Nuevamente, y por estas fechas desde el año 2015, leemos en los titulares de prensa la decisión de la Casa Blanca de extender la duración del decreto de emergencia nacional sobre Venezuela, sustentado en que la situación de nuestro país, bajo el régimen férreo de Nicolás Maduro, “continúa representando una amenaza inusual y extraordinaria a la seguridad nacional y la política exterior de los Estados Unidos”. Una medida que capta el interés inmediato y suscita ciertas interrogantes a un observador común, por la imagen tan contundente que reflejan cada una de las palabras del enunciado; más aún, al constatarse que el régimen venezolano ha sobrevivido a esta, digamos “amenaza”, que se ha mantenido desde la administración Obama (firmante de la orden ejecutiva original), pasando por la de Donald Trump, que le daría continuidad sin detenerse mucho en su esencia, y ahora, Joe Biden, quien la acaba de ratificar.

Pertinente es entender que cuando un presidente estadounidense firma una orden ejecutiva en la que se declara un estado de emergencia, lo que significa en términos simples es la potestad que éste adquiere para imponer sanciones, tanto a individualidades y empresas, como a instituciones de un gobierno “infractor”. Es lo que ha ocurrido respecto a Venezuela desde la firma de la Orden Ejecutiva 13692, del 8 de marzo de 2015. En otras palabras, se considera esta acción “parte de un procedimiento legal normal”, en el marco de las políticas de sanciones contra gobiernos extranjeros considerados hostiles a los intereses de Estados Unidos. Ha ocurrido en casos como Birmania, República Centroafricana, Yemen, Libia, Siria, irán, y otros más, que registra la historia de las relaciones de los Estados Unidos con el resto del mundo.

Significado de los componentes

Tal como ocurrió en la era Obama (2009-2017), uno de los pilares fundamentales de la política exterior de la recién inaugurada administración de Joe Biden, es el fomento, apoyo y respeto a los derechos humanos, así como a las instituciones y procesos democráticos. Cuando este tipo de valores y principios son socavados, se habla entonces de una amenaza “inusual y extraordinaria”, tanto a la política exterior como a la seguridad nacional de los Estados Unidos.

Para mejor ilustrar, en el momento en que Barack Obama emitió aquella orden ejecutiva de 2015, sancionando a siete funcionarios del régimen de Maduro considerados violadores de derechos humanos y beneficiarios de la corrupción pública en Venezuela -medidas que implicaron restricciones de visados y la congelación de bienes y activos-, el Departamento del Tesoro de Estados Unidos consideró que los implicados representaban un problema para la salud del sistema financiero estadounidense, y, en consecuencia, una amenaza a la seguridad nacional.

El mismo criterio aplicó para las sucesivas extensiones del decreto de emergencia nacional por la situación política de Venezuela, como por ejemplo, en 2019 – durante la administración de Donald Trump – que implicaron sanciones contra la industria petrolera venezolana, entre otras: la cancelación de órdenes de compra a Pdvsa; la cesión del control de la filial Citgo y de cuentas bancarias en Estados Unidos al entonces recién instalado gobierno interino de Juan Guaidó; sanciones a empresas navieras que transportaban crudo venezolano a Cuba; y más recientemente, en enero de 2021, las sanciones del Departamento del Tesoro de EE.UU a personas, entidades y embarcaciones relacionadas con la venta de petróleo de Pdvsa a México.

Eso es lo que hay hasta ahora

A juzgar por lo observado de la política continuada de extensión del decreto de emergencia nacional y los consiguientes paquetes de sanciones que la han acompañado a lo largo de los últimos años, pudiéramos concluir, por ahora, que la principal preocupación del gobierno de los Estados Unidos respecto a Venezuela como factor perturbador de su seguridad nacional, se ha circunscrito a la tarea prioritaria de proteger su sistema financiero, acechado constantemente por elementos corruptos de apoyo o asociados a la dictadura de Nicolás Maduro. Ni siquiera el problema generado por la presión migratoria observada en territorio norteamericano y en su entorno regional, a causa de la estampida sin precedentes de nacionales venezolanos que huyen de las precarias condiciones de vida y la represión sin cuartel de la dictadura, es considerado como una amenaza de la estabilidad de ese país.

Cierto es que aún no parecieran evidenciarse, en los cálculos y análisis de costo político de los distintos centros y agencias gubernamentales de los Estados Unidos que se ocupan del tema venezolano, elementos claves que prueben ser una amenaza categórica, directa e inminente, y que, por tanto, obliguen a una acción más contundente de parte de Washington en contra del régimen madurista, que conduzca a un definitivo cambio político en Venezuela.

Por supuesto que ha sido notorio, público y comunicacional, la infinidad de análisis independientes y de advertencias, no solo desde sectores de la oposición venezolana y de múltiples gobiernos que arropan la causa democrática de nuestro país, e incluso desde el propio Congreso de los Estados Unidos, acerca del peligro que representa el régimen de Maduro para la estabilidad y paz continental. Una realidad que se resume en la asociación de una cúpula política con las peores causas de la humanidad: terrorismo, narcotráfico, trata de blancas, lavado de dinero, contrabando; y con regímenes autoritarios desestabilizadores por vocación, que han garantizado su permanencia en el poder (Cuba, Rusia, China, Irán, Turquía, entre otros). En fin, un cuadro evidente que, de nuevo, para un observador común, justificaría las acciones más contundentes posibles, pero que desde una perspectiva basada en la Realpolitik no parece ofrecer fórmulas inminentes de solución.

Vuelve la interrogante de siempre: ¿están los factores de apoyo internacional a la causa democrática en Venezuela, liderados por Estados Unidos, en capacidad de crear las condiciones necesarias que obliguen al régimen de Nicolás Maduro a avenirse con una transición política que desemboque en la celebración de elecciones libres, justas y transparentes?

Con la llegada de Joe Biden a la presidencia de Estados Unidos el pasado mes de enero, son varias las señales emitidas en la dirección de dar una respuesta, al menos parcial, a la pregunta anterior. Una de las acciones más recientes en este sentido fue el contacto telefónico que sostuvieron, el martes 2 de marzo, el secretario de Estado, Antony Blinken, y el presidente interino, Juan Guaidó; un gesto que denota la importancia que la nueva administración le asigna a la crisis venezolana. Trascendió de este primer contacto el interés del gobierno de Estados Unidos, expresado previamente, de canalizar todos los esfuerzos posibles para trabajar, mancomunadamente con sus aliados de la Unión Europea, el Grupo de Lima, la OEA y el Grupo Internacional de Contacto, como mecanismo que permita el incremento de la presión multilateral necesaria para lograr una transición pacífica y democrática en Venezuela.

Es obvio que esta aproximación está aún lejos de responder la pregunta de rigor, pero tiene el mérito de representar el primer paso de una estrategia más compleja en espera de formulación por parte de los aliados internacionales de la causa democrática venezolana, y que de alguna manera, para Washington, ha de seguir vinculada a la declaratoria de emergencia nacional por la situación de Venezuela que implica una amenaza “inusual y extraordinaria a la seguridad y a la política exterior” de los Estados Unidos, y, consecuentemente, al sistema de sanciones aplicadas al régimen de Nicolás Maduro.

De esta manera, la profundización de la política de sanciones aplicables al régimen de Nicolás Maduro, con la necesaria participación conjunta de los aliados arriba identificados, representa la única vía, si acaso previsible, de crear las condiciones idóneas que conlleven a un proceso de transición y de eventual cambio político en Venezuela.

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