En las redes sociales es común observar distintas críticas sobre la economía venezolana. Razones sobran. Después de todo, tal vez sea la materia económica una de las asignaturas que el país tiene aplazadas desde hace varios años. Basta ver los indicadores macroeconómicos -cuando están disponibles- para reafirmar esta premisa. Ello, aunado a un modelo que lejos ha estado de la creación de riqueza, genera un cocktail de empobrecimiento y carestía que lejos está de convertirse en motivo de orgullo.

Una de las críticas que más me llama la atención, sin embargo, se relaciona con la tendencia de querer comparar el precio de bienes y servicios en Venezuela con los del resto del mundo, especialmente con los de países de Europa y Estados Unidos. La crítica es muy sencilla, aunque falaz: ¿Cómo es posible que en (nombre del país de turno) un taxi cueste 10 euros y en Venezuela cuesta 90 dólares? ¿Cómo puede explicarse que en Europa mi sobrino exiliado gaste solo 50 euros en mercado para una semana y eso es lo que vale acá dos platos en cualquier restaurante no lujoso? Y así muchas premisas que terminan por volverse virales en las redes y son objeto de discusión.

Por si esto fuera poco, sumado a la discusión de la distorsión de precios, se encuentra la premisa del “Venezuela ya se arregló”, bajo la cual según de forma maniquea, la dinámica del país se somete a un todo o nada en la que o se condena cualquier mejora que pueda tener el país en algún determinado punto o espacio, o la misma termina por ponerse en un altar como muestra de la innegable transformación que sufre el país.

Nos enfrentamos, así, a un escenario complejo. Por una parte el de las distorsiones económicas. Y por el otro, el de la propaganda política y la opinión pública maniquea.

Sobre el tema económico, la tela para cortar es bastante amplia. Ya en el pasado hemos hablado sobre por qué es incorrecto atacar la especulación sin comprender a cabalidad su dimensión técnico-económica. Tan destructiva para los oídos como ese neologismo destructivo, típico de sociedades bárbaras, como el de “aperturar” una cuenta bancaria o de inversión. Barbarismo que parece que llegó para quedarse, brand original del sistema que hemos vivido en las últimas décadas y su destrucción del lenguaje, y que en lo personal me sirve de termómetro para medir muchas cosas cuando interactúo con la gente.

Intentar explicar las razones por las que la economía venezolana está distorsionada tomaría más que un artículo de opinión. Pero es importante que el lector se lleve consigo la premisa de que en muchos casos las comparaciones, además de ser falaces, buscan mezclar peras con manzanas, olvidando por completo la disfuncionalidad de la economía venezolana. Imagine el lector comparar el funcionamiento de un organismo con metástasis frente al de un cuerpo sano. Sin duda, los resultados no serán los mismos y las comparaciones darán resultados que por supuesto arrojarán diferencias abismales. En términos didácticos, Venezuela sufre una suerte de cáncer en su economía, y querer compararla con la de organismos buenos (cualquier país desarrollado con democracia liberal) es un ejercicio que no conducirá a nada constructivo, porque la enfermedad sigue allí, y no se ha eliminado. Cuando las células se arreglen, otro será el cantar y habrá que ver, con el rigor propio del científico, qué cosas podrán compararse y cuáles no.

En el caso del tema político, el tema es más interesante aún, porque en la polarizada sociedad venezolana cualquier manifestación de la vida termina por absorberse dentro de la dinámica política del país. Así, tomarse un café en un determinado lugar te puede volver un chavista más creyente en el ideal bolivariano que Jorge Rodríguez, un traidor a la causa opositora o simplemente una persona desconectada en su “burbuja” ante la desgarradora realidad que vive el país.

Frente a este tema, pienso que uno no puede taparse los ojos y negar lo que sucede en Venezuela. Y lo que sucede en Venezuela, por paradójico que sea, es la existencia de un país con grandes brechas que se profundizan porque precisamente se ha edificado un modelo en el que la generación de riqueza y la superación de la pobreza no han estado como prioridad. Frente a ello, inobjetablemente, no hay “dos Venezuelas”, la de los ricos y la de los pobres, sino un conjunto de millones de realidades que se entrelazan entre sí y producen un entramado de conjeturas que son imposibles de sintetizar en unas cuantas líneas. Sin duda, hay buenas razones para pensar que en el país hay suficientes condiciones para la germinación de un sistema en el que priva la existencia de instituciones excluyentes, con una capa importante de la población signada por la pobreza, y la consecuente frustración que ello acarrea.

Al tiempo que ello sucede como premisa general, no puede negarse que también habrá sectores que se han visto sujetos a mejoras en sus vidas. Hace unos siete años, por ejemplo, los mercados sufrían una grave crisis de desabastecimiento y el fenómeno de los “bachaqueros” estaba en su apogeo. Hoy esas dinámicas quedaron atrás -por ahora- pero existen otras que siguen siendo enormemente retadoras: cómo generar condiciones para que el poder adquisitivo de la mayoría de los venezolanos se aprecie en términos reales y los productos que se encuentran en los anaqueles no sean simplemente elementos para la galería en la vitrina. Y son este tipo de tareas las que deben ocuparnos.

Así, pues, mi lección aprendida en cuanto a la dinámica social venezolana es a no juzgarla en términos de blanco y negro, porque corro el riesgo de que mis propios sesgos de confirmación no me permitan ver los grises que componen nuestra realidad. No se trata de jugar a la falacia de la equidistancia, pero sí comprender que somos muy limitados al momento de procesar información y conocimiento sobre el entorno que nos rodea. Sí, el socialismo nos destruyó. Y no olvidemos que el socialismo en gran parte se fundamenta en la premisa de creer que el que manda tiene la capacidad de prever cuáles son las realidades de millones de seres humanos y regular las conductas en consecuencia. No caigamos nosotros en ese mismo error intelectual, porque así difícilmente permitiremos que en Venezuela se construya una sociedad abierta.


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