño. Ninguna acción que obligue al régimen chavista a actuar en función de la voluntad de la mayoría espera allende los discursos de «respaldo» de aquella comunidad; nada más allá de unas sanciones —supuestas «armas» para «negociaciones»— sin peso en el seno de un emporio que cuenta con un flujo de recursos que le garantiza el mantenimiento de su estructura represiva. Y no es descabellado suponer, siendo estos los oscuros elementos que contextualizan la tragedia de la nación, que nada les importa el avance de un juicio por crímenes de lesa humanidad en la Corte Penal Internacional —que, sí, debe tener lugar— a los que saben que nadie traspasará las fronteras de Venezuela con el propósito de detenerlos y llevarlos a esa instancia para que respondan ante la justicia por tales delitos.

En una sociedad global en la que las alianzas se miden por el grado de utilidad, no por belleza o simpatía, cabe preguntarse qué clase de aliada tendría que comprometerse a ser para el mundo democrático Venezuela, la nación que después de las guerras emancipadoras de América del Sur se empeñó en practicar la neutralidad, en no meterse al agua por nadie, en limitarse a dar palmadas de «apoyo» en espaldas y ofrecer, ya en el siglo XX, el petróleo sin el que ese mismo mundo se las ha arreglado muy bien en estos años del XXI, para que sea él con nosotros el tipo de aliado que sería con Francia, Alemania o Japón de llegarse a encontrar ellos en una encrucijada similar a la nuestra, porque no nos engañemos, de ser alguna de esas naciones derribadas por la bestia totalitaria, no tardaría cinco minutos en caer un diluvio de fuego sobre la cabeza de esta —y únicamente sobre su cabeza—, por poner solo un ejemplo alegórico y muy diferente de la respuesta a la catástrofe afgana, en la que el porqué del llamado a la «cordura» para la «paz» se halla en lo expresado de certero modo por una niña en medio de su desgarrador grito de auxilio, a saber, el ser Afganistán simplemente Afganistán.

Ello, entre muchas otras cosas, sí sería parte de un juego de los venezolanos para Venezuela; uno distinto del que se ha jugado en los últimos dos decenios en favor de los intereses de todos menos de los propios venezolanos.

@MiguelCardozoM

 


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