José Ignacio Cabrujas / Archivo

Eligiendo a Chávez, los venezolanos no solo se amputaron el cerebro: se mutilaron el corazón y se extirparon los ojos. No es el coronel quien no tiene quien le escriba: el país, Venezuela, los venezolanos no tienen quién les escriba. La ficción intelectual continúa su rutina de siempre, las universidades siguen su función de pedagogía especializada, los periódicos, mermados, aún se asoman a los kioscos. Las librerías, menguadas, siguen adornando sus vidrieras con libros editados en alguna parte. Sobreviven con uno que otro despistado que hurga y compra algo. Pero en rigor Venezuela es tierra yerma, sin voz, sin intelectuales, sin pensadores. Ha sido ocupada por la barbarie y nadie dice nada. Debe ser uno de los países intelectualmente más miserables del planeta. Alguna vez fue la joya del Caribe.

No ha sido necesario que hordas descerebradas formen gigantescas piras de libros donde incinerar a Goethe, a Leibniz, a Thomas Mann, a Bertolt Brecht, a Hegel. En nuestro caso a Neruda, a García Márquez, a Rómulo Gallegos, a Jorge Luis Borges. Es tan minúsculo el círculo de sus lectores, son los venezolanos tan reacios a la lectura y tan inexistentes sus creadores, que no hay suficientes libros para hogueras. Si acaso para braseros. Ni siquiera el boom. Han desaparecido los intelectuales.

No siempre fue así. Ha habido momentos de fulgurante esplendor literario, tiempos de brillantes críticos, escritores e intelectuales. De uno de sus más brillantes exponentes llegan a mis manos los dos volúmenes de la obra escrita y hablada de José Ignacio Cabrujas, editados por la Editorial Equinoccio, de la Universidad Simón Bolívar. Una selección de conversaciones, entrevistas, ensayos, conferencias y artículos de imprescindible lectura para quien quiera asomarse a la Venezuela democrática, previa a la salvaje irrupción de la barbarie. Perfectamente prevista, por lo demás, por el lúcido intelectual que fuera Cabrujas, reacio a dejarse encasillar por el oficio de dramaturgo. Y cuya temprana desaparición nos privara de una obra mayor de análisis y estudio de las características de la Venezuela que tanto amara. “Hay que amar a Venezuela”, pedía con angustia. Sabiéndola tan poco amable.

“La constante histórica de este país” –le explica al periodista Ramón Hernández, que lo entrevista– “desde la época de Cubagua hasta el sol de hoy, es su condición de lugar de paso. Esto no es un país: es un puente, un lugar por donde se transita. Al principio teníamos perlas y los españoles acabaron con ellas. Venezuela se convirtió en un país miserable. No provocaba quedarse mucho aquí. Eso se refleja en cómo concebimos arquitectónicamente el país…Quien construyó la Catedral de Caracas hizo lo mínimo indispensable para que una cosa pueda ser llamada catedral, y si a eso le agregamos que esta zona es de terremotos, la provisionalidad es mayor. Caracas es una ciudad que nunca se ha terminado de construir. Mi delirio es que algún día un presidente diga: les presento a Caracas, al fin la hicimos, este será el escenario definitivo de sus vidas. Es que cada vez que fijo algún recuerdo, viene alguien y tumba ese recuerdo”.

“En general, tenemos un país de cosas feas…Lo que hacemos es feo, ordinario, no construimos estructuras amorosas. El venezolano es un ser que se detesta a sí mismo y que detesta su país. Es un pueblo con ansias de destrucción de sus significados; con una conciencia de inferioridad con respecto a un patrón”.

Valga la palabra del gran intelectual que fue Cabrujas por esta vez. Vale la pena volver a citarlo, como cuando dice: “Aquí se desmantela al hombre, está prohibido la trascendencia”. No quiero imaginarme su visión de Caracas y Venezuela bajo la dictadura de esta inmundicia. Seguramente no le alcanzarían las palabras.

@sangarccs


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